HILARIO DE POITIERS
Sobre la Trinidad

LIBRO IX

A
Resumen general

I

En el libro VIII traté la naturaleza indistinguible de Dios Padre y Dios Hijo, y demostré que las palabras "yo y el Padre somos uno" no prueban un Dios solitario, sino una unidad de la deidad ininterrumpida por el nacimiento del Hijo. ¿Por qué? Porque Dios sólo puede nacer de Dios, y el que nace Dios de Dios debe ser todo lo que Dios es. Revisé también, aunque no exhaustivamente, los dichos de nuestro Señor y los apóstoles, a la hora de enseñar la naturaleza y el poder inseparables del Padre y del Hijo. Y llegué al pasaje donde el apóstol dice: "Que no haya nadie que os engañe por medio de filosofías y vanas sutilezas, según la tradición de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo. Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col 2,8-9). He señalado que las palabras "en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad" prueban que él es el Dios verdadero y perfecto de la naturaleza de su Padre, sin separarlo ni identificarlo con el Padre. Por un lado, se nos enseña que, puesto que el Dios incorpóreo habitó en él corporalmente, el Hijo como Dios engendrado de Dios está en unidad natural con el Padre. Por otro lado, si Dios habitó en Cristo, esto prueba el nacimiento del Cristo personal en quien habitó. Así, me parece, he respondido con creces a la irreverencia de aquellos que se refieren a una unidad o acuerdo de voluntad con palabras del Señor como "el que me ha visto a mí, ha visto al Padre", o "el Padre está en mí y yo en el Padre", o "yo y el Padre somos uno", o "todo lo que el Padre tiene es mío". Sin atreverse a negar las palabras mismas, estos falsos maestros, bajo la máscara de la religión, corrompen el sentido de las palabras. Por ejemplo, es verdad que donde se proclama la unidad de la naturaleza no se puede negar el acuerdo de la voluntad. Mas para dejar de lado la unidad que sigue del nacimiento, no se puede profesar simplemente una relación de mutua armonía. El bendito apóstol, después de muchas declaraciones indudables de la verdad real, corta sus afirmaciones temerarias y profanas, diciendo: "En Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad". En efecto, por la morada corporal del Dios incorpóreo en Cristo se enseña la estricta unidad de su naturaleza. No es, pues, una cuestión de palabras, sino una verdad real: que el Hijo no estaba solo, y que el Padre moraba en él; y que no sólo moraba, sino que también obraba y hablaba; y que no sólo obraba y hablaba, sino que también se manifestaba en él. Por el misterio del nacimiento, el poder del Hijo es el poder del Padre, su autoridad la autoridad del Padre, su naturaleza la naturaleza del Padre. Por su nacimiento, el Hijo posee la naturaleza del Padre. Como "imagen del Padre", reproduce del Padre todo lo que está en el Padre, porque él es la realidad así como la imagen del Padre, pues un nacimiento perfecto produce una imagen perfecta, y la plenitud de la deidad que mora corporalmente en él indica la verdad de su naturaleza.

B
La naturaleza divina de Cristo, negada por los herejes

II

Todo esto es así: Jesucristo, que es por naturaleza Dios de Dios, debe poseer la naturaleza de su origen (que Dios posee), y la unidad indistinguible de una naturaleza viva (que no puede ser dividida por el nacimiento de una naturaleza viva). Sin embargo, los herejes, bajo el manto de la confesión salvadora de la fe evangélica, están subvirtiendo la verdad: porque al imponer sus propias interpretaciones en palabras pronunciadas con otros significados e intenciones, están privando al Hijo de su unidad natural. Así, para negar al Hijo de Dios, citan la autoridad de sus propias palabras: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino uno solo, Dios". Estas palabras, dicen, proclaman la unicidad de Dios, y cualquier otra cosa que comparta el nombre de Dios, no puede poseer la naturaleza de Dios, porque Dios es uno. Y de sus palabras "ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero" (Jn 17,3), intentan establecer la teoría de que Cristo es llamado Dios por un mero título, pero no por ser Dios mismo. Además, para excluirlo de la naturaleza propia del Dios verdadero, citan que "el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, excepto lo que ha visto hacer al Padre" (Jn 5,19). Usan también la frase "el Padre es mayor que yo". Finalmente, cuando repiten las palabras "de aquel día y de aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre", como si fueran la renuncia absoluta a su pretensión de divinidad, se jactan de haber derribado la fe de la Iglesia. El nacimiento, dicen, no puede elevar a la igualdad la naturaleza que la limitación de la ignorancia degrada. La omnisciencia del Padre y la ignorancia del Hijo revelan una desemejanza en la divinidad, porque Dios no debe ignorar nada, y el ignorante no puede compararse con el omnisciente. Todos estos pasajes no los entienden racionalmente, ni los distinguen en cuanto a sus ocasiones, ni los comprenden a la luz de los misterios del evangelio, ni se dan cuenta del estricto significado de las palabras y así impugnan la naturaleza divina de Cristo con cruda e insensata temeridad, citando frases sueltas y aisladas para captar la atención de los incautos y ocultando ya sea la secuela que las explica o los incidentes que las motivaron, aunque el significado de las palabras debe buscarse en el contexto anterior o posterior a ellas.

C
La doble naturaleza de Cristo, mediadora entre Dios y el hombre

III

Más adelante ofreceré una explicación de estos textos con las palabras de los evangelios y las epístolas mismas. Pero primero creemos que es justo recordar a los miembros de nuestra fe común, que el conocimiento del Eterno se presenta en la misma confesión que da vida eterna. No conoce, ni puede conocer su propia vida, quien ignora que Cristo Jesús era verdadero Dios, como también era verdadero hombre. Es igualmente peligroso, ya sea que neguemos que Cristo Jesús era Dios Espíritu, o que era sólo carne de nuestro cuerpo. Lo recuerda él mismo:

"A todo aquel, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos" (Mt 10,32-33).

Así dijo el Verbo hecho carne, y así enseñó el hombre Jesucristo, el Señor de la majestad, constituido mediador en su propia persona para la salvación de la Iglesia, y siendo en ese mismo misterio de mediación entre los hombres y Dios, él mismo una persona, a la vez hombre y Dios. En efecto, él, siendo de dos naturalezas unidas para esa mediación, es la realidad plena de cada naturaleza; permaneciendo en cada una, no falta en ninguna. Él no deja de ser Dios porque se hace hombre, ni deja de ser hombre porque permanece para siempre Dios. Ésta es la verdadera fe para la bienaventuranza humana: predicar a la vez la divinidad y la humanidad, confesar el Verbo y la carne, sin olvidar a Dios, porque es hombre, ni ignorar la carne, porque es el Verbo.

D
La doble naturaleza de Cristo, resucitada y resucitante

IV

Es contrario a nuestra experiencia de la naturaleza que Cristo naciera hombre y siguiera siendo Dios. Mas es conforme al tenor de nuestra expectativa que, habiendo nacido hombre, siguiera siendo Dios, pues cuando la naturaleza superior nace en la inferior, es creíble que la inferior nazca también en la superior. De hecho, según las leyes y hábitos de la naturaleza, el funcionamiento de nuestra expectativa incluso anticipa el misterio divino. Porque en todo lo que nace, la naturaleza tiene capacidad de crecer, pero no tiene poder de disminuir. Observa los árboles, las cosechas, el ganado. Considera al hombre mismo, el poseedor de la razón. Siempre se expande por el crecimiento, no se contrae por la disminución; ni pierde nunca el yo en el que se ha convertido. Es cierto que se desgasta con la edad o se corta con la muerte; sufre cambios con el paso del tiempo o alcanza el fin asignado a la constitución de la vida, pero no está en su poder dejar de ser lo que es. Con esto quiero decir que no puede hacerse un nuevo yo disminuyendo de su antiguo yo, ni convertirse un hombre viejo de nuevo en un niño. Así, la necesidad del crecimiento perpetuo, que se impone a nuestra naturaleza por ley natural, nos lleva con buenos motivos a esperar su promoción a una naturaleza superior, ya que su crecimiento es conforme a la naturaleza y su disminución contraria a ella. Fue Dios solo quien pudo convertirse en algo diferente de lo que era antes, y al mismo tiempo no dejar de ser lo que siempre había sido. En efecto, quien pudo encogerse dentro de los límites del vientre, la cuna y la infancia, no por ello se apartó del poder de Dios. Esto es un misterio, pero no para él sino para nosotros. La asunción de nuestra naturaleza no fue un avance para Dios, pero su voluntad de rebajarse es nuestra promoción, porque no renunció a su divinidad, sino que confirió la divinidad al hombre.

E
La naturaleza divina, previa a la naturaleza humana

V

El Dios unigénito, cuando nació de la Virgen como hombre, y en la plenitud de los tiempos se dispuso a elevar a la humanidad a la divinidad, mantuvo siempre esta misma doctrina evangélica: que él era el Hijo de Dios, y que él era el Hijo del hombre. El hombre dice y hace todo lo que es propio de Dios, pero Dios dice y hace todo lo que es propio del hombre. Con todo, Cristo nunca habló sin dar a entender su humanidad y su divinidad. Aunque proclamó a un solo Dios Padre, él mismo se declaró en la naturaleza de un solo Dios, por la verdad de su generación. Sin embargo, en su oficio de Hijo y en su condición de hombre, se sometió a Dios Padre, ya que todo lo que nace debe remitirse a su autor y toda carne debe confesarse débil ante Dios. En esto, pues, los herejes encuentran ocasión de engañar a los simples e ignorantes. Estas palabras, pronunciadas en su carácter humano, se refieren falsamente a la debilidad de su naturaleza divina. Y como él era una y la misma persona en todas sus expresiones, afirman que siempre hablaba de todo su ser.

VI

Todas las palabras que se conservan de Cristo se refieran a su naturaleza. Mas si Jesucristo es hombre y Dios, no Dios por primera vez (cuando se hizo hombre), ni luego dejando de ser Dios, ni después de hacerse hombre en Dios menos que hombre perfecto y Dios perfecto, entonces el misterio de sus palabras debe ser uno y el mismo con el de su naturaleza. Cuando separamos su divinidad de la humanidad, entonces separamos también su lenguaje como Dios del lenguaje del hombre. Cuando lo confesemos Dios y hombre al mismo tiempo, distingamos al mismo tiempo sus palabras como Dios y sus palabras como hombre. Cuando reconozcamos el tiempo en que su humanidad entera es completamente Dios, remitamos a ese tiempo todo lo que se revela acerca de él. Una cosa es que él fuera Dios antes de ser hombre, y otra que fuera hombre y Dios, y otra que, después de ser hombre y Dios, fuera hombre perfecto y Dios perfecto. No confundáis, pues, los tiempos y las naturalezas en el misterio de la dispensación, pues según los atributos de sus diferentes naturalezas, es necesario que él hable de sí mismo en relación con el misterio de su humanidad, de una manera antes de su nacimiento, de otra mientras aún estaba por morir, y de otra como eterno.

F
La encarnación, obra divina del Hijo

VII

Jesucristo, conservando todos estos atributos y naciendo hombre en nuestro cuerpo, habló según nuestra naturaleza, sin ocultar que la divinidad pertenecía a su propia naturaleza. En su nacimiento, pasión y muerte, pasó por todas las circunstancias de nuestra naturaleza, pero las soportó todas por el poder de la suya. Él mismo fue la causa de su nacimiento, quiso sufrir lo que no podía sufrir, murió aunque vive eternamente. Pero Dios hizo todo esto no sólo por medio del hombre, porque nació de sí mismo, sufrió por su propia voluntad y murió por sí mismo. Lo hizo también como hombre, porque realmente nació, sufrió y murió. Ésos fueron los misterios de los secretos designios del cielo, determinados antes de que el mundo fuera creado. El Dios unigénito debía hacerse hombre por su propia voluntad, y el hombre debía permanecer eternamente en Dios. Dios debía sufrir por su propia voluntad, para que la malicia del diablo, obrando en la debilidad de la enfermedad humana, no confirmase en nosotros la ley del pecado, puesto que Dios había asumido nuestra debilidad. Dios debía morir por su propia voluntad, para que ningún poder, después de que el Dios inmortal se hubiese constreñido a sí mismo dentro de la ley de la muerte, pudiese levantar su cabeza contra él, o desplegar la fuerza natural que había creado en él. Así, Dios nació para recibirnos en sí mismo, sufrió para justificarnos y murió para vengarnos; porque nuestra humanidad permanece para siempre en él, la debilidad de nuestra enfermedad se une a su fuerza, y los poderes espirituales de iniquidad y maldad son subyugados en el triunfo de nuestra carne, puesto que Dios murió a través de la carne.

VIII

El apóstol, que conocía este misterio y había recibido el conocimiento de la fe por medio del Señor mismo, no ignoraba que ni el mundo, ni la humanidad, ni la filosofía podían contenerlo, pues escribe:

"Que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Jesucristo, porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad, y en él estáis llenos, el cual es la cabeza de todos los principados y potestades" (Col 2,8-10).

Después del anuncio de que en Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la deidad, sigue inmediatamente el misterio de nuestra asunción, en las palabras "en él estáis llenos". Como la plenitud de la deidad está en él, así nosotros estamos llenos en él. El apóstol no dice simplemente que estáis llenos, sino que "en él estáis llenos", porque todos los que son, o serán, regenerados por la esperanza de la fe para vida eterna, permanecen incluso ahora en el cuerpo de Cristo, y después serán hechos plenos, y no ya en él sino en sí mismos, en el tiempo del cual dice el apóstol: "Cristo modelará de nuevo el cuerpo de nuestra humillación, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya" (Flp 3,21). Ahora, pues, somos hechos plenos en él, esto es, por la asunción de su carne, porque en él habita corporalmente la plenitud de la deidad. Y esta nuestra esperanza no tiene una autoridad ligera en él. Nuestra plenitud en él constituye su jefatura y principado sobre todo poder, como está escrito: "Que en su nombre se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y en la tierra abajo, y toda lengua confiese que Jesús es Señor en la gloria de Dios Padre". Jesús será confesado en la gloria de Dios Padre, nacido en el hombre, pero ahora ya no mora en la debilidad de nuestro cuerpo, sino en la gloria de Dios. Toda lengua confesará esto. Pero aunque todas las cosas en el cielo y en la tierra se arrodillen ante él, sin embargo, en esto él es cabeza de todos los principados y potestades, para que todo el universo se arrodille ante él en sumisión, en quien somos hechos plenos, quien por la plenitud de la deidad que habita en él corporalmente, será confesado en la gloria de Dios Padre.

IX

Después del anuncio del misterio de la naturaleza de Cristo, y de nuestra asunción de la deidad que habita en Cristo (en que nosotros mismos seremos hechos completos en él), el apóstol continúa la dispensación de la salvación humana en las palabras:

"En él fuisteis circuncidados con una circuncisión no hecha a mano, al despojaros del cuerpo carnal, sino con la circuncisión de Cristo, habiendo sido sepultados con él en el bautismo, en el cual también fuisteis resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios, que le levantó de los muertos" (Col 2,11-12).

Somos circuncidados, no con una circuncisión carnal, sino con la circuncisión de Cristo. Es decir, nacemos de nuevo en un nuevo hombre. Así, siendo sepultados con él en su bautismo, morimos al viejo hombre, y la regeneración del bautismo nos infunde la fuerza de la resurrección. La circuncisión de Cristo no significa quitarse el prepucio, sino morir enteramente con él, y por esa muerte vivir de ahí en adelante enteramente para él. Porque resucitamos en él por la fe en Dios, que lo resucitó de entre los muertos; por lo cual debemos creer en Dios, por cuya obra Cristo fue resucitado de entre los muertos, porque nuestra fe resucita en y con Cristo.

X

En dicha resurrección se consumó todo el misterio de la humanidad asumida, como recuerda el apóstol:

"A vosotros, estando muertos en vuestros delitos y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el vínculo escrito en los decretos que había contra nosotros, que nos era contrario, y quitándolo de en medio, clavándolo en la cruz, y despojándose de su carne, hizo alarde de sus poderes, triunfando sobre ellos en sí mismo".

El hombre mundano no puede recibir la fe del apóstol, ni ningún lenguaje sino el del apóstol puede explicar su significado. Dios resucitó a Cristo de entre los muertos; Cristo en quien habitó corporalmente la plenitud de la deidad. Pero también nos dio vida juntamente con él, perdonándonos nuestros pecados, anulando el vínculo de la ley del pecado que por las ordenanzas hechas en otro tiempo estaba contra nosotros, quitándolo y fijándolo a su cruz, despojándose de su carne por la ley de la muerte, sosteniendo en alto los poderes y triunfando sobre ellos en sí mismo. En cuanto a los poderes y cómo triunfó sobre ellos en sí mismo y los sostuvo en alto, y el vínculo que anuló, y la vida que nos dio, ya hemos hablado. Pero ¿quién puede entender o expresar este misterio? La obra de Dios resucita a Cristo de entre los muertos, nos da vida juntamente con Cristo, perdona nuestros pecados, borra el vínculo y lo fija a la cruz, le despoja de su carne, sostiene en alto los poderes y triunfa sobre ellos en sí mismo. Tenemos la obra de Dios que levantó a Cristo de entre los muertos, y tenemos a Cristo obrando en sí mismo las mismas cosas que Dios obra en él, porque fue Cristo quien murió, despojando de sí mismo su carne. Aferrémonos, pues, a Cristo el hombre, resucitado de entre los muertos por Dios, y aferrémonos a Cristo el Dios, que obró nuestra salvación cuando aún estaba por morir. Dios obra en Cristo, pero es Cristo quien se despoja de sí mismo su carne y muere. Fue Cristo quien murió, y Cristo quien obró con el poder de Dios antes de su muerte, sin embargo, fue la obra de Dios la que resucitó al Cristo muerto, y no fue otro quien resucitó a Cristo de entre los muertos sino Cristo mismo, quien obró antes de su muerte, y se despojó de su carne para morir.

XI

¿Entiendes ya los misterios de la fe del apóstol? ¿Crees que ya conoces a Cristo? Dime, entonces: ¿Quién es el que se despoja de su carne, y qué es esa carne despojada? Yo veo dos pensamientos expresados por el apóstol: la carne despojada (por aquel que la despoja), y Cristo resucitado (de entre los muertos, por obra de Dios). Si es Cristo quien resucita de entre los muertos, y Dios quien lo resucita, ¿quién, por favor, se "despoja de sí mismo" de la carne? ¿Quién resucita a Cristo de entre los muertos y nos da vida con él? Si el Cristo muerto no es el mismo que la carne despojada, dime el nombre de la carne despojada, y explícame la naturaleza de aquel que la despoja. Yo encuentro que Cristo el Dios, que fue resucitado de entre los muertos, es el mismo que aquel que se despojó de sí mismo de su carne, y esa carne, la misma que Cristo que fue resucitado de entre los muertos; entonces lo veo levantando principados y potestades para mostrarse, y triunfando en sí mismo. ¿Entiendes este triunfo en sí mismo? ¿Percibes que la carne despojada y aquel que la despoja no son diferentes entre sí? Él triunfa en sí mismo, en esa carne que se despojó de sí mismo. ¿Ves que así se proclaman su humanidad y su divinidad, que la muerte se atribuye al hombre y la vivificación de la carne a Dios, aunque aquel que muere y aquel que resucita a los muertos no son dos, sino una sola persona? La carne despojada es Cristo muerto; aquel que resucita a Cristo de entre los muertos es el mismo Cristo que se despojó de sí mismo de la carne. Observa su naturaleza divina en el poder de resucitar de nuevo, y reconoce en su muerte la dispensación de su humanidad. Y aunque cada función es realizada por su propia naturaleza, recuerda, sin embargo, que aquel que murió y resucitó a la vida, fue uno, Cristo Jesús.

XII

El apóstol se refiere con frecuencia a Dios Padre como resucitador de Cristo de entre los muertos; pero no es incoherente consigo mismo ni está en desacuerdo con la fe evangélica, pues el Señor mismo dice: "Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quitará, sino que yo la doy por mí mismo. Tengo poder para darla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandato he recibido del Padre" (Jn 10,17-18); y de nuevo, cuando se le pide que muestre una señal acerca de sí mismo, para que crean en él, dice del templo de su cuerpo: "Destruiré este templo, y en tres días lo levantaré". Por el poder de tomar de nuevo su alma y de levantar el templo, se declara a sí mismo Dios, y la resurrección su propia obra; sin embargo, atribuye todo a la autoridad del mandato de su Padre. Esto no es contrario al sentido del apóstol, cuando proclama a Cristo "poder de Dios y sabiduría de Dios" (1Cor 1,24), refiriendo así toda la magnificencia de su obra a la gloria del Padre. ¿Por qué? Porque todo lo que Cristo hace, lo hace el poder y la sabiduría de Dios. Y porque todo lo que hace el poder y la sabiduría de Dios, sin duda lo hace Dios mismo, cuyo poder y sabiduría es Cristo. Así que Cristo fue resucitado de entre los muertos por obra de Dios, porque él mismo realizó las obras de Dios Padre con una naturaleza indistinguible de la de Dios. Nuestra fe en la resurrección se basa en el Dios que resucitó a Cristo de entre los muertos.

XIII

El apóstol pone de relieve esta doble vertiente de la persona de Cristo, señalando su debilidad humana y su poder divino. Así, a los corintios les dice que, "aunque fue crucificado por debilidad, vive por el poder de Dios" (2Cor 13,4), atribuyendo su muerte a la debilidad humana y su vida al poder divino. Por su parte, a los romanos les dice: "En cuanto murió al pecado, murió una sola vez. En cuanto vive, vive para Dios. Así, también vosotros consideraos muertos al pecado, y vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rm 6,10-11). De esta manera, atribuye Pablo su muerte al pecado (es decir, a nuestro cuerpo) y su vida a Dios (cuya naturaleza es vivir), y la consecuencia necesaria: debemos morir a nuestro cuerpo, para vivir para Dios en Cristo Jesús. Él mismo, habiendo asumido nuestro cuerpo de pecado, vive ahora totalmente para Dios, uniendo la naturaleza que compartió con nosotros con la participación de la inmortalidad divina.

XIV

Me he visto obligado a detenerme brevemente en esto, para que no olvidemos que se trata de nuestro Señor Jesucristo como una persona de dos naturalezas, ya que él, que permanecía en la forma de Dios, tomó la forma de un siervo, en la que fue obediente hasta la muerte. La obediencia a la muerte no tiene nada que ver con la forma de Dios, así como la forma de Dios no es inherente a la forma de un siervo. Sin embargo, a través del misterio de la dispensación evangélica, la misma persona está en la forma de un siervo y en la forma de Dios. Por supuesto, no es lo mismo tomar la forma de un siervo y permanecer en la forma de Dios, ni tampoco podría él (que permanecía en la forma de Dios) "tomar la forma de un siervo" y no "despojarse de sí mismo", ya que eso sería incongruente. Sin embargo, no fue otra y diferente persona la que "se despojó de sí mismo y tomó la forma de un siervo". No se puede decir que alguien que no es tome algo, porque sólo puede tomar quien existe. El "despojarse de la forma" no implica, pues, la abolición de la naturaleza. Se despojó de sí mismo, pero no se perdió a sí mismo. Tomó una nueva forma, pero permaneció como era. Además, ya sea que "se despojó de", o que "tomó la forma de", era la misma persona. Por lo tanto, hay un misterio en que se despojó de sí mismo y tomó la forma de un siervo, pero no llegó a su fin, de modo que dejó de existir al despojarse de sí mismo y dejó de existir cuando tomó. El despojarse sirvió para "tomar la forma de", pero no para perder la forma de Dios. Cuando él "se despojó de sí mismo" para hacerse Cristo el hombre, mientras continuaba siendo Cristo el Espíritu, el cambio de su apariencia corporal, y la asunción de otra naturaleza en su cuerpo, no puso fin a la naturaleza de su divinidad eterna, porque él era uno y el mismo Cristo cuando cambió su apariencia y cuando asumió nuestra naturaleza.

G
Los títulos de Cristo, humanos y divinos

XV

Ya he expuesto la dispensación de los misterios, mediante la cual los herejes engañan a algunos ignorantes para que atribuyan a la debilidad de la divinidad lo que Cristo dijo e hizo mediante su naturaleza humana asumida, y atribuyen a la forma de Dios lo que sólo corresponde a la forma del siervo. Pasemos ahora, pues, a responder a sus afirmaciones en detalle. Siempre podemos distinguir con seguridad las dos clases de expresiones, ya que la única fe verdadera reside en la confesión de Jesucristo como Verbo y carne (es decir, Dios y hombre). Los herejes consideran necesario negar que nuestro Señor Jesucristo por virtud de su naturaleza fuera divino, porque dijo: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios". Ahora bien, una respuesta satisfactoria debe estar en relación directa con el objeto de la investigación, porque sólo así proporcionará una respuesta a la pregunta planteada. Ante todo, quisiera preguntar a estos malinterpretadores: ¿Creen que el Señor se resintió de que lo llamaran bueno? ¿Habría preferido que le llamasen malo, como parece significar con las palabras "¿por qué me llamáis bueno?". No creo que nadie sea tan irrazonable como para atribuirle una confesión de maldad, cuando fue él quien dijo: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera". Dice que es "manso y humilde", así que ¿podemos creer que se enojó porque le llamaron bueno? Las dos proposiciones son inconsistentes. Aquel que da testimonio de su propia bondad no repudiaría el calificativo bueno. Es evidente, pues, que no se enojó porque le llamaran bueno; y si no podemos creer que le molestara que le llamaran bueno, debemos preguntar qué se decía de él que le molestara.

XVI

Veamos, pues, cómo le llamó a Cristo el que le preguntaba, además de llamarle bueno. Dijo: "Maestro bueno, ¿qué bien haré?", añadiendo al título de bueno el de maestro. Si Cristo, pues, no reprendió porque le llamaran bueno, debió ser porque le llamaran "maestro bueno". Además, la manera de su reprensión muestra que era la incredulidad del que le preguntaba, más que el nombre de maestro o de bueno, lo que le molestaba. Un joven, que se aseguraba de la observancia de la ley, pero que no conocía el fin de la ley (Rm 10,4), que es Cristo, que se creía justificado por las obras, sin percibir que Cristo vino "a las ovejas perdidas de la casa de Israel", y a los que creen que la ley no puede salvar por la fe de la justificación, cuestionó al Señor de la ley, el Dios unigénito, como si fuera un maestro de los preceptos comunes y de las escrituras de la ley. Pero el Señor, aborreciendo esta declaración de incredulidad irreverente, que se dirige a él como a un maestro de la ley, respondió: "¿Por qué me llamas bueno?". Y para mostrar cómo podemos conocerlo y llamarlo bueno, añadió: "Ninguno es bueno, sino uno solo, Dios". Con ello, no repudió el calificativo bueno, sobre todo si se le considera en la esfera divina.

XVII

Más adelante, para demostrar que le molesta el nombre de buen maestro, a causa de la incredulidad que se dirige a él como a un hombre, responde al joven vanidoso y glorioso, y a su jactancia de haber cumplido la ley: "Una cosa te falta. Ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el cielo. Y luego, sígueme". No hay rehuir el título de bueno en la promesa de tesoros celestiales, ni repugnancia a ser considerado como maestro en la oferta de guiar el camino hacia la perfecta bienaventuranza. Pero hay reproche a la incredulidad que extrae una opinión terrena de él a partir de la enseñanza de que la bondad pertenece solo a Dios. Para significar que él es a la vez bueno y Dios, ejerce las funciones de bondad, abriendo los tesoros celestiales y ofreciéndose como guía hacia ellos. Repudia todo el homenaje que se le ofrece como hombre, pero no niega lo que rindió a Dios; porque en el momento en que él confiesa que el único Dios es bueno, sus palabras y sus acciones son las del poder, la bondad y la naturaleza del único Dios.

XVIII

Jesucristo no rehuyó el título de bueno, ni declinó el oficio de maestro, sino que se resintió de la incredulidad que no percibía en él más que cuerpo y carne. Esto puede probarse por la diferencia de su lenguaje, cuando los apóstoles le confesaron como su maestro, y él contestó: "Vosotros me llamáis maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy" (Jn 13,13), y: "No os llaméis maestros, porque Cristo es vuestro maestro" (Mt 23,10). De los fieles, de quienes es maestro, acepta el título con palabras de alabanza, pero aquí rechaza el nombre de buen maestro, cuando no se le reconoce como Señor y Cristo, y pronuncia que sólo Dios es bueno, pero sin distinguirse de Dios, pues se llama Señor y Cristo y guía a los tesoros celestiales.

H
Las obras de Cristo, humanas y divinas

XIX

El Señor siempre mantuvo esta definición de la fe de la Iglesia, que consiste en enseñar que hay un solo Dios Padre. Así lo declaró él, pero sin separarse del misterio del único Dios, pues también declaró que esa naturaleza es suya por nacimiento, y no como un segundo Dios, ni tampoco como la única persona divina. Puesto que la naturaleza del único Dios está en él, no puede ser Dios de una clase diferente de él; su nacimiento requiere que, siendo Hijo, sea con una filiación perfecta. Por lo tanto, no puede separarse de Dios ni fundirse en Dios. Por eso habla con palabras deliberadamente elegidas, de modo que todo lo que dice sobre el Padre, lo significa en un lenguaje modesto para que sea apropiado también para él. Tomemos como ejemplo el mandamiento "creed en Dios y creed también en mí" (Jn 14,1). Él se identifica con Dios en honor, así que ¿cómo puede separarse de su naturaleza? Él dice "creed también en mí", tal como dijo: "Creed en Dios". ¿No significan las palabras en mí su naturaleza? Separad las dos naturalezas, pero también debéis separar las dos creencias. Si es vida, que creamos en Dios sin Cristo, despojad a Cristo del nombre y de las cualidades de Dios. Pero si a los que creen en Dios se les da la vida perfecta, sólo cuando creen también en Cristo, que el lector atento reflexione sobre el significado de la frase "creed en Dios y creed también en mí", pues estas palabras, uniendo la fe en él con la fe en Dios, unen su naturaleza a la de Dios. En primer lugar, ordena el deber de creer en Dios, pero añade a ello el mandato de que creamos también en él, lo que implica que él es Dios, ya que quienes creen en Dios también deben creer en él. Sin embargo, excluye la sugerencia de una unidad contraria a la religión, pues la exhortación "creed en Dios, creed también en mí" nos prohíbe pensar en él como solo en la soledad.

I
Las obras de Cristo, insuficientes para la fe

XX

En muchos de sus discursos, más aún, en casi todos, ofrece Cristo la explicación de este misterio, sin separarse nunca de la unidad divina, cuando confiesa a Dios Padre, y nunca caracteriza a Dios como único y solitario, cuando se coloca en unidad con él. Pero en ninguna parte enseña más claramente el misterio de su unidad y de su nacimiento que cuando dice:

"El testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan, porque las obras que el Padre me ha encomendado que cumpliera, las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado, y el Padre que me envió. Él ha dado testimonio de mí, pero vosotros nunca habéis oído su voz ni habéis visto su forma. No tenéis su palabra morando en vosotros, porque a quien él envió, a él no creéis" (Jn 5,36-38).

¿Cómo puede decirse verdaderamente que el Padre dio testimonio del Hijo, cuando ni él mismo fue visto, ni su voz oída? Sin embargo, recuerdo que se oyó una voz del cielo que decía: "Éste es mi Hijo amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escuchadlo". ¿Cómo puede decirse que no oyeron la voz de Dios, cuando la voz que oyeron afirmaba que era la voz del Padre? Pero quizás los habitantes de Jerusalén no habían oído lo que Juan había oído en la soledad del desierto. Debemos preguntarnos, entonces, ¿cómo dio testimonio el Padre en Jerusalén? Ya no es el testimonio dado a Juan, que oyó la voz del cielo, sino un testimonio mayor que el de Juan. Cuál es ese testimonio, continúa diciendo: "Las obras que el Padre me ha encomendado realizar, las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado". Debemos admitir la autoridad del testimonio, porque nadie, excepto el Hijo enviado por el Padre, podría hacer tales obras. Sus obras son, por tanto, su testimonio. Pero ¿qué sigue? Y el Padre, que me envió, él ha dado testimonio de mí. Nunca habéis oído su voz, ni habéis visto su aspecto, ni tenéis su palabra morando en vosotros. ¿Son ellos irreprensibles, porque no conocieron el testimonio del Padre? ¿Quién no fue oído ni visto entre ellos, y cuya palabra no permaneció en ellos? No, porque no pueden alegar que su testimonio les fue oculto, pues como dice Cristo, el testimonio de sus obras es el testimonio del Padre acerca de él. Sus obras dan testimonio de que fue enviado por el Padre, pero el testimonio de estas obras es el testimonio del Padre. Por tanto, puesto que la obra del Hijo es el testimonio del Padre, se sigue necesariamente que en Cristo operaba la misma naturaleza, por la que el Padre da testimonio de él. Así pues, Cristo, que obra las obras, y el Padre, que da testimonio a través de ellas, se revelan como poseedores de una naturaleza inseparable a través del nacimiento, pues la obra de Cristo se significa como el testimonio de Dios acerca de él.

XXI

No quedan absueltos de culpa, pues, estos herejes, por no reconocer el testimonio, pues las obras de Cristo son el testimonio que el Padre da acerca de él. Ni pueden alegar ignorancia del testimonio por el hecho de que no han oído la voz del testimonio, ni han visto su forma, ni han tenido su palabra morando en ellos. Pues inmediatamente después de las palabras "nunca habéis oído su voz, ni habéis visto su forma, ni tenéis su palabra morando en vosotros", señala por qué no se oyó la voz, ni se vio la forma, ni la palabra moró en ellos: porque aunque el Padre había dado testimonio de él, "a quien él envió, vosotros no creéis". Es decir, si le hubieran creído, habrían oído la voz de Dios, y habrían visto la forma de Dios, y su palabra habría estado en ellos, ya que por la unidad de su naturaleza el Padre es oído, manifestado y poseído en el Hijo. ¿No es él también la expresión del Padre, puesto que fue enviado por él? ¿Se distingue acaso del Padre por alguna diferencia de naturaleza, cuando dice que el Padre, dando testimonio de él, no fue oído, ni visto, ni comprendido, porque no creyeron en Aquel a quien el Padre envió? Por tanto, el Dios Unigénito no se separa de Dios cuando confiesa a Dios Padre, sino que, proclamando con la palabra Padre su relación con Dios, se incluye en el honor debido a Dios.

J
La gloria de Cristo, únicamente divina

XXII

En este mismo discurso, en el que declara que sus obras dan testimonio de que fue enviado por el Padre, y afirma que el Padre da testimonio de que fue enviado por él, dice: "No buscáis la gloria de Aquel que es el único Dios". Ésta no se trata de una simple declaración, sin ninguna preparación previa para la creencia en su unidad con el Padre. Y si no, escuchad lo que la precede: "No queréis venir a mí para tener vida. No recibo gloria de los hombres. Pero os conozco, y sé que no tenéis el amor de Dios en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís, mas si otro viniere en su nombre, a ése recibís. ¿Cómo podéis creer, si recibís la gloria de los hombres, y no buscáis la gloria de Dios?" (Jn 5,40-44). Desdeña la gloria de los hombres, pues más bien se debe buscar la gloria de Dios. La característica de los incrédulos es recibir gloria de los demás: porque ¿qué gloria puede dar el hombre al hombre? Él dice que sabe que el amor de Dios no está en ellos, y pronuncia, como causa, que no lo reciben cuando viene en nombre de su Padre. Venir en nombre de su Padre, ¿qué significa, sino venir en nombre de Dios? ¿No es porque rechazaron a Aquel que vino en nombre de Dios, que el amor de Dios no está en ellos? ¿No está implícito que él tiene la naturaleza de Dios, cuando dice "no queréis venir a mí para tener vida"? Escuche lo que dijo de sí mismo en el mismo discurso: "Viene la hora en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan vivirán" (Jn 5,25). Él viene en el nombre del Padre. Es decir, él mismo no es el Padre, pero es de la misma naturaleza divina que el Padre; porque como Hijo y Dios es natural que él venga en el nombre del Padre. Luego, otro que viene en el mismo nombre recibirán; pero él es uno de quien los hombres esperarán gloria, y a quien le darán gloria a cambio, aunque fingirá haber venido en el nombre del Padre. Con esto, sin duda, se significa el Anticristo, glorificándose en su falso uso del nombre del Padre. A él glorificarán, y serán glorificados por él; pero no buscarán la gloria de Aquel que es el único Dios.

XXIII

Los herejes no tienen el amor de Dios en ellos. Pero no porque rechazaron a aquel que venía en nombre del Padre, sino que aceptaron a otro, que vino en el mismo nombre, y recibieron gloria unos de otros, pero descuidaron la gloria de Aquel que es el único Dios verdadero. ¿Es posible pensar que él se separa de la gloria del único Dios, cuando da como razón por la que no buscan la gloria del único Dios, que reciben al Anticristo, y a él mismo no lo quieren recibir? Rechazarlo es descuidar la gloria del único Dios; ¿no es, entonces, su gloria la gloria del único Dios, si recibirlo firmemente era buscar la gloria del único Dios? Este mismo discurso es nuestro testigo: porque al principio leemos: Para que todos honren al Hijo, así como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió. Son sólo las cosas de la misma naturaleza las que son iguales en honor; la igualdad de honor denota que no hay separación entre los honrados. Pero con la revelación del nacimiento se combina la exigencia de igualdad de honor. Puesto que el Hijo ha de ser honrado como el Padre, y puesto que no buscan el honor de Aquel que es el único Dios, no está excluido del honor del único Dios, porque su honor es uno y el mismo que el de Dios: así como quien no honra al Hijo, no honra también al Padre, así también quien no busca el honor del único Dios, no busca también el honor de Cristo. Por consiguiente, el honor de Cristo es inseparable del honor de Dios. Cuando le dieron la noticia de la enfermedad de Lázaro, las siguientes palabras ilustran la completa identificación del Padre y el Hijo en el honor: "Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo del hombre sea glorificado por medio de él". Lázaro muere para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de él. ¿Hay alguna duda de que la gloria del Hijo de Dios es la gloria de Dios, cuando la muerte de Lázaro, que es gloriosa para Dios, glorifica al Hijo de Dios? Así, Cristo es declarado uno en naturaleza con Dios Padre por medio de su nacimiento, ya que la enfermedad de Lázaro es "para la gloria de Dios", y al mismo tiempo no se viola el misterio de la fe, porque "el Hijo de Dios debe ser glorificado" por medio de Lázaro. El Hijo de Dios debe ser considerado como Dios, pero no por ello menos debe ser confesado también como Hijo de Dios: porque al glorificar a Dios por medio de Lázaro, el Hijo de Dios es glorificado.

K
La gloria de Cristo, insuficiente para la fe

XXIV

Al confesar nuestro Señor un solo Dios, y parecer no querer destruir la creencia en un solo Dios, él mismo se coloca en la unidad de la naturaleza del Padre. Así, cuando el escriba le preguntó cuál es el mandamiento principal de la ley, respondió: "Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. Este es el primer mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos". Ellos piensan que él se separa de la naturaleza y culto del único Dios cuando pronuncia el mandamiento principal ("escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor"), y ni siquiera se hace objeto de adoración en el segundo mandamiento, ya que la ley nos ordena amar a nuestro prójimo, como nos ordena creer en un solo Dios. Tampoco debemos pasar por alto la respuesta del escriba: "Con razón has dicho que Dios es uno, y no hay otro fuera de él. Y que amarlo con todo el corazón, con todas las fuerzas y con toda el alma, y amar al prójimo como a uno mismo, es mayor que todos los holocaustos y sacrificios" (Mc 12,52). La respuesta del Escriba parece estar de acuerdo con las palabras del Señor, porque él también proclama el amor más íntimo y profundo de un solo Dios, y profesa el amor al prójimo tan real como el amor a uno mismo, y coloca el amor de Dios y el amor al prójimo por encima de todos los holocaustos y sacrificios. Pero veamos lo que sigue.

XXV

Viendo Jesús que el escriba había respondido con discreción, le dijo: "No estás lejos del reino de Dios". ¿Qué significa una alabanza tan moderada? Creer en un solo Dios, y amarlo con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu corazón, y amar a tu prójimo como a ti mismo. Si ésta es la fe que hace al hombre perfecto para el reino de Dios, ¿por qué el escriba no está ya dentro, en lugar de no estar lejos del reino de los cielos? En otro tono concede el reino de los cielos a quienes visten al desnudo, dan de comer al hambriento, dan de beber al sediento y visitan al enfermo y al preso ("venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo"; Mt 25,34), o recompensa a los pobres de espíritu ("bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos"). Su ganancia es perfecta, su posesión completa, su herencia del reino preparado para ellos está asegurada. No obstante, la confesión de este joven ¿era inferior a la de ellos? Su ideal del deber eleva el amor al prójimo al nivel del amor a sí mismo; ¿qué más quería alcanzar para alcanzar la perfección de la buena conducta? Ser caritativo de vez en cuando y dispuesto a ayudar no es amor perfecto; pero el amor perfecto ha cumplido todo el deber de la caridad, cuando uno no deja ninguna deuda sin pagar al prójimo, sino que le da tanto como se da a sí mismo. Pero el escriba se vio privado de la perfección, porque no conocía el misterio que se había cumplido. Recibió, ciertamente, la alabanza del Señor por su profesión de fe, escuchó la respuesta de que no estaba lejos del reino, pero no fue puesto en posesión real de la bienaventurada esperanza. Su conducta, aunque ignorante, fue favorable; puso el amor de Dios por encima de todas las cosas, y la caridad hacia el prójimo al nivel del amor a sí mismo. Y cuando puso el amor de Dios aún por encima de la caridad hacia el prójimo, rompió la ley de los holocaustos y los sacrificios; y esto no estaba lejos del misterio del Evangelio.

XXVI

Podemos entender también, por las palabras del mismo Señor, por qué dijo "no estás lejos del reino de los cielos", en lugar de "estarás en el reino de los cielos". Lo hizo por esto mismo: "Y nadie más se atrevió a hacerle ninguna pregunta más". En otra ocasión, Jesús dijo, mientras enseñaba en el templo: "¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es el Hijo de David? David mismo dice en el Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra (Sal 110,1). Luego si David mismo lo llama su Señor, ¿de dónde es su Hijo" (Mc 12,34-37). El escriba no está lejos del reino de Dios cuando confiesa un solo Dios, y que éste debe ser amado sobre todas las cosas. Pero su propia exposición de la ley le reprocha que se le haya escapado el misterio de la ley, que no conozca a Cristo, el Señor, el Hijo de Dios, que por la naturaleza de su nacimiento está incluido en la confesión del único Dios. La confesión de un solo Dios según la ley parecía no dejar lugar para el Hijo de Dios en el misterio del único Señor; por eso pregunta al escriba cómo puede llamar a Cristo hijo de David, cuando David lo llama su Señor, ya que es contrario al orden de la naturaleza que el hijo de tan gran patriarca sea también su Señor. Le pediría al escriba, que lo considera solo en relación con su carne y su nacimiento de María, la hija de David, que recuerde que, con respecto a su Espíritu, él es el Señor de David más bien que su hijo. Que las palabras "el Señor nuestro Dios es el único Señor" no separen a Cristo del misterio del único Señor, puesto que tan gran patriarca y profeta lo llama su Señor, como el Hijo engendrado del Señor antes del lucero de la mañana. No pasa por alto la ley, ni olvida que no hay otro que pueda ser confesado Señor, sino que, sin violar la fe de la ley, enseña que él es Señor, en cuanto que tuvo su ser por el misterio de un nacimiento natural de la sustancia del Dios incorpóreo. Él es uno, nacido de uno, y la naturaleza del único Señor lo ha hecho por naturaleza Señor.

XXVII

¿Qué lugar queda ya a la duda? El mismo Señor, al proclamar que el mandamiento principal de la ley es confesar y amar al único Señor, se muestra Señor no con palabras suyas, sino con el testimonio del profeta, pero siempre significando que es Señor, porque es el Hijo de Dios. En virtud de su nacimiento, permanece en el misterio del único Dios, porque el nacimiento, al transmitir con él la naturaleza de Dios, no es el surgimiento de otro Dios con una naturaleza diferente; y, como la generación es real, ni el Padre se degrada de ser Señor, ni el Hijo nace menos que Señor. El Padre conserva su autoridad, el Hijo obtiene su naturaleza. Dios Padre es un solo Señor, pero el Unigénito Señor no está separado del Uno, ya que deriva su naturaleza de Señor del único Señor. Así, por la ley, Cristo enseña que hay un solo Señor; por el testimonio de los profetas, se muestra también Señor.

L
El conocimiento de Cristo, necesario para la fe

XXVIII

¡Que la fe del evangelio aproveche siempre de este modo las temerarias contiendas de los impíos para defenderse con las armas de su ataque, y venciendo con las armas preparadas para su destrucción, para demostrar que las palabras del único Espíritu son la doctrina de la única fe! Porque Cristo no es otro que el que se predica (es decir, el Dios verdadero), y el que mora en la gloria del único Dios verdadero. Así como se proclama Señor fuera de la ley, incluso cuando parece negarlo, así en los evangelios se demuestra que es el verdadero Dios, incluso cuando parece confesar lo contrario. Para escapar del reconocimiento de que él es el verdadero Dios, los herejes alegan que él dijo: "Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tú enviado Jesucristo" (Jn 17,3). Cuando dice "tú, el único Dios verdadero", algunos piensan que se excluye a sí mismo de la realidad de Dios, por la restricción de la soledad. En efecto, el único Dios verdadero no puede ser entendido sino como un Dios solitario. Es cierto que la fe apostólica no nos permite creer en dos dioses verdaderos, pues nada que sea extraño a la naturaleza del único Dios puede equipararse a la verdad de esa naturaleza; y hay más de un Dios en la realidad del único Dios, si existe fuera de la naturaleza del único Dios verdadero un Dios verdadero de otra especie, que no posea por virtud de su nacimiento la misma naturaleza que él.

XXIX

Con estas mismas palabras se proclama claramente Cristo Dios verdadero, en la naturaleza del único Dios verdadero. Para entender esto, procedamos de las afirmaciones que hizo anteriormente, aunque la conexión no se interrumpe hasta estas palabras. Entonces podemos establecer la fe paso a paso, y dejar que la confianza de nuestra libertad descanse finalmente en la cumbre de nuestro argumento, la verdadera divinidad de Cristo. Primero viene el misterio de sus palabras, tales como: "El que me ha visto a mí ha visto al Padre", y: "¿No me creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?", y: "Las palabras que yo os digo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él mismo hace las obras", y: "Creed que yo estoy en el Padre y el Padre en mí, y si no, creed por las obras" (Jn 14,9-11). Al final de este discurso, repleto de profundos misterios, sigue la respuesta de los discípulos: Ahora sabemos que sabes todas las cosas, y no tienes necesidad de que nadie te pregunte; en esto creemos que has salido de Dios. Percibieron en él la naturaleza de Dios por los poderes divinos que ejercía; porque saber todas las cosas y leer los pensamientos del corazón pertenece al Hijo, no al mero mensajero de Dios. Confesaron, pues, que había venido de Dios, porque el poder de la naturaleza divina estaba en él.

XXX

El Señor alabó la inteligencia del escriba, y le respondió que no había sido enviado de Dios, sino que había salido de él, dando a entender con las palabras "salido de" el gran hecho de su nacimiento del Dios incorpóreo. Ya había anunciado el nacimiento con las mismas palabras, cuando dijo: "Me amáis y creéis que salí del Padre y del Padre vine a este mundo". Había venido del Padre a este mundo porque había salido de Dios. Para mostrar que significaba su nacimiento con la salida, añadió que había venido del Padre; y como había salido de Dios, porque había venido del Padre, esa salida, seguida, como es, por la confesión del nombre del Padre, es simple y únicamente el nacimiento. A los apóstoles, pues, que comprendían este misterio de su salida, les continúa diciendo: "¿Ahora creéis? Pues bien, viene la hora en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo; pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo". Quiere mostrar que la salida no es una separación de Dios Padre, sino un nacimiento, que por su nacimiento continúa en él la naturaleza de Dios Padre; y por eso añade que no está solo, sino que el Padre está con él. Es decir, en poder y en unidad de naturaleza, porque el Padre moraba en él, hablaba en sus palabras y obraba en sus obras. Por último, para mostrar la razón de todo este discurso, añade: "Estas cosas os he dicho para que en mí tengáis paz. En este mundo tendréis tribulaciones; pero confiad, porque yo he vencido al mundo" (Jn 16,33). Estas cosas les dijo para que en él permanezcan en paz, no despedazados por la pasión de las disensiones sobre debates acerca de la fe. Él fue dejado solo, pero no estaba solo, porque había salido de Dios, y todavía permanecía en él el Dios de quien había salido. Por eso les ordenó, cuando estaban atribulados en el mundo, que esperaran sus promesas, porque puesto que había salido de Dios, y Dios todavía estaba en él, había vencido al mundo.

XXXI

Para expresar con palabras todo el misterio, Cristo levantó los ojos al cielo y dijo: "Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti, como le diste poder sobre toda carne, para que les dé vida eterna a todos cuantos le diste". ¿Lo llamas débil porque pide ser glorificado? Así sea, si no pide ser glorificado para glorificar él mismo a aquel por quien es glorificado. De la recepción y la concesión de la gloria hemos hablado en otro libro, y sería superfluo volver a tratar el tema. Pero al menos de esto estamos seguros: que pide la gloria para que el Padre sea glorificado concediéndola. Pero quizás es débil porque recibe poder sobre toda carne. Y en verdad, recibir poder podría ser un signo de debilidad si no fuera capaz de dar a quienes recibe la vida eterna. Sin embargo, el mismo hecho de recibirlo se usa para demostrar la inferioridad de naturaleza. Podría serlo, si Cristo no fuera Dios verdadero por nacimiento, tan verdaderamente como lo es el Ingénito. Pero si la recepción del poder no significa ni más ni menos que el nacimiento, por el cual recibió todo lo que tiene, ese don no degrada al engendrado, porque lo hace perfecta y enteramente lo que Dios es. Dios ingénito trajo a Dios unigénito a un nacimiento perfecto de divina bienaventuranza. Éste es, entonces, el misterio, el del Padre como autor del nacimiento (pero no es degradación) para el Hijo, el cual quedó hecho imagen perfecta de su autor, por su nacimiento real. La concesión del poder sobre toda carne, y esto, para que a toda carne se le pudiera dar vida eterna, postula la paternidad del dador y la divinidad del receptor: pues al dar se significa que el uno es Dios Padre, y al recibir el poder de dar vida eterna, el otro sigue siendo Dios Hijo. Todo poder es, por tanto, natural y congénito al Hijo de Dios; y aunque es dado, eso no lo separa de su autor, porque lo que es dado es propiedad de su autor, poder para otorgar vida eterna, para cambiar lo corruptible en incorruptible. El Padre lo dio todo, el Hijo lo recibió todo; como es claro en sus palabras "todo lo que el Padre tiene es mío" (Jn 16,15). Él no está hablando aquí de especies de cosas creadas y procesos de cambio material, sino que nos revela la gloria de Dios, de la bienaventurada y perfecta divinidad, y nos enseña que Dios se manifiesta aquí como la suma de sus atributos, su poder, su eternidad, su providencia, su autoridad; no para que pensemos que él posee estos como algo extraño a sí mismo, sino que por estas cualidades suyas él mismo ha sido expresado en términos parcialmente comprensibles por nuestro sentido. El Unigénito, por tanto, enseñó que él tenía todo lo que el Padre tiene, y que el Espíritu Santo debía recibir de él. De hecho, como él dice, "todo lo que el Padre tiene, es mío. Por eso dije que tomará de lo mío". Todo lo que el Padre tiene es suyo, entregado y recibido. Pero estos dones no degradan su divinidad, ya que le dan los mismos atributos que el Padre.

XXXII

Éstos son los pasos por los que avanza en el conocimiento de sí mismo. Enseña que ha salido del Padre, proclama que el Padre está con él, y da testimonio de que ha vencido al mundo. Él ha de ser glorificado por el Padre, y el Padre lo glorificará, y él utilizará el poder que ha recibido para dar a toda carne la vida eterna. Tras esto, escucha el punto culminante, que concluye toda la serie: "Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a aquel a quien tú enviaste, Jesucristo". Aprende, hereje, a confesar, si no puedes creer, la fe que da la vida eterna. Separa, si puedes, a Cristo de Dios, al Hijo del Padre, a Dios sobre todo del Dios verdadero, al uno del único. Si, como dices, la vida eterna es creer en un solo Dios verdadero sin Jesucristo, y si no hay vida eterna en una confesión del único Dios verdadero, que separa a Cristo de él, ¿cómo, pues, puede Cristo estar separado del Dios verdadero por nuestra fe, cuando él no es separable para nuestra salvación?

XXXIII

Sé que las soluciones elaboradas de las cuestiones difíciles no agradan al lector, pero quizá sea ventajoso para la fe si me permito posponer por un tiempo la exposición de la verdad completa y luchar contra los herejes con estas palabras del evangelio. Escuchas la declaración del Señor: "Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a aquel a quien enviaste, Jesucristo". ¿Qué es, dime, lo que te sugiere que Cristo no es el verdadero Dios? No se da ninguna otra indicación para mostrarte lo que debes pensar de Cristo. No hay nada más que Jesucristo, el Hijo del hombre (como generalmente se llamó a sí mismo), Hijo de Dios (como a menudo se declaró a sí mismo) y "pan vivo que baja del cielo" (como repitió para escándalo de muchos). Tú dices "tú, el único Dios verdadero, y aquel a quien enviaste, Jesucristo", omitiendo todos sus nombres y títulos habituales, naturales y supuestos. Por tanto, si la confesión del único Dios verdadero, y de Jesucristo, nos da la vida eterna, sin duda el nombre de Jesucristo tiene aquí el pleno sentido del de Dios.

XXXIV

Quizás, al decir "tú, el único", Cristo se separa de la comunión y unidad con Dios. Sí, pero después de las palabras "tú, el único Dios verdadero", ¿no continúa inmediatamente diciendo "y aquel a quien tú enviaste, Jesucristo"? Apelo al sentido del lector. ¿Qué debemos creer que es Cristo, cuando se nos manda creer también en él, así como en el Padre, el único Dios verdadero? O quizás, si el Padre es el único Dios verdadero, no hay lugar para que Cristo sea Dios. Podría ser así, si, porque hay un solo Dios Padre, Cristo no fuera el único Señor. El hecho de que Dios Padre sea uno, deja a Cristo no menos como el único Señor; y de manera similar, la única y verdadera divinidad del Padre hace a Cristo no menos verdadero Dios. En efecto, sólo podemos obtener la vida eterna si creemos en Cristo, así como en el único Dios verdadero.

XXXV

Oh hereje, ¿qué nos enseñarás a creer de Cristo? ¿Tu fatua doctrina? Pues bien, que sepas que Cristo dispensa la vida eterna, y es glorificado y glorifica al Padre, y ha vencido al mundo, y no está solo sino que tiene al Padre con él, y salió de Dios y vino del Padre. Él nació con tales poderes divinos, así que ¿por qué no le concedes la naturaleza y realidad de Dios? Es en vano que creamos en el único y verdadero Dios Padre, si no creemos también en "aquel a quien él envió, Jesucristo". ¿Por qué vacilas? Dinos, ¿qué es Cristo? ¿Que hay que confesar? Tú niegas lo que está escrito, mas ¿qué queda, sino creer lo que no está escrito? ¡Oh infeliz obstinación! ¡Oh falsedad que lucha contra la verdad! Cristo está unido en la fe y en la confesión con el único Dios verdadero, el Padre: ¿qué fe es, por favor, negarle como verdadero Dios y llamarle criatura, cuando no es fe creer en el único Dios verdadero sin Cristo? Vosotros sois herejes, estrechos e incapaces de recibir el Espíritu Santo. El sentido de las palabras celestiales se os escapa, y estáis picados por el veneno del error del áspid, y olvidáis que Cristo debe ser confesado como verdadero Dios en la fe del único Dios verdadero, si queremos obtener la vida eterna.

M
El Padre, único Dios verdadero. El Hijo, único Dios verdadero

XXXVI

La fe de la Iglesia, al confesar al único Dios verdadero, el Padre, confiesa también a Cristo. No confiesa a Cristo, Dios verdadero, sin el Padre, único Dios verdadero, ni al Padre, único Dios verdadero, sin Cristo. Confiesa a Cristo, Dios verdadero, porque confiesa al Padre, único Dios verdadero. Así, pues, el hecho de que Dios Padre sea el único Dios verdadero, hace que Cristo sea también Dios verdadero. El Dios unigénito no sufrió ningún cambio de naturaleza por su nacimiento natural. Y aquel que, según la naturaleza de su origen divino, nació Dios del Dios vivo, es, por la verdad de esa naturaleza, inalienable del único Dios verdadero. Por lo tanto, de la verdadera naturaleza divina se sigue su consecuencia necesaria: que el resultado de la verdadera divinidad debe ser un verdadero nacimiento, y que el Dios único no podría producir de sí mismo un Dios de una segunda especie. El misterio de Dios no consiste en la simplicidad ni en la multiplicidad, pues ni hay otro Dios que provenga de Dios con cualidades de su propia naturaleza, ni Dios permanece como una sola Persona, pues el verdadero nacimiento del Hijo nos enseña a confesarle como Padre. El Dios engendrado, por tanto, no perdió las cualidades de su naturaleza, sino que posee el poder natural de aquel cuya naturaleza retiene en sí mismo por un nacimiento natural. La divinidad en él no se cambia ni degenera, pues si su nacimiento hubiera traído consigo algún defecto, arrojaría con más justicia sobre la naturaleza, por la que vino al ser, el reflejo de no haber implantado en su descendencia las propiedades que le son propias. El cambio no degradaría al Hijo, que había pasado a una nueva sustancia por el nacimiento, sino al Padre, que no había podido mantener la constancia de su naturaleza en el nacimiento del Hijo, y había producido algo externo y extraño a sí mismo.

N
La generación del Hijo, totalmente al margen de lo humano

XXXVII

Como he dicho muchas veces, la insuficiencia de las ideas humanas no tiene correspondencia con la insuficiencia de la unidad de Dios Padre y Dios Hijo, como si hubiera extensión, o serie, o flujo, como un manantial que vierte su corriente desde la fuente, o un árbol que sostiene su rama sobre el tronco, o el fuego que emite su calor al espacio. En estos casos tenemos expansión sin separación alguna: las partes están unidas entre sí y no existen por sí mismas, pero el calor está en el fuego, la rama en el árbol, el arroyo en el manantial. Así pues, la cosa misma tiene una existencia independiente; lo uno no pasa a lo otro, porque el árbol y la rama son uno y lo mismo, como también el fuego y el calor, la fuente y el arroyo. Pero el Dios unigénito es Dios, subsistente en virtud de un nacimiento perfecto e inefable, verdadero vástago del Dios ingénito, prole incorpórea de naturaleza incorpórea, Dios vivo y verdadero de Dios vivo y verdadero, Dios de una naturaleza inseparable de Dios. El hecho del nacimiento no lo convierte en Dios con una naturaleza diferente, ni la generación, que produjo su sustancia, cambió su naturaleza en especie.

O
La humanidad del Hijo, en parte al margen del Padre

XXXVIII

En la dispensación de la carne que asumió, y por la obediencia con la que se despojó de la forma de Dios, Cristo, nacido hombre, tomó para sí una nueva naturaleza, no por pérdida de la virtud o naturaleza, sino por cambio de forma. Se despojó de la forma de Dios y tomó la forma de un siervo, cuando nació. Pero la naturaleza del Padre, con la que estaba en unidad natural, no fue afectada por esta asunción de la carne; mientras que Cristo, aunque permaneció en la virtud de su naturaleza, sin embargo, con respecto a la humanidad asumida en este cambio temporal, perdió junto con la forma de Dios la unidad también con la naturaleza divina. Pero la encarnación se resume en esto: que todo el Hijo, es decir, su humanidad así como su divinidad, fue permitido por la gracia del Padre continuar en la unidad de la naturaleza del Padre, y retuvo no sólo los poderes de la naturaleza divina, sino también esa naturaleza misma. Porque el objetivo era que el hombre pudiera llegar a ser Dios. Pero la humanidad asumida no podía permanecer en la unidad de Dios, a menos que, por la unidad con Dios, alcanzara la unidad con la naturaleza de Dios. Entonces, puesto que Dios el Verbo estaba en la naturaleza de Dios, el Verbo hecho carne estaría a su vez también en la naturaleza de Dios. Así, si la carne se unía a la gloria del Verbo, el hombre Jesucristo podía permanecer en la gloria de Dios Padre, y el Verbo hecho carne podía ser restaurado a la unidad de la naturaleza del Padre, incluso en lo que respecta a su humanidad, ya que la carne asumida había obtenido la gloria del Verbo. Por lo tanto, el Padre debía restablecer al Verbo en su unidad, para que la descendencia de su naturaleza pudiera volver a ser glorificada en él. ¿Por qué? Porque la unidad había sido violada por la nueva dispensación, y sólo podría ser restaurada perfecta como antes si el Padre glorificaba consigo mismo la carne asumida por el Hijo.

P
La humanidad el Hijo, en busca del hombre perdido

XXXIX

Habiendo ya preparado las mentes para la comprensión de esta creencia, el Señor continúa las palabras "ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a aquel a quien enviaste, Jesucristo", con una referencia a la obediencia mostrada en su encarnación: "Yo te he glorificado en la tierra, he llevado a cabo la obra que me diste para hacer" (Jn 17,3-4). Y luego, para que pudiéramos conocer la recompensa de su obediencia, y el propósito secreto de todo el plan divino, continuó: "Y ahora, oh Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo existiese". ¿Niega alguien que Cristo permaneció en la naturaleza de Dios o lo cree separable y distinto del único Dios verdadero? Que nos digan cuál es el significado de esta oración: "Oh Padre, glorifícame tú al lado tuyo". ¿Con qué propósito debería el Padre glorificarlo al lado suyo? ¿Cuál es el significado de estas palabras? ¿Qué se sigue de su significado? El Padre no tenía necesidad de gloria, ni se había despojado de la forma de su gloria. ¿Cómo iba a glorificar al Hijo con su propio ser, y con aquella gloria que tenía con él antes de que el mundo fuese hecho? ¿Y qué sentido tiene lo que tenía con él? Cristo no dice "la gloria que tenía antes de que el mundo fuese hecho, cuando estaba contigo", sino "la gloria que tenía contigo". "Cuando estaba contigo" significaría cuando moraba a tu lado, mas "lo que tenía contigo" enseña el misterio de su naturaleza. Además, "glorifícame contigo" no es lo mismo que "glorifícame". Él no pide simplemente ser glorificado, ni que pueda tener alguna gloria especial propia, sino que ruega que sea glorificado por el Padre con él mismo. El Padre debía glorificarlo consigo mismo, para que pudiera permanecer en unidad con él como antes, ya que la unidad con la gloria del Padre lo había abandonado a través de la obediencia de la encarnación. Y esto significa que el glorificador debía reinstalarlo en esa naturaleza, con la que estaba unido por el misterio de su nacimiento divino. ¿Para qué? Para que pudiera ser glorificado por el Padre consigo mismo; para que pudiera recuperar todo lo que había tenido con el Padre anteriormente; para que la asunción de la forma de siervo no le alejara de la naturaleza de la forma de Dios, sino que Dios glorificara en sí mismo la forma de siervo (para que pudiera convertirse para siempre en la forma de Dios, ya que él, que antes había habitado en la forma de Dios, ahora estaba en la forma de un siervo). Y ya que la forma de un siervo debía ser glorificada en la forma de Dios, debía ser glorificada en aquel en cuya forma debía honrarse la forma de la forma de siervo.

XL

Estas palabras del Señor no son nuevas, ni están atestiguadas ahora por primera vez en la enseñanza de los evangelios, pues él testificó de este mismo misterio de Dios Padre glorificando al Hijo consigo mismo por el noble gozo en el cumplimiento de su esperanza, con el que se regocijó en el mismo momento en que Judas salió a entregarlo. Lleno de alegría porque su propósito ahora se cumpliría plenamente, dijo: "Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, lo ha glorificado en sí mismo, y enseguida lo ha glorificado" (Jn 13,31-32). ¿Cómo podemos nosotros, cuyas almas están cargadas con cuerpos de barro, cuyas mentes están contaminadas y manchadas con la sucia conciencia del pecado, estar tan hinchados como para juzgar su pretensión divina? ¿Cómo podemos ponernos a criticar su naturaleza celestial, rebelándonos contra Dios con nuestras disputas impías y blasfemas? El Señor enunció la fe del evangelio con las palabras más sencillas que se pueden encontrar, y adaptó sus discursos a nuestro entendimiento, en la medida en que la debilidad de nuestra naturaleza se lo permitía, sin decir nada indigno de la majestad de su propia naturaleza. Creo que no se puede dudar del significado de sus palabras iniciales ("ahora es glorificado el Hijo del hombre"). Es decir, toda la gloria que él obtiene no es por la palabra sino por su carne; y no por el nacimiento de su divinidad, sino por la dispensación de su humanidad nacida en el mundo. ¿Cuál es entonces, puedo preguntar, el significado de "Dios es glorificado en él"? Esto mismo: que Dios es glorificado en el Hijo del hombre. Dime, pues, oh hereje, ¿es el Hijo del hombre lo mismo que el Hijo de Dios? Y puesto que el Hijo del hombre no es uno y el Hijo de Dios otro, sino que el que es Hijo de Dios es también Hijo del hombre, ¿quién, por favor, es el Dios que es glorificado en este Hijo del hombre, que es también Hijo de Dios?

Q
La humanidad del Hijo, en busca de la gloria del Padre

XLI

Así pues, Dios es glorificado en el Hijo del hombre, que es también Hijo de Dios. Veamos, pues, qué significa esta tercera frase que se añade: "Si Dios es glorificado en él, Dios también lo ha glorificado en sí mismo". ¿Qué es, pues, este misterio secreto: que Dios, en el Hijo del hombre glorificado, glorifica a un Dios glorificado en sí mismo? Esto mismo: que la gloria de Dios está en el Hijo del hombre, y la gloria de Dios está en la gloria del Hijo del hombre. Dios se glorifica en sí mismo, pero el hombre no es glorificado por sí mismo. Además, el Dios que es glorificado en el hombre, aunque recibe la gloria, no es en sí mismo otro que Dios. No obstante, como en la glorificación del Hijo del hombre, el Dios que glorifica, glorifica a Dios en sí mismo, reconozco que la gloria de la naturaleza de Cristo es tomada en la gloria de esa naturaleza que glorifica su naturaleza. Dios no se glorifica a sí mismo, sino que glorifica en sí mismo a Dios glorificado en el hombre. Y esto se glorifica en sí mismo, aunque no es una glorificación de sí mismo, sin embargo significa que él tomó la naturaleza, que él glorificó, en la gloria de su propia naturaleza, ya que el Dios, que glorifica al Dios glorificado en el hombre, lo glorifica en sí mismo, él prueba que el Dios a quien glorifica está en sí mismo, porque él lo glorifica en sí mismo. Vamos, hereje, quien quiera que seas, presenta las objeciones inextricables de tu tortuosa doctrina, pues aunque se enreden en tus propios enredos, nosotros no correremos el peligro de quedar atrapados en sus trampas. El Hijo del hombre es glorificado, Dios es glorificado en él, Dios glorifica en sí mismo a aquel que es glorificado en el hombre. No es lo mismo que el Hijo del hombre sea glorificado, que Dios sea glorificado en el Hijo del hombre, o que Dios glorifique en sí mismo a aquel que es glorificado en el hombre. Expresa en los términos de tu creencia impía lo que quieres decir con que Dios es glorificado en el Hijo del hombre. Sin duda debe ser Cristo, quien es manifiestamente Dios, glorificado en la carne. Si es el Padre, nos encontramos ante el misterio de la unidad, puesto que el Padre es glorificado en el Hijo. Si admitís que es Cristo, no podéis negar la naturaleza de Dios Padre en Cristo. Que baste con esto acerca del Hijo del hombre glorificado y de Dios glorificado en él. Pero cuando consideramos que Dios glorifica en Sí a Dios, que es glorificado en el Hijo del hombre, ¿por qué escapatoria, os ruego, puede vuestra doctrina profana escapar de la confesión de que Cristo es Dios mismo según la verdad de su naturaleza? Dios glorifica en sí a Cristo, que nació hombre; ¿está, pues, Cristo fuera de él, cuando lo glorifica en sí mismo? El Señor le devuelve a Cristo en sí mismo la gloria que tenía consigo mismo, y ahora que la forma de siervo que asumió es a su vez asumida en la forma de Dios, Dios, que es glorificado en el hombre, es glorificado en sí mismo. Él estaba en sí mismo antes de la dispensación, por la cual se despojó de sí mismo, y ahora está unido a sí mismo, tanto en la forma de siervo como en la naturaleza perteneciente a su nacimiento. Porque su nacimiento no lo hizo Dios de una naturaleza nueva y extraña, sino que por generación fue hecho Hijo natural de un Padre natural. Después de su nacimiento humano, cuando es glorificado en su humanidad, resplandece de nuevo con la gloria de su propia naturaleza; el Padre lo glorifica en sí mismo, cuando es asumido en la gloria de la naturaleza de su Padre, de la que se había despojado en la dispensación.

XLII

Las palabras de la fe del apóstol son una barrera contra vuestra profanidad temeraria y frenética, que os prohíbe convertir la libertad de la especulación en licencia y vagar por el error. Toda lengua, dice Pablo, confesará que "Jesús es el Señor en la gloria de Dios Padre". El Padre lo ha glorificado en sí mismo, por lo tanto debe ser confesado en la gloria del Padre. Y si él "ha de ser confesado en la gloria del Padre", y "el Padre lo ha glorificado en sí mismo", ¿no es él claramente todo lo que su Padre es, ya que "el Padre lo ha glorificado en sí mismo" y "debe ser confesado en la gloria del Padre"? Ahora no está simplemente en la gloria de Dios, sino en la gloria de Dios Padre. El Padre lo glorifica, mas no con una gloria desde fuera, sino en sí mismo. Al llevarlo de nuevo a esa gloria, que le pertenece a él, y que él tenía con él antes, el Padre lo glorifica consigo mismo y en sí mismo. Por eso esta confesión es inseparable de Cristo, incluso en la humillación de su humanidad, como dice: "Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3). En primer lugar, no hay vida eterna en la confesión de Dios Padre sin Jesucristo. Y en segundo lugar, Cristo es glorificado en el Padre. La vida eterna es precisamente esto: conocer al único Dios verdadero y a aquel a quien él envió, Jesucristo. Niega pues, hereje, que Cristo sea Dios verdadero, y a ver si puedes tener vida creyendo en Dios sin él. En cuanto a la verdad de que Dios Padre es el único Dios verdadero, que esto sea falso en cuanto a Dios Cristo, a menos que la gloria de Cristo esté completamente en el único Dios verdadero Padre. Porque si "el Padre lo glorifica en sí mismo", y el Padre es el único Dios verdadero, Cristo no está fuera del único Dios verdadero, ya que el Padre (que es el único Dios verdadero, y no está fuera del único Dios verdadero) glorifica en sí mismo a Cristo, quien fue elevado a la gloria de Dios. Y en cuanto que es glorificado por el único Dios verdadero en sí mismo, no se aleja del único Dios verdadero, pues es glorificado por el Dios verdadero en sí mismo, el único Dios.

R
Sobre que "el Hijo no puede hacer nada por sí mismo"

XLIII

Tal vez el incrédulo impío se enfrente al creyente piadoso con la afirmación de que no podemos entender del verdadero Dios una confesión de impotencia, como: "El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ha visto hacer al Padre" (Jn 5,19). Si la doble ira de los judíos no hubiera exigido una doble respuesta, habría sido en verdad una confesión de debilidad, que el Hijo no podía hacer nada por sí mismo, sino lo que había visto hacer al Padre. Pero Cristo estaba respondiendo en la misma frase a la doble acusación de los judíos, que lo acusaban de violar el sábado y de hacerse igual a Dios al llamar a Dios "mi Padre". ¿Crees, entonces, oh hereje, que fijando la atención en la forma de su respuesta puedes retirarla por la sustancia? Ya he tratado de este pasaje en otro libro. Sin embargo, como la exposición de la fe gana más que pierde con la repetición, reflexionemos una vez más sobre las palabras, ya que la ocasión nos lo exige.

XLIV

Escucha ahora, oh hereje, cómo surgió la necesidad de la respuesta: "Por esta causa, los judíos persiguieron a Jesús, y procuraron matarlo, porque hacía estas cosas en sábado" (Jn 5,16). Su ira se encendió tanto contra él que deseaban matarlo, porque hacía sus obras en sábado. Pero veamos también lo que respondió el Señor: "Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo". Dinos, hereje, ¿cuál es esa obra del Padre, ya que por medio del Hijo y en el Hijo, son todas las cosas, visibles e invisibles? Tú, que eres sabio más allá de los evangelios, sin duda has obtenido de alguna otra fuente secreta de conocimiento el conocimiento de la obra del Padre, para revelárnoslo. Pero el Padre trabaja en el Hijo, como el Hijo mismo dice: "Las palabras que yo os digo, no las hablo por mi cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace sus obras". ¿Entiendes el significado de las palabras "mi Padre trabaja hasta ahora"? Habla para que reconozcamos en él el poder de la naturaleza del Padre que emplea la naturaleza, que tiene ese poder, para trabajar en el sábado. El Padre trabaja en él mientras él trabaja; sin duda, entonces, trabaja junto con la obra del Padre, y por eso dice: "Mi Padre trabaja hasta ahora", para que esta obra presente de sus palabras y acciones pueda considerarse como la obra de la naturaleza del Padre en sí mismo. Esta obra hasta ahora identifica el tiempo con el momento de hablar, y por eso debemos considerarlo como refiriéndose a esa misma obra del Padre que estaba haciendo entonces, porque implica la obra del Padre en el mismo momento de sus palabras. Y para que la fe, al estar restringida al conocimiento del Padre solamente, no pierda la esperanza de la vida eterna, añade de inmediato: "Y yo obro". Es decir, lo que el Padre trabaja hasta ahora, también lo hace el Hijo. De esta manera expone toda la fe; porque la obra que es ahora, pertenece al tiempo presente; y si el Padre obra y el Hijo obra, no existe entre ellos unión que los funda en una sola persona. Pero la ira de los presentes se redobla ahora. Oíd lo que sigue: "Por esta causa, pues, los judíos procuraban más matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también le aborrecía, sino porque llamó a Dios su propio Padre, haciéndose igual a Dios" (Jn 5,18). Permítame aquí repetir que, por el juicio del evangelista y por el consentimiento común de la humanidad, el Hijo es igual a la naturaleza del Padre, y esa igualdad no puede existir sino por identidad de naturaleza. Lo engendrado no puede recibir lo que es sino de su fuente y lo engendrado no puede ser extraño a lo que lo engendra, ya que de eso sólo ha llegado a ser lo que es. Veamos, pues, lo que respondió el Señor a este doble arrebato de ira: "No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ha visto hacer al Padre; porque todo lo que él hace, eso también hace el Hijo".

XLV

Si no consideramos estas palabras como parte integrante de su declaración, las violentamos al imponerles una interpretación arbitraria e incrédula. Pero si su respuesta se refiere a los motivos de su ira, nuestra fe expresa correctamente lo que quiso enseñar, y la perversidad de los impíos queda sin apoyo para su engaño profano. Veamos, pues, si esta respuesta es adecuada a una acusación de trabajar en sábado. El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ha visto hacer al Padre. Ha dicho antes "mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo". Si en virtud de la autoridad de la naturaleza del Padre en él, todo lo que él hace, lo hace con el Padre en él, y el Padre trabaja hasta ahora en sábado, entonces el Hijo, que alega la autoridad de la obra del Padre, queda absuelto de culpa. Porque las palabras, no puede hacer nada, se refieren no a la fuerza, sino a la autoridad. Él no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ha visto hacer. Ahora bien, el haber visto no confiere el poder de hacer, y por lo tanto él no es débil, si no puede hacer nada sin haber visto, sino que se muestra que su autoridad depende de ver. Nuevamente, las palabras "a menos que haya visto" significan la conciencia derivada de ver, como cuando él dice a los apóstoles: "Alzad vuestros ojos y mirad los campos, que ya están blancos para la siega" (Jn 4,35). Con la conciencia de que la naturaleza del Padre mora en él y obra en él cuando él obra, para prevenir la idea de que el Señor del sábado ha violado el sábado, él pronuncia que "el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ha visto al Padre hacer". Y así demuestra que cada una de sus acciones brota de su conciencia de la naturaleza obrando dentro de él; cuando él obra en el sábado, el Padre obra incluso hasta ahora en el sábado. En lo que sigue, sin embargo, él se refiere a la segunda causa de su indignación, Porque "todo lo que él hace, el Hijo lo hace de la misma manera". ¿Es falso que todo lo que hace el Padre lo hace también el Hijo? ¿Acaso el Hijo de Dios admite una distinción entre el poder y la acción del Padre y los suyos? ¿Se abstiene de reclamar la igualdad de homenaje que corresponde a un igual en poder y naturaleza? Si lo hace, desdeñad su debilidad y degradadle de la igualdad de naturaleza con el Padre. Pero él mismo dice sólo un poco más adelante: "Para que todos honren al Hijo, así como honran al Padre, pues el que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió". Descubre si puedes, oh hereje, la inferioridad de Cristo, cuando ambos son iguales en honor. Descubre si puedes su debilidad, cuando ambos trabajan con el mismo poder.

XLVI

¿Por qué tergiversas, oh hereje, la ocasión de la respuesta, para restarle valor a su divinidad? A la obra en sábado, responde Cristo que "no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ha visto hacer al Padre". Para demostrar su igualdad, profesa hacer todo lo que el Padre hace. Refuerza si puedes su debilidad con su respuesta acerca del sábado, y si puedes refuta que "todo lo que hace el Padre, lo hace el Hijo de la misma manera". No obstante, si todo incluye todas las cosas sin excepción, ¿en qué es encontrado débil, cuando "no hay nada que el Padre haga que no pueda hacer" él también? ¿Dónde se refuta su pretensión de igualdad por algún episodio de debilidad, cuando se exige un mismo honor para él y para el Padre? Si ambos tienen el mismo poder en la operación, y ambos reclaman la misma reverencia en el culto, no puedo entender qué deshonra de inferioridad puede existir, ya que el Padre y el Hijo poseen el mismo poder de operación e igualdad de honor.

S
La voluntad del Hijo, completamente libre y coherente

XLVII

Aunque hemos tratado este pasaje cómo los hechos mismos lo explican, sin embargo, para probar que las palabras del Señor "el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ha visto hacer al Padre", lejos de apoyar esta degradación impía de su naturaleza, dan testimonio de su posesión consciente de la naturaleza del Padre, por cuya autoridad obró en el día de reposo, mostrémosles que podemos producir otro dicho del Señor, que se relaciona con la pregunta: "Yo no hago nada por mí mismo, sino que hablo estas cosas como el Padre me enseñó. Y el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada" (Jn 8,28-29). ¿Sientes lo que está implícito en las palabras "el Hijo no puede hacer nada, sino lo que ha visto hacer al Padre"? O ¿qué misterio está contenido en el dicho "yo no puedo hacer nada por mí mismo", y "él no me ha dejado solo", y "yo hago siempre lo que le agrada"? El Padre no hace nada por sí mismo, porque el Padre permanece en él. ¿Puedes conciliar con esto el hecho de que el Padre no lo abandone, porque hace lo que le agrada? Tu interpretación, oh hereje, establece una contradicción entre estas dos afirmaciones: que el Padre no hace nada por sí mismo (a menos que se le enseñe que el Padre permanece en él), y que el Padre permanece en él (porque siempre hace lo que le agrada). Además, si el hecho de que el Padre permanezca en él significa que "no hace nada por sí mismo", ¿cómo podría haber merecido que el Padre permaneciera en él, "haciendo siempre lo que le agrada" al Padre? No es mérito no hacer por uno mismo lo que uno hace. Por el contrario, ¿cómo pueden agradar al Padre las obras del Hijo, si el Padre mismo, permaneciendo en el Hijo, es el autor de ellas? Impiedad, estás en un gran aprieto, pues la piedad bien armada de la fe te ha cercado. El Hijo, o es agente o no lo es. Si él no es un agente, ¿cómo puede agradar con sus actos? Si él es un agente, ¿en qué sentido son suyos los actos que no son obra suya? Por una parte, él debe haber hecho las cosas que son agradables. Por otra parte, no es mérito haber hecho, aunque no por uno mismo, lo que uno hace.

XLVIII

Adversario mío, entiende esto: que la unidad de su naturaleza es tal, que la acción múltiple de cada uno implica la acción conjunta de ambos, y su actividad conjunta una actividad múltiple de cada uno. Concibe al Hijo actuando y al Padre actuando por medio de él. Él no actúa por sí mismo, pues tenemos que explicar cómo el Padre permanece en él. Él actúa en su propia persona, pues de acuerdo con su nacimiento como Hijo, hace por sí mismo lo que es agradable. Su actuación no por sí misma lo demostraría débil, si no fuera el caso de que actúa de tal manera que lo que hace es agradable al Padre. Pero no estaría en la unidad de la naturaleza divina, si las acciones que hace, y en las que le agrada, no fueran suyas, y estuviera simplemente impulsado a actuar por el Padre que permanece en él. Entonces, el Padre al permanecer en él, le enseña, y el Hijo al actuar, no actúa por sí mismo. Por otro lado, el Hijo, aunque no actúa por sí mismo, actúa por sí mismo, pues lo que hace es agradable. Así, la unidad de su naturaleza se conserva en su acción, pues el uno (aunque actúa por sí mismo) no actúa por sí mismo, mientras que el otro (que se ha abstenido de actuar) todavía está activo.

XLIX

Vinculad con esto aquella frase, que vosotros tomáis como apoyo a la imputación de debilidad: "Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí, y al que a mí viene, no le echo fuera; porque he descendido del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me envió" (Jn 6,37-38). Pero, quizá digáis, el Hijo no tiene libertad de voluntad: la debilidad de su naturaleza le somete a la necesidad, y se le niega el libre albedrío, y se le somete a la necesidad para que no rechace a los que le son dados y vienen del Padre. Ni tampoco se contentó el Señor con demostrar el misterio de la unidad por su acción al no rechazar a los que le son dados, ni al tratar de hacer su propia voluntad en lugar de la voluntad del que le envió, sino que cuando los judíos, después de la repetición de las palabras "el que me envió", comenzaron a murmurar, él confirma nuestra interpretación diciendo: "Todo aquel que oye al Padre y aprende, viene a mí. No que alguien haya visto al Padre, sino el que viene de Dios. Éste ha visto al Padre. En verdad os digo: el que cree en mí tiene vida eterna". Ahora, decidme primero: ¿Dónde ha sido oído el Padre y dónde ha enseñado a sus oyentes? Nadie ha visto al Padre, sino el que viene de Dios. ¿Ha oído alguien jamás a aquel a quien nadie ha visto jamás? El que ha oído al Padre, llega al Hijo; y el que ha oído la enseñanza del Hijo, ha oído la enseñanza de la naturaleza del Padre, pues sus propiedades se revelan en el Hijo. Por tanto, cuando oímos al Hijo enseñar, debemos entender que estamos oyendo la enseñanza del Padre. "Nadie ha visto al Padre", pero quien viene al Hijo, oye y aprende del Padre que ha de venir. Es manifiesto, por tanto, que el Padre enseña por las palabras del Hijo, y que aunque nadie lo vea, nos habla en la manifestación del Hijo. ¿Por qué? Porque el Hijo, en virtud de su nacimiento perfecto, posee todas las propiedades de la naturaleza de su Padre. El Dios unigénito, queriendo, por tanto, dar testimonio de la autoridad del Padre, pero inculcando su propia unidad con la naturaleza del Padre, no rechaza a los que le son dados por el Padre, ni hace su propia voluntad en lugar de la voluntad de Dios, de aquel que le envió. No es que él no quiera lo que hace, o que no sea escuchado cuando enseña, sino que para revelar a aquel que le envió, y a sí mismo el enviado, bajo el aspecto de una naturaleza indistinguible, muestra que todo lo que quiere, dice y hace es voluntad y obra del Padre.

L

Jesús demuestra abundantemente que su voluntad es libre con estas palabras: "Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere" (Jn 5,21). Cuando se indica la igualdad del Padre y del Hijo en poder y honor, entonces se manifiesta la libertad de la voluntad del Hijo; cuando se demuestra su unidad, se significa su conformidad con la voluntad del Padre, pues lo que el Padre quiere, el Hijo lo hace. Pero hacer es algo más que obedecer a una voluntad. Esto último implicaría una necesidad externa, mientras que hacer la voluntad de otro requiere unidad con él, siendo un acto de volición. Al hacer "la voluntad del Padre", el Hijo enseña que, por la identidad de su naturaleza, su voluntad es la misma en naturaleza que la del Padre, ya que todo lo que hace es la voluntad del Padre. El Hijo claramente quiere todo lo que el Padre quiere, porque las voluntades de la misma naturaleza no pueden disentir entre sí. Es la voluntad del Padre la que se revela en las palabras "ésta es la voluntad de mi Padre: que todo aquel que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y que yo le resucite en el día postrero". Oíd ahora si la voluntad del Hijo es discordante con la del Padre, cuando dice: "Padre, los que me has dado, quiero que donde yo estoy, ellos también estén conmigo". Aquí no hay duda de lo que el Hijo quiere, porque mientras el Padre quiere que "los que creen en el Hijo tengan vida eterna", el Hijo quiere que el creyente "esté donde yo estoy". Porque ¿no es vida eterna morar junto con Cristo? ¿Y no concede al que cree en él toda la perfección de la bendición cuando dice: "Nadie ha conocido al Hijo sino el Padre, ni nadie ha conocido al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar" (Mt 11,27)? ¿No tiene libertad de voluntad cuando quiere comunicarnos el conocimiento del misterio del Padre? ¿No es su voluntad tan libre que puede conceder a quien quiera el conocimiento de sí mismo y de su Padre? Así, pues, el Padre y el Hijo son manifiestamente co-poseedores de una misma naturaleza, común a ambos por nacimiento y común por unidad. El Hijo es libre de voluntad, y lo que hace voluntariamente es un acto de la voluntad del Padre.

T
Sobre que "el Padre es mayor que yo"

LI

Quien no ha comprendido las verdades manifiestas de la fe, evidentemente no puede tener una comprensión de sus misterios; porque no tiene la doctrina del evangelio, es ajeno a la esperanza del evangelio. Debemos confesar que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre, por unidad de naturaleza, por poder de poder, tan iguales en honor como engendrador y engendrado. Pero, tal vez digas, el testimonio de nuestro Señor mismo es contrario a esta declaración, porque él dice: "El Padre es mayor que yo" (Jn 14,28). ¿Es ésta, hereje, el arma de tu profanación? ¿Son éstas las armas de tu frenesí? ¿Se te ha escapado que la Iglesia no admite dos ingénitos, ni confiesa dos padres? ¿Has olvidado la encarnación del Mediador, con el nacimiento, la cuna, la infancia, la pasión, la cruz y la muerte que le pertenecen? Cuando naciste de nuevo, ¿no confesaste al Hijo de Dios, nacido de María? Si el Hijo de Dios, de quien son verdaderas estas cosas, dice: "El Padre es mayor que yo". ¿Cómo podéis ignorar que la encarnación para vuestra salvación fue un despojamiento de la forma de Dios, y que el Padre, sin verse afectado por esta asunción de condiciones humanas, permaneció en la bienaventurada eternidad de su propia naturaleza incorrupta sin tomar nuestra carne? Confesamos que el Dios unigénito, mientras permaneció en la forma de Dios, permaneció en la naturaleza de Dios, pero no reabsorbemos de inmediato en la sustancia de la unidad divina su unidad que lleva la forma de un siervo. Tampoco enseñamos que el Padre está en el Hijo, como si entrara en él corporalmente, sino que la naturaleza que fue engendrada por el Padre del mismo tipo que la suya, poseía por naturaleza la naturaleza que la engendró; y que esta naturaleza, permaneciendo en la forma de la naturaleza que la engendró, tomó la forma de la naturaleza humana y de la debilidad. Cristo poseía todo lo que era propio de su naturaleza, mas la forma de Dios se había apartado de él, pues al despojarse de ella había tomado la forma de un siervo. La naturaleza divina no había dejado de existir, sino que, permaneciendo todavía en él, había asumido la humildad del nacimiento terrenal y estaba ejerciendo su propio poder en la forma de la humildad que asumió. Así, Dios, nacido de Dios, siendo hallado como hombre en forma de siervo, pero actuando como Dios en sus milagros, era a la vez Dios, como lo demostraron sus obras, y sin embargo hombre, pues fue hallado en forma de hombre.

U
La existencia del Hijo, sin principio de existencia

LII

En el discurso que hemos expuesto anteriormente, Jesús dio testimonio de la unidad de su naturaleza con la del Padre, cuando dijo: "El que me ha visto a mí, ha visto también al Padre", y: "El Padre está en mí y yo en el Padre". Estos dos pasajes concuerdan perfectamente, ya que ambas personas son de naturaleza igual. Contemplar al Hijo es lo mismo que contemplar al Padre, y que Uno permanezca en el Uno muestra que son inseparables. Para que no lo entendieran mal, como si al contemplar su cuerpo contemplaran al Padre en él, Jesús añadió: "Creedme, yo estoy en el Padre y el Padre en mí, y si no, creed por las obras". Su poder pertenecía a su naturaleza, y su obrar era el ejercicio de ese poder. En el ejercicio de ese poder, entonces, podrían reconocer en él la unidad con la naturaleza del Padre. En la medida en que cada uno reconociera que Dios es Dios en el poder de su naturaleza, llegaría a conocer a Dios Padre, presente en esa naturaleza poderosa. El Hijo, que es igual al Padre, mostró con sus obras que el Padre podía ser visto en él, para que nosotros, percibiendo en el Hijo una naturaleza como la del Padre en su poder, pudiéramos saber que en el Padre y en el Hijo no hay distinción de naturaleza.

LIII

Así pues, el Dios unigénito, poco antes de terminar su obra en la carne y completar el misterio de tomar la forma del siervo, para establecer nuestra fe, habla así: "Oísteis que os dije: Me voy y vengo a vosotros. Si me amarais, os alegraríais, porque voy al Padre, porque el Padre es mayor que yo". Ya en una parte anterior de este mismo discurso ha desarrollado en todos sus aspectos la enseñanza de su naturaleza divina. ¿Podemos, entonces, en base a esta confesión, privar al Hijo de esa igualdad, que su verdadero nacimiento ha perfeccionado en él? ¿O es una indignidad para el Dios unigénito que el Dios ingénito sea su Padre, ya que su nacimiento unigénito del Ingénito le da la naturaleza unigénita? Él no es la fuente de su propio ser. Ni él, siendo él mismo inexistente, realizó su propio nacimiento de la nada. No obstante, existiendo como naturaleza viviente y de naturaleza viviente, posee el poder de esa naturaleza y declara la autoridad de esa naturaleza, dando testimonio de su honor y, en su honor, de la gracia perteneciente al nacimiento que recibió. Paga al Padre el tributo de la obediencia a la voluntad de aquel que lo envió, pero la obediencia de la humildad no disuelve la unidad de su naturaleza. Se hace obediente hasta la muerte, pero después de la muerte "está por encima de todo nombre" (Flp 2,8-9).

LIV

Si se duda de la igualdad de Cristo respecto del Padre, porque el nombre le fue dado después de que se despojó de la forma de Dios, lo deshonramos al ignorar el misterio de la humildad que asumió. El nacimiento de su humanidad le trajo una nueva naturaleza, y su forma fue cambiada en su humildad, al asumir la forma de un siervo, pero ahora la concesión del nombre le restaura la igualdad de forma. Pregúntate qué es lo que se da. Si el don es algo perteneciente a Dios, la concesión a la naturaleza receptora no perjudica la divinidad de la naturaleza dadora. Además, las palabras "y le dio el nombre" implican un misterio en la concesión, pero la concesión del nombre no lo convierte en otro nombre. A Jesús se le da que, ante él, "se doble toda rodilla de las cosas en el cielo, y cosas en la tierra, y cosas debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesús es Señor en la gloria de Dios Padre". Se le da el honor de que sea confesado en la gloria de Dios Padre. ¿Lo oyes decir "el Padre es mayor que yo"? Conoce también a aquel de quien se dice, en premio a su obediencia "y le dio el nombre que está sobre todo nombre". Escucha a aquel que dijo "yo y el Padre somos uno", y "el que me ha visto a mí, ha visto también al Padre", y "yo estoy en el Padre y el Padre en mí". Considera el honor de la confesión que se le concede, y que "Jesús es Señor en la gloria de Dios Padre". ¿Cuándo, pues, es el Padre mayor que el Hijo? Seguramente, cuando "le da el nombre que está sobre todo nombre". Por otra parte, ¿cuándo es que "el Hijo y el Padre son uno"? Seguramente, cuando "toda lengua confiesa que Jesús es Señor en la gloria de Dios Padre". Si, pues, el Padre es mayor por su autoridad para dar, ¿es el Hijo menor por la confesión de recibir? El dador es mayor; pero el receptor no es menor, pues a él se le concede ser uno con el dador. Si a Jesús no se le concediera ser confesado en la gloria de Dios Padre, sería menor que el Padre. Pero si le es dado estar en esa gloria, en la cual está el Padre, vemos en la prerrogativa de dar, que el dador es mayor, y en la confesión del don, que los dos son uno. El Padre es, por tanto, mayor que el Hijo, pero lo es porque es él quien hace que otro sea todo lo que él mismo es, y quien imparte al Hijo por el misterio del nacimiento la imagen de su propia naturaleza ingénita, y quien lo engendra de sí mismo en su propia forma, y quien lo restaura nuevamente de la forma de un siervo a la forma de Dios. En definitiva, su obra es que Cristo, nacido Dios según el Espíritu en la gloria del Padre, pero ahora Jesucristo muerto en la carne, sea una vez más Dios en la gloria del Padre. Cuando, por tanto, Cristo dice que va al Padre, revela la razón por la que deberían alegrarse si lo amaban, porque el Padre es mayor que él.

LV

Después de explicar que el amor es la fuente de este gozo, porque el amor se regocija de que Jesús sea confesado en la gloria de Dios Padre, expresa a continuación su derecho a recibir de nuevo esa gloria, con las palabras: "Viene el príncipe de este mundo, pero él nada tiene en mí" (Jn 14,30). En efecto, el príncipe de este mundo nada tiene en él, pues estando en la condición de hombre, habitó en semejanza de carne de pecado, mas separado del pecado de la carne, en la carne condenó al pecado por el pecado. Más tarde, dando obediencia al mandato del Padre como su único motivo, añade: "Para que el mundo conozca que yo amo al Padre, así como el Padre me dio el mandamiento, así os lo doy yo". En su celo por cumplir el mandamiento del Padre, Cristo se levanta y se apresura a completar el misterio de su pasión corporal, y al momento siguiente revela el misterio de su asunción de la carne. Por esta asunción estamos en él, como los sarmientos en la viña (Jn 15,1-2), pues si él no se hubiera convertido en la vid, no habríamos podido dar ningún buen fruto. Él nos exhorta a permanecer en él, por medio de la fe en su cuerpo asumido, para que, puesto que el Verbo se ha hecho carne, podamos estar en la naturaleza de su carne, como los sarmientos están en la vid. Él separa la forma de la majestad del Padre de la humillación de la carne asumida al llamarse a sí mismo la vid, la fuente de unidad para todos los sarmientos, y al Padre el labrador cuidadoso, que poda sus ramas inútiles y estériles para quemarlas en el fuego. En las palabras "el que me ha visto a mí, ha visto también al Padre", y "las palabras que yo os digo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace sus obras", y "creedme, que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí", él revela la verdad de su nacimiento y el misterio de su encarnación. Más adelante continúa el hilo de su discurso, hasta llegar a decir: "El Padre es mayor que yo". Y después, para completar el sentido de estas palabras, se apresura a añadir la ilustración del labrador, la vid y los sarmientos, que dirige nuestra atención a su sumisión a la humillación corporal. En concreto, dice que, porque el Padre es mayor que él, él va al Padre, y que el amor debe regocijarse de que vaya al Padre, para recibir su gloria del Padre (con él y en él), para ser glorificado no con un honor completamente nuevo, sino con el antiguo, y no con algún honor extraño sino con el que tenía con él antes. Si, pues, Cristo no entra en él con gloria, para permanecer en la gloria de Dios, puedes menospreciar su naturaleza; pero si la gloria que recibe es la prueba de su divinidad, reconoce que es el dador de esta prueba de que el Padre es el mayor.

LVI

¿Por qué desvirtuáis la encarnación, oh herejes, y la convertís en blasfemia? ¿Por qué pervertís el misterio de la salvación en arma de destrucción? El Padre, que glorifica al Hijo, es mayor. Mas el Hijo, que es glorificado en el Padre, no es menor. ¿Cómo puede ser menor, si está "en la gloria de Dios Padre"? ¿Y cómo puede el Padre no ser mayor? El Padre, pues, es mayor, porque es Padre. Y el Hijo, por ser Hijo, no es menor. Por el nacimiento del Hijo, el Padre se constituye mayor. Y por naturaleza, que es suya por nacimiento, no permite que el Hijo sea menor. El Padre es mayor, porque el Hijo le ruega que dé gloria a la humanidad que ha asumido. El Hijo no es menor, porque recibe de nuevo su gloria con el Padre. Así se consuman a la vez el misterio del nacimiento y la dispensación de la encarnación. El Padre, en cuanto Padre, y en cuanto glorifica a aquel que ahora es Hijo del hombre, es mayor. Mas Padre e Hijo son uno, y por eso el Hijo, nacido del Padre, después de asumir un cuerpo terrenal es llevado de nuevo a la gloria del Padre.

LVII

Por tanto, el nacimiento no constituye una naturaleza inferior, y Cristo tiene la forma de Dios, como nacido de Dios. Aunque por su mismo significado, los términos ingénito y engendrado parecen ser opuestos, sin embargo, el Engendrado no puede ser excluido de la naturaleza del Ingénito, porque no hay ningún otro de quien pueda derivar su sustancia. Ciertamente, Cristo no participa de la suprema majestad de ser ingénito; pero ha recibido del Dios ingénito la naturaleza de la divinidad. Así, la fe confiesa la eternidad del Dios unigénito, aunque no puede dar significado a engendramiento o comienzo en su caso. Su naturaleza nos prohíbe decir que alguna vez comenzó a existir, porque su nacimiento se encuentra más allá de los comienzos del tiempo. Pero mientras confesamos que él existió antes de todos los siglos, no dudamos en declarar que nació en la eternidad sin tiempo, porque creemos en su nacimiento, aunque sabemos que nunca tuvo un comienzo.

V
Sobre que "sólo el Padre lo sabe"

LVIII

Los herejes, tratando de desprestigiar su naturaleza, se valen de dichos como "el Padre es mayor que yo" o "de ese día y hora nadie sabe, ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre". No obstante, ahora pregunto yo: ¿Esto se convierte en un reproche contra el Dios unigénito, por no saber el día y la hora? ¿No es él el Dios nacido de Dios? ¿No está él en la perfección de la naturaleza divina? ¿Y no significa esto no estar sujeto a la limitación de la ignorancia, o a fuerzas externas más fuertes que él? ¿Es que ha quedado derrotado por la debilidad, y ha quedado cautivo de ella? ¿No sería esto una blasfemia, contra la naturaleza de Dios?

LIX

Antes de investigar el sentido y la ocasión de estas palabras, apelemos primero al juicio del sentido común. ¿Es creíble que aquel que es para todas las cosas el autor de su presente y futuro, no sepa todas las cosas? Si todas las cosas son por y en Cristo, y de tal manera por Cristo que también están en él, ¿no debe estar también en su conocimiento lo que está en él y por él, cuando ese conocimiento, en virtud de una naturaleza que no puede ser ignorante, habitualmente aprehende lo que no está en él ni por él? Pero lo que deriva solo de él su origen, y tiene en él solo la causa eficiente de su estado presente y desarrollo futuro, ¿puede estar fuera del alcance de su naturaleza, por medio de la cual se efectúa y en la cual está contenido todo lo que es y será? Jesucristo conoce los pensamientos de la mente, tal como son ahora, movidos por motivos presentes, y como serán mañana, despertados por el impulso de deseos futuros. Oíd el testimonio del evangelista: "Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían, y quién era el que le había de entregar" (Jn 6,64). Por su virtud, su naturaleza podía percibir el futuro no nacido y prever el despertar de las pasiones todavía latentes en la mente. ¿Creéis, por tanto, que no sabía lo que es por sí misma y dentro de sí misma? Él es Señor de todo lo que pertenece a los demás, ¿no es Señor de lo suyo? Recordad lo que está escrito de él: "Todas las cosas fueron creadas por medio de él y en él; y él es antes de todas las cosas" (Col 1,16), y: "Agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas", y: "Toda plenitud está en él", y: "Todas las cosas fueron hechas por medio de él, y en él se reconcilian", y: "En él esperamos expectantes el día de la reconciliación". ¿No lo supo, entonces, cuando el tiempo estaba en sus manos y fijado por su misterio, pues es el día de su venida, de la cual escribió el apóstol: "Cuando Cristo, que es vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria"? Nadie ignora lo que es por medio de él, y dentro de sí mismo. Así pues, ¿vendrá Cristo, y no sabe él el día de su venida? Es su día, pues el mismo apóstol dice: "El día del Señor vendrá como ladrón en la noche" (1Ts 5,2). ¿Podemos creer, entonces, que él no lo sabía? Las naturalezas humanas, en la medida en que están en ellas, prevén lo que determinan hacer: el conocimiento del fin deseado acompaña al deseo de actuar: ¿no sabe él, que nació Dios, lo que está en él y a través de él? Los tiempos son por él, el día está en su mano, porque el futuro está constituido por él, y la dispensación de su venida está en su poder. Así pues, ¿es su entendimiento tan embotado, que el sentido de su naturaleza torpe no le dice lo que él mismo ha determinado? ¿Es él como el bruto y la bestia, que, animados sin razón ni previsión, ni siquiera conscientes de actuar sino impulsados de un lado a otro por el impulso del deseo irracional, proceden a su fin con un curso fortuito e incierto?

LX

¿Cómo, pues, podemos creer que el Señor de la gloria, por no poder conocer el día de su venida, fuese de naturaleza discordante e imperfecta, sujeta a la necesidad de la venida, pero ignorante del día de su venida? Esto haría a Dios más débil que el poder de la ignorancia, que le quitó la prerrogativa del conocimiento. ¿Cómo, pues, multiplicamos las ocasiones de blasfemia si no sólo imputamos a Cristo debilidad, sino también defecto a Dios Padre, diciendo que defraudó al Dios unigénito, Hijo de su amor, de la presciencia de este día, y con malicia le negó la certeza de la consumación futura; le permitió conocer el día y la hora de su pasión, pero le negó el día de su poder y la hora de su gloria entre sus santos; le quitó el conocimiento de su bienaventuranza, mientras le concedió la presciencia de su muerte? La conciencia temblorosa del hombre no se atreve a presumir de pensar así de Dios, ni atribuirle tal mancha de volubilidad humana, que el Padre niegue algo al Hijo, o que el Hijo, que nació como Dios, posea un conocimiento imperfecto.

LXI

Dios nunca puede ser otra cosa que amor, o otra cosa que Padre; y el que ama no tiene envidia; el que es Padre, es Padre total y enteramente. Este nombre no admite compromiso: nadie puede ser padre en parte y en parte no. Un padre es padre con respecto a toda su personalidad. Todo lo que él es está presente en el hijo, porque la paternidad por partes es imposible. Y no porque la paternidad se extienda a la autogeneración, sino porque un padre es padre en todas sus cualidades, de los hijos nacidos de él. Según la constitución de los cuerpos humanos, que están hechos de elementos disímiles y compuestos de varias partes, el padre debe ser padre de todo, ya que un nacimiento perfecto transmite al hijo todos los diferentes elementos y partes que están en el padre. El padre, por lo tanto, es padre de todo lo que es suyo, y el nacimiento procede de la totalidad de sí mismo y constituye la totalidad del hijo. Dios, sin embargo, no tiene cuerpo, sino simple esencia. No tiene partes, sino un todo que lo abarca todo. Nada tiene vida, sino que todo tiene vida. Dios es, por tanto, toda vida y todo es uno, no compuesto de partes, sino perfecto en su simplicidad, y, como el Padre, debe ser Padre de su engendrado en todo lo que él mismo es, pues el nacimiento perfecto del Hijo lo hace Padre perfecto en todo lo que él tiene. Por lo tanto, si él es Padre propio del Hijo, el Hijo debe poseer todas las propiedades del Padre. No obstante, ¿cómo puede ser esto, si el Hijo no tiene la cualidad de presciencia, si hay algo de su autor que falta en su nacimiento? Decir que hay una de las propiedades de Dios que él no tiene, es casi equivalente a decir que él no tiene ninguna de ellas. ¿Y qué es propio de Dios, sino el conocimiento del futuro, una visión que abarca el mundo invisible y no nacido, y tiene dentro de su alcance lo que aún no es, pero que ha de ser?

LXII

En ese asunto, el apóstol Pablo, el maestro de los gentiles, se anticipa a la impía falsedad de que el Dios unigénito era parcialmente ignominioso. Escuche sus palabras: "Instruidos en amor, hasta alcanzar todas las riquezas de la plenitud del entendimiento, hasta el conocimiento del misterio de Dios (es decir, Cristo), en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento" (Col 2,2-3). Dios (es decir, Cristo) es el misterio, y todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento están escondidos en él. Pero una cosa es una parte, otra el todo: una parte no es lo mismo que todo, ni todo puede llamarse parte. Si el Hijo no conoce el día, no están en él todos los tesoros del conocimiento. Pero él tiene todos los tesoros del conocimiento en él y, por lo tanto, no ignora el día. Pero debemos recordar que esos tesoros del conocimiento estaban escondidos en él, aunque no, porque escondidos, por lo tanto faltantes. Como en Dios, están en él; como en el misterio, están escondidos. Pero Cristo, el misterio de Dios, en quien están escondidos todos los tesoros del conocimiento, no está escondido a nuestros ojos y a nuestras mentes. Puesto que él mismo es el misterio , veamos si es ignorante cuando no sabe. Si en otras partes su profesión de ignorancia no implica que no sepa, aquí también sería erróneo llamarlo ignorante, si no sabe. En él están escondidos todos los tesoros del conocimiento, y por eso su ignorancia es una economía más que ignorancia. Así, podemos dar una razón para su ignorancia, sin suponer que no sabía.

W
La ciencia de Cristo, la única presente en toda la Escritura

LXIII

Siempre que Dios dice que no sabe, manifiesta ignorancia, pero no está bajo el defecto de la ignorancia. No es por la debilidad de la ignorancia que no sabe, sino porque todavía no es el tiempo de hablar, ni el plan divino de actuar. Así es como dice a Abraham: "El clamor de Sodoma y Gomorra es completo, y su pecado es muy grave. Por tanto, descenderé ahora, y veré si han obrado enteramente según el clamor; y si no, lo sabré" (Gn 18,20-21). Aquí percibimos que Dios no sabe lo que, no obstante, sabe. Él sabe que sus pecados son muy graves, pero desciende de nuevo para ver si han obrado enteramente, y para saber si no lo han hecho. Observamos, entonces, que él no es ignorante, aunque no sabe, sino que, cuando llega el momento de actuar, él sabe. Este conocimiento no es, pues, un cambio de la ignorancia, sino la llegada de la plenitud de los tiempos. Dios espera todavía saber, pero no podemos suponer que no sepa. Por tanto, el hecho de que no sepa lo que sabe y el de que sepa lo que no sabe no es otra cosa que una economía divina en palabras y obras.

LXIV

No podemos dudar, pues, que el conocimiento de Dios depende de la ocasión y no de ningún cambio de su parte. Por ocasión se entiende el momento de declarar el conocimiento, como aprendemos de sus palabras a Abraham: "No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada, porque ahora yo sé que temes a tu Dios, y que no me has negado tu hijo amado por amor a mí" (Gn 22,12). Dios sabe ahora, pero que "ahora yo sé" es una profesión de ignorancia previa. Sin embargo, no es verdad que hasta ahora Dios no conociera la fe de Abraham, pues está escrito que "Abraham creyó en Dios, y eso le fue contado por justicia". Por tanto, este "ahora yo sé" marca el tiempo en que Abraham recibió este testimonio, y no cuando Dios comenzó a saber. Abraham había probado, por el sacrificio de su hijo, el amor que tenía a Dios, y Dios lo sabía en el momento en que habló: pero como no podemos suponer que no lo supiera antes, debemos por esta razón suponer que lo conoció entonces porque habló. A modo de ejemplo, hemos escogido para nuestra consideración este pasaje entre muchos del Antiguo Testamento que tratan del conocimiento de Dios, para mostrar que cuando Dios no sabe, la causa no está en su ignorancia, sino en la ocasión.

X
La ciencia de Cristo, sabia, oculta y misericordiosa

LXV

En los evangelios encontramos a nuestro Señor sabiendo y sin embargo ignorando muchas cosas. Así, no conoce a los hacedores de iniquidad, que se glorían en sus obras poderosas y en su nombre, porque les dice: "Nunca os conocí; apartaos de mí todos los que hacéis iniquidad" (Mt 7,23). Incluso declara con juramento que no los conoce, pero sin embargo sabe que son hacedores de iniquidad. No los conoce, no porque no los conozca, sino porque por la iniquidad de sus obras son indignos de su conocimiento, e incluso confirma su negación con la santidad de un juramento. Por la virtud de su naturaleza no podía ser ignorante, por el misterio de su voluntad se negó a conocer. Nuevamente, el Dios Ingénito no conoce a las vírgenes insensatas; ignora a aquellas que fueron demasiado descuidadas para tener su aceite listo, cuando él entró en la cámara de su gloriosa venida. Ellos vienen y suplican, y lejos de no conocerlos, él clama: "En verdad os digo que no os conozco" (Mt 25,12). Su venida y su oración le obligan a reconocerlos, pero su profesión de ignorancia se refiere a su voluntad, no a su naturaleza: son indignos de ser conocidos por Aquel a quien nada le es desconocido. Por eso, para que no imputemos su ignorancia a debilidad, dice inmediatamente a los apóstoles: "Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora". Cuando les ordena que vigilen, porque "no saben el día ni la hora", señala que no conocía a las vírgenes, porque por el sueño y la negligencia no tenían aceite, y por lo tanto eran indignas de entrar en su cámara.

LXVI

El Señor Jesucristo, que "escudriña el corazón y las entrañas" (Ap 2,23), no tiene debilidad en su naturaleza, como para no saber, porque, como percibimos, incluso el hecho de su ignorancia procede de la omnisciencia de su naturaleza. Sin embargo, si hay algunos que le imputan ignorancia, que tiemblen, no sea que Aquel que conoce sus pensamientos les diga: "¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?" (Mt 9,4). El Omnisciente, aunque no ignorante de pensamientos y acciones, a veces pregunta como si lo fuera, como por ejemplo cuando pregunta a la mujer quién fue la que tocó el borde de su manto, o a los apóstoles por qué se peleaban entre ellos, o a los dolientes dónde estaba el sepulcro de Lázaro; pero su ignorancia no era ignorancia, excepto en palabras. Es contrario a la razón que Dios supiera de lejos la muerte y sepultura de Lázaro, pero no el lugar de su sepultura; que leyera los pensamientos de la mente, y no reconociera la fe de la mujer; que no necesitara preguntar nada, pero ignorara la disensión de los apóstoles. Pero él, que todo lo sabe, a veces por una práctica de economía profesa ignorancia, aunque no sea ignorante. Así, en el caso de Abraham, Dios ocultó su conocimiento por un tiempo; en el caso de las vírgenes insensatas y los obradores de iniquidad, se negó a reconocer a los indignos; en el misterio del Hijo del hombre, su pregunta, como si fuera ignorante, expresó su humanidad. Se acomodó a la realidad de su nacimiento en la carne en todo lo que está sujeto a la debilidad de nuestra naturaleza, no de tal manera que se hiciera débil en su naturaleza divina, sino que Dios, nacido hombre, asumió las debilidades de la humanidad, pero sin reducir por ello su naturaleza inmutable a una naturaleza débil, porque la naturaleza inmutable fue aquella en la que misteriosamente asumió la carne. Él, que era Dios, es hombre, pero, siendo hombre, no ha dejado de seguir siendo Dios. Conduciéndose, pues, como un hombre nacido y demostrándose como tal, aunque permaneciendo Dios palabra, usa a menudo el lenguaje del hombre (aunque Dios, hablando como Dios, hace uso frecuente del lenguaje humano), y no sabe aquello que aún no es tiempo de declarar, o que no es digno de su reconocimiento.

LXVII

Con esto podemos entender por qué dijo que no conocía el día. Si creemos que realmente era ignorante, contradecimos al apóstol, que dice: "En quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento" (Col 2,3). Hay conocimiento que está escondido en él, y porque tiene que estar escondido, a veces debe confesarse para este propósito como ignorancia, porque una vez declarado, ya no será secreto. Para que el conocimiento pueda permanecer oculto, declara que no sabe. Pero si no sabe, para que el conocimiento pueda permanecer oculto, esta ignorancia no se debe a su naturaleza, que es omnisciente, porque él es ignorante únicamente para que pueda estar oculto. Tampoco es difícil ver por qué el conocimiento del día está oculto. Él nos exhorta a velar continuamente con fe inquebrantable, y nos niega la seguridad de un conocimiento cierto, para que nuestras mentes se mantengan en tensión por la incertidumbre de la incertidumbre, y mientras se apresuran y esperan continuamente el día de su venida, puedan siempre velar con esperanza; y que, aunque sabemos que el tiempo debe venir, su misma incertidumbre nos haga cuidadosos y vigilantes. Así dice el Señor: "Estad preparados, porque no sabéis a qué hora ha de venir el Hijo del hombre" (Mt 24,44), y: "Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así". La ignorancia, por tanto, es un medio no para engañar, sino para animar a la perseverancia. No es pérdida que se nos niegue un conocimiento que es una ventaja no tener, porque la seguridad del conocimiento puede engendrar negligencia en la fe, que ahora está oculta, mientras que la incertidumbre de la expectativa nos mantiene continuamente preparados, así como el dueño de la casa, con el temor de la pérdida ante sus ojos, vigila y se guarda contra la temida llegada del ladrón, que elige el momento del sueño para su trabajo.

Y
La ciencia de Cristo, conocedora de todos los misterios de Dios

LXVIII

Es evidente, pues, que la ignorancia de Jesucristo no es ignorancia, sino misterio en la economía de sus acciones, palabras y manifestaciones, Dios no sabe y al mismo tiempo sabe, o sabe y al mismo tiempo no sabe. Pero debemos preguntarnos si no será por la debilidad del Hijo que él no sabe lo que el Padre sabe. Quizás él podría leer los pensamientos del corazón humano, porque su naturaleza más fuerte puede unirse con una más débil en todos sus movimientos y, por la fuerza de su poder, por así decirlo, atravesar una y otra vez la naturaleza débil. Pero una naturaleza más débil es incapaz de penetrar a una más fuerte. En efecto, las cosas ligeras pueden ser penetradas por las pesadas, las raras por las densas, los líquidos por los sólidos, pero lo pesado es impenetrable para lo ligero, lo denso para lo raro y lo sólido para lo líquido. Lo fuerte no está expuesto a lo débil, pero los débiles son penetrados por lo fuerte. Por eso, dicen los herejes, el Hijo no conocía los pensamientos del Padre, porque, siendo débil, no podía aproximarse al más poderoso y entrar en él, o pasar a través de él.

Z
La ciencia de Cristo, omnisciente y omnipotente por sí misma

LXIX

Si alguno se atreve, no sólo a hablar así del Dios unigénito con la temeridad de su lengua, sino a pensar así con la maldad de su corazón, que escuche lo que el apóstol pensó del Espíritu Santo, según las palabras que escribió a los corintios: "Dios nos las reveló por el Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios". En efecto, ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre que están en él, sino el espíritu del hombre que está en él? Así también, "las cosas que están en Dios, nadie las conoce, sino el Espíritu de Dios" (1Cor 2,10-11). Pero dejemos de lado estas ilustraciones vacías de cosas materiales, y midamos a Dios nacido de Dios, Espíritu de Espíritu, por sus propios poderes y no por condiciones terrenales. No lo midamos por nuestros propios sentidos, sino por sus demandas divinas. Creamos a aquel que dijo: "El que me ha visto a mí, también ha visto al Padre" (Jn 14,9). No olvidemos que él dijo: "El Padre está en mí y yo en el Padre", y: "Yo y el Padre somos uno". Si los nombres que corresponden a las realidades, cuando se usan de manera inteligible, nos imparten alguna información verdadera, entonces aquel que es visto en Otro por el ojo del entendimiento no es diferente en naturaleza de ese Otro. No es diferente en especie, ya que él permanece en el Padre, y el Padre en él; no está separado, ya que ambos son uno. Perciba su unidad en la indivisibilidad de su naturaleza, y capte el misterio de esa naturaleza indivisible considerando al Uno como el espejo del Otro. Pero recuerda que él es el espejo, no como la imagen reflejada por el esplendor de una naturaleza exterior a sí mismo, sino como siendo una naturaleza viviente, indistinguible de la naturaleza viviente del Padre, derivada totalmente de la totalidad de su Padre, teniendo al Padre en él porque él es el Unigénito, y permaneciendo en el Padre, porque él es Dios.

AB
La ciencia de Cristo, en armonía con la del Padre

LXX

Los herejes no pueden negar que el Señor usó estas palabras para significar el misterio de su nacimiento, pero intentan escapar de ellas atribuyéndolas a una armonía de voluntad. Hacen que la unidad de Dios Padre y Dios Hijo no sea una unidad de divinidad, sino meramente de voluntad, como si la enseñanza divina fuera pobre en expresión y el Señor no hubiera podido decir: Yo y el Padre somos uno en voluntad. O como si esas palabras pudieran tener el mismo significado que "yo y el Padre somos uno"; o como si quisiera decir: El que ha visto mi voluntad, ha visto también la voluntad de mi Padre. En efecto, siendo ésta una declaración inhábil, trató de expresar esa idea con las palabras: "El que me ha visto a mí, ha visto también al Padre", y no con los términos: La voluntad de mi Padre está en mí y mi voluntad está en el Padre. No obstante, este pensamiento pudiera expresarse por "yo en el Padre y el Padre en mí". Todo esto es una tontería nauseabunda e irreverente. El sentido común condena el juicio de fantasías tan tontas como la de que el Señor no pudo decir lo que quería o no dijo lo que dijo. Es cierto que lo encontramos hablando en parábolas y alegorías, pero es una cosa diferente reforzar las palabras con ilustraciones, o satisfacer la dignidad del tema con la ayuda de proverbios sugestivos, o adaptar el lenguaje a las necesidades del momento. Pero este pasaje sobre la unidad, de la que estamos hablando, no nos permite buscar el significado fuera del sonido claro de las palabras. Si el Padre y el Hijo son uno, en el sentido de que son uno en voluntad, y si las naturalezas separables no pueden ser una en voluntad, porque su diversidad de tipo y naturaleza debe llevarlos a diversidades de voluntad y juicio, ¿cómo pueden ser uno en voluntad, no siendo uno en conocimiento? No puede haber unidad de voluntad entre la ignorancia y el conocimiento. La omnisciencia y la nesciencia son opuestas, y los opuestos no pueden ser de la misma voluntad.

LXXI

Quizás se pueda sostener que, para confirmar la confesión de ignorancia del Hijo, dice que sólo el Padre sabe. Pero si no hubiera dicho claramente que sólo el Padre sabe, habría sido un asunto del mayor peligro para nuestro entendimiento, ya que habríamos podido pensar que él mismo no sabía. Pues, como su ignorancia se debe a la economía del conocimiento oculto, y no a una naturaleza capaz de ignorar, ahora que dice que sólo el Padre sabe, no podemos creer que no sepa. ¿Por qué? Porque, como dijimos antes, el conocimiento de Dios no es el descubrimiento de lo que no sabía, sino su declaración. El hecho de que sólo el Padre sepa, no es prueba de que el Hijo sea ignorante, sino que dice que "no sabe" para que los demás no sepan, y que "sólo el Padre sabe" para demostrar que también él sabe. Si decimos que Dios conoció el amor de Abraham cuando dejó de ocultar su conocimiento, se sigue que sólo porque no lo ocultó al Hijo, puede decirse que "el Padre conoce el día", porque Dios no aprende por percepción repentina, sino que declara su conocimiento con la ocasión. Si el Hijo, según el misterio, "no conoce el día" para no revelarlo, por otra parte, sólo por el hecho de haberlo revelado puede probarse que el Padre conoce el día.

AC
La ciencia de Cristo, la misma que la del Padre

LXXII

¡Lejos de nosotros imaginar vicisitudes de cambio corporal en el Padre y el Hijo, como si el Padre a veces hablara al Hijo, y a veces callara! En efecto, recordemos que una voz fue emitida a veces desde el cielo para nosotros, para que el poder de las palabras del Padre pudiera confirmarnos el misterio del Hijo, como dice el Señor, "esta voz no ha venido del cielo por mí, sino por vosotros" (Jn 12,30). Pero la naturaleza divina puede prescindir de las diversas combinaciones necesarias para las funciones humanas, el movimiento de la lengua, el ajuste de la boca, la fuerza de la respiración y la vibración del aire. Dios es un ser simple, y sólo debemos comprenderlo por devoción y confesarlo por reverencia. Él debe ser adorado, no perseguido por nuestros sentidos, porque una naturaleza condicionada y débil no puede captar con las conjeturas de su imaginación el misterio de una naturaleza infinita y omnipotente. En Dios no hay variabilidad, no hay partes, como en una divinidad compuesta, para que en él la voluntad siga a la inacción, el habla al silencio, o el trabajo al reposo, o que no quiera, sin pasar de algún otro estado mental a la volición, o hable, sin romper el silencio con su voz, o actúe, sin salir a trabajar. Él no está sujeto a las leyes de la naturaleza, porque la naturaleza ha recibido su ley de él. Él nunca sufre debilidad o cambio cuando actúa, porque su poder es ilimitado, como dijo el Señor: "Padre, todas las cosas son posibles para ti" (Mc 14,36). Él puede hacer más de lo que el sentido humano puede concebir. El Señor no se priva ni siquiera a sí mismo de la cualidad de omnipotencia, porque "todo lo que hace el Padre, también lo hace el Hijo de la misma manera" (Jn 5,19). Nada es difícil, cuando no hay debilidad, porque sólo un poder que es débil para efectuar, conoce la necesidad del esfuerzo. La causa de la dificultad es la debilidad de la fuerza motriz; una fuerza de poder ilimitado se eleva por encima de las condiciones de impotencia.

LXXIII

He establecido este punto para excluir la idea de que después del silencio Dios habló al Hijo, o después de la ignorancia el Hijo comenzó a saber. Para llegar a nuestra inteligencia deben usarse términos aplicables a nuestra propia naturaleza. Así, no entendemos la comunicación excepto por palabra de boca, o comprendemos lo opuesto de la nesciencia excepto como conocimiento. Así, el Hijo no conoce el día por la razón de que no lo revela. El Padre, dice Jesús, sólo lo sabe por la razón de que lo revela sólo al Hijo. Cristo no es consciente de tales impedimentos naturales como una ignorancia que debe ser eliminada antes de que pueda llegar a saber, o un conocimiento que no es suyo antes de que el Padre comience a hablar. De hecho, declara la unidad de su naturaleza con el Padre, por las inequívocas palabras "todo lo que el Padre tiene es mío". No hay aquí mención de entrar en posesión, pues una cosa es ser el poseedor de cosas externas a él, y otra ser autosuficiente y autoexistente. Lo primero es poseer el cielo y la tierra y el universo, y lo segundo poder describirse a sí mismo por sus propias propiedades (que son suyas, no como algo externo y sujeto, sino como algo de lo que él mismo subsiste). Cuando dice, pues, que todo lo que el Padre tiene es suyo, alude a la naturaleza divina, y no a una copropiedad de los dones otorgados. Refiriéndose a que el Espíritu Santo debe tomar de lo suyo, dice: "Todo lo que el Padre tiene es mío, por eso dije que tomará de lo mío". Es decir, el Espíritu Santo toma de lo suyo, pero también toma del Padre; y si recibe del Padre, también recibe de lo suyo. El Espíritu Santo es el Espíritu de Dios, y no recibe de una criatura, pero nos enseña que recibe todos estos dones, porque todos son de Dios. Todo lo que pertenece al Padre es del Espíritu. No obstante, no debemos pensar que todo lo que recibió del Hijo, no lo recibió también del Padre; porque todo lo que tiene el Padre pertenece igualmente al Hijo.

LXXIV

La naturaleza de Cristo no necesitaba ningún cambio, ni pregunta, ni respuesta, para pasar de la ignorancia al conocimiento, ni pedir a Aquel que había permanecido en silencio y aguardaba recibir su respuesta. No lo necesitaba, sino que, permaneciendo perfectamente en misteriosa unidad con él, recibió de Dios todo su ser tal como de él derivaba su origen. Además, recibió todo lo que pertenecía al ser entero de Dios (es decir, su conocimiento y su voluntad). Lo que el Padre sabe, el Hijo no lo aprende por preguntas y respuestas; lo que el Padre quiere, el Hijo no lo quiere por mandato. Puesto que todo lo que el Padre tiene es suyo, es propiedad de su naturaleza querer y saber, exactamente como el Padre quiere y sabe. Pero para probar su nacimiento, a menudo expone la doctrina de su persona, como cuando dice: "No vengo a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió". Él hace la voluntad del Padre, no la suya, y por la voluntad del que me envió, se refiere a su Padre. Pero que él mismo quiere lo mismo, se declara inequívocamente en las palabras: "Padre, los que me has dado, yo quiero, que donde yo estoy, ellos también estén conmigo" (Jn 17,24). El Padre quiere que estemos con Cristo, en quien, según el apóstol, "nos escogió antes de la fundación del mundo" (Ef 1,4). Y el Hijo quiere lo mismo (es decir, que estemos con él). Su voluntad es, por tanto, la misma en naturaleza que la voluntad del Padre, aunque para dejar claro el hecho del nacimiento se distingue de la del Padre.

AD
La ciencia de Cristo, ocultada a unos y transmitida a los apóstoles

LXXV

El Hijo no ignora, pues, nada de lo que sabe el Padre. Ni se sigue que, por saber sólo el Padre, el Hijo no sepa. El Padre y el Hijo viven en unidad de naturaleza, y la ignorancia del Hijo pertenece al divino plan de silencio, puesto que en él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento. Esto lo testificó el Señor mismo, cuando respondió a la pregunta de los apóstoles sobre los tiempos: "No os toca a vosotros saber los tiempos ni los momentos, que el Padre ha puesto dentro de su propia autoridad" (Hch 1,7). Se les niega el conocimiento, y no sólo eso, sino que se les prohíbe el anhelo de aprender, porque no les toca a ellos saber estos tiempos. Sin embargo, ahora que ha resucitado, vuelven a preguntar, aunque a su pregunta de la ocasión anterior se les había respondido que ni siquiera el Hijo sabía. No es posible que hayan entendido literalmente que el Hijo "no sabía", porque le vuelven a preguntar como si lo supiera. Ellos percibieron en el misterio de su ignorancia un plan divino de silencio, y ahora, después de su resurrección, renuevan la pregunta, pensando que ha llegado el momento de hablar. El Hijo ya no niega que lo sabe, sino que les dice "no os corresponde a vosotros saberlo, porque el Padre lo ha dispuesto en su propia autoridad". Si, pues, los apóstoles atribuyeron al plan divino, y no a la debilidad, que el Hijo no conociera el día, ¿diremos que el Hijo no lo sabía por la sencilla razón de que no era Dios? Recordemos que Dios Padre puso el día en su propia autoridad, para que no llegara al conocimiento del hombre, y el Hijo, cuando se le preguntó antes, respondió que no lo sabía, pero ahora, ya no negando su conocimiento, responde que a ellos no les corresponde saberlo, porque el Padre ha puesto los tiempos no en su propio conocimiento, sino en su propia autoridad. El día y el momento están incluidos en la expresión tiempos, así que ¿puede ser que él, que había de restaurar a Israel a su reino, no supiera él mismo el día y el momento de esa restauración? Él nos instruye a ver una evidencia de su nacimiento en esta prerrogativa exclusiva del Padre, pero no niega que él conoce. Y mientras proclama que la posesión de este conocimiento nos es negada, afirma que pertenece al misterio de la autoridad del Padre. No debemos, pues, pensar que, porque dijo que no sabía el día ni el momento, el Hijo no lo sabía. Como hombre lloró, durmió y se entristeció, y eso que Dios es incapaz de lágrimas, ni de temor, ni de sueño. Por la debilidad de su carne derramó lágrimas, durmió, tuvo hambre, sed, se cansó y temió, pero sin perjudicar la realidad de su naturaleza unigénita. De igual manera debemos referirnos a su naturaleza humana, y a las palabras de que él "no sabía el día ni la hora".