HILARIO DE POITIERS
Sobre la Trinidad
LIBRO VII
A
Los arrianos usan palabras, ocultando su significado
I
Éste es el libro VII de nuestro tratado contra la extravagancia salvaje de la herejía moderna. En orden de lugar debe seguir a sus predecesores. En orden de importancia, como exposición de los misterios de la fe correcta, los precede y los supera a todos. Soy muy consciente de lo duro y empinado que es el camino de la instrucción evangélica por el que estamos subiendo. Los temores inspirados por la conciencia de mi propia incapacidad me están tirando hacia atrás, pero el calor de la fe me impulsa a seguir. Los asaltos de la herejía calientan mi sangre y los peligros de los ignorantes excitan mi compasión. Temo hablar, pero no puedo callar. Un doble temor subyuga mi espíritu: que el habla, o el silencio, me haga culpable de una deserción de la verdad. Porque esta astuta herejía se ha rodeado de maravillosos dispositivos de ingenio pervertido. Primero está la apariencia de devoción. Más adelante, el lenguaje cuidadosamente elegido para calmar las sospechas de un oyente sincero. A continuación, la adaptación de sus puntos de vista a la filosofía secular. Y finalmente, su desvío de la atención de la verdad manifiesta mediante una pretendida explicación de los métodos divinos. Su ruidosa profesión de la unidad de Dios es una imitación fraudulenta de la fe. Su afirmación de que Cristo es el Hijo de Dios, un juego de palabras para el engaño de sus oyentes. Su afirmación de que él no existía antes de nacer, un intento de obtener el apoyo de los filósofos del mundo. Su confesión de Dios como incorpóreo e inmutable conduce, mediante una exhibición de lógica falaz, a una negación del nacimiento de Dios de Dios. Dichos herejes vuelven nuestros argumentos contra nosotros mismos, y la fe de la Iglesia se convierte para ellos en el motor de su propia destrucción. Han logrado ponernos en la desconcertante posición de un peligro igual, ya sea que razonemos con ellos o que nos abstengamos. Porque utilizan el hecho de que permitamos que algunas de sus suposiciones pasen sin ser cuestionadas como un argumento a favor de aquellas que contradecimos.
B
La divinidad de Cristo, inseparable de su filiación
II
En los libros anteriores he instado al lector a estudiar la totalidad del manifiesto blasfemo, y a observar cómo éste está animado en todo momento por el único objetivo de propagar la creencia de que nuestro Señor Jesucristo no es ni Dios ni Hijo de Dios. Sus autores argumentan que a él se le permite usar los nombres de Dios y de Hijo en virtud de una cierta adopción, aunque ni la deidad ni la filiación son suyas por naturaleza. Usan el hecho, verdadero en sí mismo, de que Dios es inmutable e incorpóreo, como argumento contra el nacimiento del Hijo de él. Valoran la verdad de que Dios el Padre es uno solo como un arma contra nuestra fe en la deidad de Cristo, alegando que una naturaleza incorpórea no puede concebirse racionalmente como generadora de otra, y que nuestra fe en un Dios único es incompatible con la confesión de Dios de Dios. Pero nuestros libros anteriores ya han refutado y frustrado este argumento de ellos apelando a la ley y a los profetas. Nuestra defensa ha seguido, paso a paso, el curso de su ataque. Hemos propuesto a Dios a partir de Dios y, al mismo tiempo, hemos confesado a un solo Dios verdadero, demostrando que esta presentación de la fe no se queda corta en la verdad al atribuir una sola persona al único Dios verdadero, ni aumenta la fe al afirmar la existencia de una segunda deidad. Porque no confesamos un Dios aislado, ni dos dioses. Así pues, ni negando que Dios sea uno ni sosteniendo que él es solo, mantenemos el camino recto de la verdad. Cada persona divina está en la unidad, pero ninguna persona es el único Dios. A continuación, siendo nuestro propósito demostrar la verdad irrefutable de este misterio por el testimonio de los evangelistas y apóstoles, nuestro primer deber ha sido hacer que nuestros lectores conozcan la naturaleza, verdaderamente subsistente y verdaderamente nacida, del Hijo de Dios, así como demostrar que él no tiene un origen externo a Dios, y no fue creado de la nada, sino que es el Hijo, nacido de Dios. Esta es una verdad que la evidencia aducida en el último libro ha puesto fuera de toda duda. La afirmación de que él lleva el nombre de Hijo en virtud de la adopción ha sido silenciada, y él se destaca como un verdadero Hijo por un verdadero nacimiento. Nuestra tarea actual es demostrar a partir de los evangelios que, siendo verdadero Hijo, es también verdadero Dios. Porque a menos que sea verdadero Hijo, no puede ser verdadero Dios, ni verdadero Dios a menos que sea verdadero Hijo.
C
El lenguaje es ambiguo, y por ello peligroso
III
Nada es más atormentador para la naturaleza humana que la sensación de peligro inminente. Si nos sobrevienen calamidades desconocidas o imprevistas, podemos necesitar compasión, pero hemos estado libres de preocupaciones; ninguna carga de ansiedad nos ha oprimido. Pero aquel cuya mente está llena de posibilidades de problemas sufre ya un tormento en su miedo. Yo, que ahora me aventuro a hacerme a la mar, soy un marinero acostumbrado a naufragar, un viajero que sabe por experiencia que los bandidos sagrados acechan en los bosques, un explorador de los desiertos africanos consciente del peligro de los escorpiones, los áspides y los basiliscos. No disfruto de ningún instante de alivio por el conocimiento y el miedo del peligro presente. Todos los herejes están alerta, anotando cada palabra que sale de mi boca. Todo el desarrollo de mi argumento está infestado de emboscadas, trampas y trampas. No es del camino, de su dureza o de su pendiente, de lo que me quejo, sino que estoy siguiendo los pasos de los apóstoles, no eligiendo mi propio camino. Mi problema es el peligro constante, el temor constante de caer en alguna emboscada, de tropezar en algún pozo, de quedar enredado en alguna red. Mi propósito es proclamar la unidad de Dios, en el sentido de la ley, los profetas y los apóstoles. Sabelio está cerca, ansioso con cruel bondad de recibirme, en virtud de esta unidad, y de tragarme en su propia destrucción. Si me opongo a él y niego que, en el sentido sabeliano, Dios es uno, una nueva herejía está lista para recibirme, señalando que enseño la existencia de dos dioses. Además, si me propongo decir cómo el Hijo de Dios nació de María, Fotino, el Ebión de nuestros días, estará pronto a torcer esta afirmación de la verdad para confirmar su mentira. No necesito mencionar otras herejías excepto una, pues todo el mundo sabe que son ajenas a la Iglesia. Esta excepción es una herejía que ha sido denunciada a menudo, rechazada a menudo, pero que todavía se aprovecha de nuestras entrañas. Galacia ha criado una gran prole de impíos que afirman la unidad de Dios. Alejandría ha difundido por casi todo el mundo su negación, que es una afirmación, de la doctrina de dos dioses. Panonia sostiene su pestilente doctrina de que el único nacimiento de Jesucristo fue de la Virgen. Y la Iglesia, distraída por estas religiones rivales, está en peligro de ser conducida por medio de la verdad a un rechazo de la verdad. Se le están imponiendo doctrinas con fines impíos que, según el uso que se haga de ellas, apoyarán o destruirán la fe. Por ejemplo, no podemos, como verdaderos creyentes, afirmar que Dios es uno, si con ello queremos decir que él está solo. ¿Por qué? Porque la fe en un Dios solitario niega la divinidad del Hijo. Si, por otra parte, afirmamos, como verdaderamente podemos, que el Hijo es Dios, estamos en peligro, así lo imaginan cariñosamente, de abandonar la verdad de que Dios es uno. Estamos en peligro por ambos lados, y podemos negar la unidad o podemos mantener el aislamiento. Pero éste es un peligro que no teme las cosas necias del mundo (1Cor 1,27). Nuestros adversarios son ciegos al hecho de que su afirmación de que él no está solo es consistente con la unidad; que aunque él es uno, no es solitario.
D
Las herejías son múltiples, y la verdad es una
IV
Confío que la Iglesia, con la luz de su doctrina, iluminará de tal modo la vana sabiduría del mundo, que, aunque no acepte el misterio de la fe, reconocerá que en nuestro conflicto con los herejes somos nosotros, y no ellos, los verdaderos representantes de ese misterio. Porque grande es la fuerza de la verdad, y no sólo es su propio testimonio suficiente, sino que cuanto más se la ataca, más evidente se hace, y los golpes diarios que recibe sólo aumentan su inherente estabilidad. Es propiedad peculiar de la Iglesia que cuando es golpeada triunfa, cuando es asaltada con argumentos demuestra que tiene razón, cuando es abandonada por sus partidarios mantiene el campo. Es su deseo que todos los hombres permanezcan a su lado y en su seno; si fuera por ella, nadie se volvería indigno de permanecer bajo el amparo de esa augusta madre, nadie sería expulsado o se le permitiría salir de su tranquilo retiro. Pero cuando los herejes la abandonan o ella los expulsa, la pérdida que sufre, al no poder salvarlos, se ve compensada por una mayor seguridad de que sólo ella puede ofrecer la felicidad. Esta es una verdad que el celo apasionado de las herejías rivales pone de manifiesto de la forma más clara. La Iglesia, ordenada por el Señor y establecida por sus apóstoles, es una para todos, mientras que la locura frenética de las sectas discordantes las ha separado de ella. Así pues, es obvio que estas disensiones sobre la fe son el resultado de una mente distorsionada, que tuerce las palabras de la Escritura para que se ajusten a su opinión, en lugar de ajustar esa opinión a las palabras de la Escritura. Así, en medio del choque de errores mutuamente destructivos, la Iglesia se revela no sólo por su propia enseñanza, sino por la de sus rivales. Todos ellos están alineados contra ella, y el hecho mismo de que se mantenga sola y única es su respuesta suficiente a sus engaños impíos. Las huestes de la herejía se reúnen contra ella, y ada una de ellas pretende vencer a las demás, aunque ninguna puede obtener una victoria por sí sola. La única victoria es el triunfo que la Iglesia celebra sobre todas ellas. Cada herejía esgrime contra su adversario algún arma ya destrozada, en otra ocasión, por la condena de la Iglesia. No hay ningún punto de unión entre ellas, y el resultado de sus luchas intestinas es la confirmación de la fe.
E
Los herejes se enfrentan entre ellos, y los católicos nunca
V
Sabelio descarta el nacimiento del Hijo y luego predica la unidad de Dios; pero no duda de que la poderosa naturaleza, que actuó en el Cristo humano, era Dios. Cierra los ojos al misterio revelado de la filiación, y las obras realizadas le parecen tan maravillosas que no puede creer que aquel que las realizó pudiera experimentar una verdadera generación. Además, cuando oye las palabras "el que me ha visto a mí, también ha visto al Padre" (Jn 14,9), llega a la blasfema conclusión de una identidad inseparable e indistinguible de naturaleza en el Padre y el Hijo, porque no logra ver que la revelación del nacimiento es el modo en que su unidad de naturaleza se nos manifiesta. Porque el hecho de que el Padre sea visto en el Hijo es una prueba de la divinidad del Hijo, no una refutación de su nacimiento. Así, nuestro conocimiento de cada uno de ellos está condicionado por nuestro conocimiento del otro, pues no hay diferencia de naturaleza entre ellos y, puesto que en este respecto son uno, un estudio reverente del carácter de cualquiera de ellos nos dará una verdadera visión de la naturaleza de ambos. De hecho, es cierto que aquel que estaba en la forma de Dios, debe en su autorrevelación presentarse a nosotros en el aspecto exacto de la forma de Dios (Flp 2,6). Además, este engaño perverso e insano deriva un mayor estímulo de las palabras "yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30). Del hecho de la unidad en la misma naturaleza han deducido impíamente una confusión de personas. Además, su interpretación de que las palabras significan un solo poder, contradice el tenor del pasaje, porque "yo y el Padre somos uno" no indica un Dios solitario. El uso de la conjunción y muestra claramente que se significa más de una persona, y somos requiere una pluralidad de sujetos. Además, el uno no es incompatible con un nacimiento, sino que su sentido es que las dos personas tienen una naturaleza en común. El uno es incompatible con la diferencia, y el somos no lo es con la identidad.
VI
Poned esta herejía moderna en orden de batalla contra el engaño, igualmente descabellado, de Sabelio. Y haced que saquen el mejor partido de su caso. Los nuevos herejes presentarán el pasaje "el Padre es mayor que yo", y descuidando el misterio del nacimiento divino, y el misterio del Dios que "despojándose de sí mismo, asumió la carne humana", argumentarán la inferioridad de Su naturaleza a partir de su afirmación de que el Padre es mayor. Alegarán contra Sabelio que Cristo es un Hijo, en la medida en que uno puede ser un Hijo siendo inferior al Padre y necesitando pedir la restauración a su gloria, y temiendo morir y de hecho murió. En respuesta, Sabelio aducirá Sus hechos como evidencia de su naturaleza divina; y mientras nuestra nueva herejía, para escapar de la admisión de la verdadera filiación de Cristo, estará de acuerdo de corazón con él en que Dios es uno, Sabelio afirmará enfáticamente el mismo artículo de la fe, en el sentido de que no existe Hijo. Un lado pone énfasis en la acción del Hijo, y el otro sostiene que en esa acción se manifiesta Dios. Uno demostrará la unidad, y el otro refutará la identidad. Sabelio defenderá su posición así: Las obras que se hicieron no podían haber sido realizadas por otra naturaleza que la divina. Los pecados fueron perdonados, los enfermos fueron curados, los cojos corrieron, los ciegos vieron, los muertos vivieron. Sólo Dios tiene poder para esto. Las palabras "yo y el Padre somos uno" sólo pudieron haber sido dichas por autoconocimiento, y ninguna naturaleza, fuera de la del Padre, podría haberlas pronunciado. ¿Por qué entonces sugerir una segunda sustancia y presionarme a creer en un segundo Dios? Estas obras son peculiares de Dios, y el Dios único las realizó. Sus adversarios, animados por un odio, igualmente venenoso, hacia la fe, argumentarán que el Hijo es diferente en naturaleza a Dios Padre. En todo caso, tanto unos como otros ignoran el misterio de vuestra salvación, negándose a creer en un Hijo por medio de quien se hicieron los mundos, por medio de quien fue formado el hombre, quien dio la ley por medio de los ángeles, quien nació de María, quien fue enviado por el Padre, fue crucificado, muerto y sepultado, quien resucitó de entre los muertos y está a la diestra de Dios, quien es el juez de vivos y muertos. A él debemos resucitar, debemos confesarlo, debemos ganarnos nuestro lugar en su reino. Cada uno de los dos enemigos de la Iglesia está librando la batalla por su cuenta. Sabelio muestra a Cristo como Dios mediante el testimonio de la naturaleza divina manifestada en sus obras, y los antagonistas de Sabelio confiesan que Cristo, basándose en la evidencia de la fe revelada, es el Hijo de Dios.
VII
¡Qué gloriosa victoria para nuestra fe es aquella en la que Ebión (es decir, Fotino) gana y pierde! Porque ésta castiga a Sabelio (por negar que el Hijo de Dios es hombre), y a su vez tiene que someterse a los reproches de los fanáticos arrianos (por no ver que este hombre es el Hijo de Dios, con su testimonio sobre el hijo de María). Arrio le priva de éste aliado de probar que Cristo es algo más que el hijo de María, y Sabelio niega que haya un Hijo de Dios. Contra él, Fotino eleva al hombre al lugar de Hijo. Fotino no quiere oír hablar de un Hijo nacido antes de los mundos. Contra él, Arrio niega que el único nacimiento del Hijo de Dios sea su nacimiento humano. Que se derroten mutuamente a su antojo, pues cada victoria que cada uno de ellos obtiene se equilibra con una derrota. Nuestros adversarios actuales se enfadan por la naturaleza divina del Hijo, Sabelio por la existencia revelada del Hijo y Fotino al negar el nacimiento del Hijo antes de los mundos. Mientras tanto, la Iglesia, cuya fe se basa en la enseñanza de los evangelistas y apóstoles, se mantiene firme contra Sabelio (en su afirmación de que el Hijo existe), contra Arrio (en su afirmación de que es Dios por naturaleza) y contra Fotino (en su afirmación de que creó el universo). Y está más convencida de su fe cuanto que no pueden ponerse de acuerdo para contradecirla. Pues Sabelio señala las obras de Cristo como prueba de la divinidad de aquel que las realizó (aunque no sabe que el Hijo fue su autor), Arrio le concede el nombre de Hijo (aunque no confiesa que la verdadera naturaleza de Dios habitó en él) y Fotino mantiene su humanidad (aunque al mantenerla olvida que Cristo nació como Dios antes de los mundos). Así, en sus diversas afirmaciones y negaciones, hay puntos en los cuales cada herejía tiene razón en la defensa y no en el ataque; y el resultado de sus conflictos es que la verdad de nuestra confesión sale a la luz con mayor claridad.
F
La divinidad de Cristo, definida en "el Verbo era Dios"
VIII
Sentí que debía dedicar un poco de espacio a señalar esto. No lo hice por afán de amplificación, sino para que sirviera de advertencia. En primer lugar, quise exponer el carácter vago y confuso de esta multitud de herejías, cuyas enemistades mutuas se vuelven, como hemos visto, en nuestro beneficio. En segundo lugar, en mi lucha contra las doctrinas blasfemas de la herejía moderna, y proclamar que tanto Dios Padre como Dios Hijo son Dios (en otras palabras, que Padre e Hijo son uno en nombre, uno en naturaleza, uno en el tipo de divinidad que poseen), quise protegerme de cualquier acusación que pudiera presentarse contra mí, ya sea como defensor de dos dioses o de una deidad solitaria y aislada. Porque en Dios Padre y Dios Hijo, tal como los he expuesto, no se puede detectar ninguna confusión de personas, ni en mi exposición de su naturaleza común se puede discernir ninguna diferencia entre la divinidad del uno y del otro. En el libro VI refuté suficientemente, con el testimonio de los evangelios, a los que niegan la subsistencia de Dios Hijo por un verdadero nacimiento de Dios. Ahora, mi deber es demostrar que aquel que en la verdad de su naturaleza es Hijo de Dios, es también en la verdad de su naturaleza Dios. Esta prueba no degenerará en la fatal profesión de un Dios solitario, o de un segundo Dios, sino que manifestará a Dios como uno, aunque no solo. En su cuidado por evitar el error de hacerlo solitario, no caerá en el error de negar su unidad.
IX
Así pues, tenemos todas estas diferentes garantías de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo: su nombre, su nacimiento, su naturaleza, su poder, su propia afirmación. En cuanto al nombre, creo que no hay duda posible. Está escrito: "En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios" (Jn 1,1). ¿Qué razón puede haber para sospechar que él no es lo que indica su nombre? ¿Y no describe este nombre claramente su naturaleza? Si se contradice una afirmación, debe ser por alguna razón. ¿Qué razón hay en este caso, pregunto, para negar que él es Dios? El nombre se le da, clara y distintamente, y sin ninguna adición incongruente que pudiera suscitar una duda. El Verbo, el que "se hizo carne", no era otro que Dios. Aquí no hay escapatoria para ninguna conjetura como la de que él ha recibido este nombre como un favor o lo ha tomado para sí mismo, poseyendo así una divinidad titular que no es suya por naturaleza.
G
La filiación de Cristo, definida en "tú eres el Hijo de Dios"
X
Consideremos los otros casos registrados en los que este nombre fue dado por favor o asumido. En primer lugar, a Moisés se le dijo: "Te he constituido dios para el faraón" (Ex 7,1). ¿No explica este añadido, al faraón, el título? ¿Impartió Dios a Moisés la naturaleza divina? ¿No hizo más bien a Moisés un dios a los ojos del faraón, quien iba a ser herido de terror, cuando la serpiente de Moisés se tragó a las serpientes mágicas y se convirtió en una vara, o cuando ahuyentó a las moscas venenosas que había invocado, o cuando detuvo el granizo con el mismo poder con el que lo había convocado, o cuando hizo que las langostas se fueran con el mismo poder que las había traído, o cuando en las maravillas que realizó los magos vieron el dedo de Dios? Ése fue el sentido en el que Moisés fue designado dios para el faraón: que fuera temido y suplicado, castigado y sanado. Una cosa es ser designado dios, y otra cosa es ser Dios. Fue hecho dios por el Faraón, mas no tenía esa naturaleza y ni ese nombre en que consiste Dios. Recuerdo otro ejemplo de un nombre dado como título, donde está escrito "sois dioses". Pero esto es obviamente la concesión de un favor, y no la prueba de una definición, sino tan sólo una descripción de aquel que elige hablar así. Una definición nos da conocimiento del objeto definido; una descripción depende de la voluntad arbitraria del hablante. Cuando un hablante manifiestamente confiere un título, ese título tiene su origen sólo en las palabras del hablante, no en la cosa en sí. El título no es el nombre, ni expresa su naturaleza y tipo.
XI
En este caso, el Verbo es verdaderamente Dios, y la esencia de la divinidad está en el Verbo, y esa esencia se expresa en el nombre del Verbo. En efecto, el nombre Verbo es inherente al Hijo de Dios como consecuencia de su nacimiento misterioso, como lo son también los nombres sabiduría y poder. Estos, junto con la sustancia que es suya por un verdadero nacimiento, fueron llamados a la existencia para ser el Hijo de Dios. Sin embargo, como son los elementos de la naturaleza de Dios, todavía están inmanentes en él en una extensión no disminuida, aunque nacieron de él para ser su Hijo. En efecto, como hemos dicho tantas veces, el misterio que predicamos es el de un Hijo que debe su existencia no a la división, sino al nacimiento. No es un segmento cortado (y, por lo tanto, incompleto), sino un descendiente nacido (y, por lo tanto, perfecto). Esto es así porque el nacimiento no implica disminución del engendrador, y tiene la posibilidad de perfección para el engendrado. Por eso, los títulos de esas propiedades sustantivas se aplican a Dios el Unigénito, porque cuando él vino a la existencia por nacimiento, fueron ellas las que constituyeron su perfección; y esto aunque no abandonaron por ello al Padre, en quien, por la inmutabilidad de su naturaleza, están eternamente presentes. Por ejemplo, el Verbo es Dios el Unigénito, y sin embargo, el Padre ingénito nunca está sin su Verbo. No es que la naturaleza del Hijo sea la de un sonido que se pronuncia. Él es Dios de Dios, subsistiendo a través de un verdadero nacimiento. El propio Hijo de Dios, nacido del Padre, indistinguible de él en naturaleza y, por lo tanto, inseparable. Ésta es la lección que su título de Verbo pretende enseñarnos. De la misma manera, Cristo es la sabiduría y el poder de Dios. No que él sea, como a menudo se le considera, la actividad interna del poder o pensamiento del Padre, sino que su naturaleza, que posee a través del nacimiento una verdadera existencia sustancial, se indica con estos nombres de fuerzas internas. En efecto, un objeto que tiene por nacimiento una existencia propia no puede ser considerado como una propiedad, así como una propiedad es necesariamente inherente a algún ser y no puede tener una existencia independiente. Pero fue para evitar que concluyéramos que el Hijo es ajeno a la naturaleza divina de su Padre que él, el Unigénito del Dios eterno, su Padre, nació como Dios a una existencia sustancial. El Hijo de Dios, por su propia cuenta, se nos ha revelado bajo estos nombres de propiedades, de las cuales el Padre, de quien vino a la existencia, no ha sufrido ninguna disminución. Así, él, siendo Dios, no es nada más que Dios. Porque cuando oigo las palabras "el Verbo era Dios", no me dicen simplemente que el Hijo fue llamado Dios, sino que revelan que él es Dios. En aquellos casos anteriores, donde Moisés fue llamado dios y otros fueron llamados dioses, hubo una mera adición de un nombre a modo de título. Aquí se afirma una verdad esencial sólida: "El Verbo era Dios". Éste no es un título accidental, sino una realidad eterna, un elemento permanente de su existencia, un carácter inherente a su naturaleza.
XII
Veamos ahora si la confesión del apóstol Tomás, cuando exclamó "Señor mío y Dios mío", se corresponde con esta afirmación del evangelista. En primer lugar, vemos que habla de aquel a quien confiesa ser Dios, como "mi Dios". Por otra parte, Tomás conocía sin duda aquellas palabras del Señor: "Escucha, Israel: el Señor tu Dios es uno". ¿Cómo, pues, pudo la fe de un apóstol llegar a olvidarse tanto de ese mandamiento primordial de confesar a Cristo como Dios, cuando la vida está condicionada a la confesión de la unidad divina? Fue porque, a la luz de la resurrección, todo el misterio de la fe se había hecho visible para el apóstol. Tomás había oído a menudo palabras como, "yo y el Padre somos uno", "todo lo que tiene el Padre es mío", "yo en el Padre y el Padre en mí", y ahora puede confesar que el nombre de Dios expresa la naturaleza de Cristo, sin peligro para la fe. Sin quebrantar su lealtad al único Dios, el Padre, su devoción podía ahora considerar al Hijo de Dios como Dios, puesto que creía que todo lo contenido en la naturaleza del Hijo era verdaderamente de la misma naturaleza que el Padre. Ya no tenía por qué temer que una confesión como la suya fuera la proclamación de un segundo Dios, ni una traición a la unidad de la naturaleza divina, porque no era un segundo Dios a quien ese nacimiento perfecto de la deidad había traído a la existencia. Así, fue con pleno conocimiento del misterio del evangelio que Tomás confesó a su Señor y a su Dios. No era un título de honor; era una confesión de naturaleza. Creía que Cristo era Dios en sustancia y en poder. Y el Señor, a su vez, muestra que este acto de adoración era la expresión no de mera reverencia, sino de fe, cuando dice: "Porque has visto, has creído. Bienaventurados los que no han visto, y han creído". Porque Tomás había visto antes de creer. Me preguntas qué fue lo que creyó Tomás. Esto mismo, sin duda: "Señor mío y Dios mío". Ninguna naturaleza sino la de Dios podría haber resucitado por su propio poder de la muerte a la vida; y es este hecho, que Cristo es Dios, lo que fue confesado por Tomás con la confianza de una fe segura. ¿Soñaremos, entonces, que su nombre de Dios no es una realidad sustancial, cuando ese nombre ha sido proclamado por una fe basada en evidencia cierta? Seguramente un Hijo devoto de su Padre, uno que no hizo su propia voluntad sino la voluntad de aquel que lo envió, Que no buscó su propia gloria sino la gloria de aquel de quien vino, habría rechazado la adoración involucrada en tal nombre como destructora de esa unidad de Dios que había sido el tema de su enseñanza. Sin embargo, él confirma esta afirmación de la verdad misteriosa (hecha por el apóstol creyente), y acepta como suyo el nombre que pertenece a la naturaleza del Padre, y enseña que son bienaventurados aquellos que, aunque no lo han visto resucitar de entre los muertos, han creído, en la seguridad de la resurrección, que él es Dios.
H
Padre e Hijo no son dos, sino un solo Dios
XIII
Así pues, el nombre que expresa su naturaleza prueba la verdad de nuestra confesión de fe. Pues el nombre, que indica una sustancia singular, señala también cualquier otra sustancia del mismo tipo. En este caso, no hay dos sustancias, sino una sola sustancia, de una sola especie. Pues el Hijo de Dios es Dios, y ésta es la verdad expresada en su nombre. El nombre único no abarca dos dioses, pues el nombre único de Dios es el nombre de una naturaleza indivisible. Y puesto que el Padre es Dios y el Hijo es Dios, y el nombre que es peculiar de la naturaleza divina es inherente a cada uno, por lo tanto, los dos son uno. En efecto, el Hijo, aunque subsiste por un nacimiento de la naturaleza divina, conserva sin embargo la unidad en su nombre. Este nacimiento del Hijo no obliga a los creyentes leales a reconocer dos dioses, ya que nuestra confesión declara que el Padre y el Hijo son uno, tanto en naturaleza como en nombre. Así pues, el Hijo de Dios tiene el nombre divino como resultado de su nacimiento. Ahora bien, el segundo paso en nuestra demostración era el de mostrar que es en virtud de su nacimiento que él es Dios. Todavía tengo que presentar la evidencia de los apóstoles de que el nombre Divino se usa para referirse a él en un sentido exacto; pero por el momento me propongo continuar nuestra investigación sobre el lenguaje de los evangelios.
I
Padre e Hijo comparten la misma naturaleza
XIV
En primer lugar, pregunto qué elemento nuevo, destructor de su divinidad, puede haber sido introducido por el nacimiento en la naturaleza del Hijo. La razón universal rechaza la suposición de que un ser pueda llegar a ser diferente en naturaleza, por el proceso del nacimiento, del ser al que se debe su nacimiento. Por supuesto, reconocemos la posibilidad de que de padres, diferentes en especie, pueda propagarse una descendencia que comparta la naturaleza de ambos y sea diferente de cualquiera de ellos. El hecho es familiar en el caso de los animales, tanto domésticos como salvajes. Pero incluso en este caso no hay una novedad real, pues las nuevas cualidades ya existen (ocultas en las dos naturalezas parentales diferentes), y solo se desarrollan por la conexión. El nacimiento de su descendencia conjunta no es la causa de la diferencia de esa descendencia con sus padres. La diferencia es un don de ellos de varias diversidades, que se reciben y combinan en una sola estructura. En cuanto a la transmisión y recepción de las diferencias corporales, ¿no es una locura afirmar que el nacimiento de Dios unigénito fue el nacimiento de Dios de una naturaleza inferior a él? Pues el dar a luz es una función de la verdadera naturaleza del transmisor de la vida; y sin la presencia y acción de esa verdadera naturaleza no puede haber nacimiento. El objeto de todo este ardor y pasión herética es demostrar que no hubo nacimiento, sino una creación del Hijo de Dios, y que la naturaleza divina no es su origen, y que él no posee esa naturaleza en su subsistencia personal, sino que extrae, de lo que no existía, una naturaleza diferente en especie de la divina. Por ello, los herejes se enojan cuando Jesús dice: "Lo que nace de la carne, carne es, y lo que nace del Espíritu, espíritu es" (Jn 3,6). Porque, siendo Dios Espíritu, está claro que en uno nacido de él no puede haber nada ajeno o diferente de ese Espíritu del que nació. Así, el nacimiento de Dios lo constituye Dios perfecto. De aquí también que sea evidente que no debemos decir que él comenzó a existir, sino solamente que nació. Porque en cierto sentido el comienzo es diferente del nacimiento. Una cosa que comienza a existir o surge de la nada, o se desarrolla de un estado a otro, dejando de ser lo que era antes. Así, por ejemplo, el oro se forma de la tierra, los sólidos se funden en líquidos, el frío se transforma en calor, el blanco en rojo, el agua engendra seres móviles, los objetos inertes se convierten en vivos. En contraste con todo esto, el Hijo de Dios no comenzó, de la nada, a ser Dios, sino que nació como Dios. De otra clase antes de lo divino. Así, pues, aquel que nació para ser Dios no tuvo ni un principio de su divinidad, ni tampoco un desarrollo hasta ella. Su nacimiento conservó para él aquella naturaleza de la que vino a ser. El Hijo de Dios, en su existencia distinta, es lo que Dios es, y no es otra cosa.
XV
Cualquiera que tenga dudas sobre este asunto puede obtener de los judíos un conocimiento preciso de la naturaleza de Cristo. O más bien, aprender que él nació verdaderamente del evangelio, donde está escrito: Por eso los judíos procuraban más matarlo porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que "también decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios" (Jn 5,18). Este pasaje es diferente a la mayoría de los demás en que no nos da las palabras dichas por los judíos, sino la explicación del apóstol de su motivo al querer matar al Señor. Vemos así que ninguna excusa de malentendido puede excusar la maldad de estos blasfemos, sobre todo tras la evidencia del apóstol de que "la verdadera naturaleza de Cristoha sido revelada plenamente". Los apóstoles podían hablar de su nacimiento porque dijo que "Dios era su Padre, haciéndose igual a Dios". ¿No fue claramente su nacimiento de la naturaleza a partir de la naturaleza, cuando publicó la igualdad de su naturaleza al hablar de Dios, por nombre, como su propio Padre? Ahora bien, es evidente que la igualdad consiste en la ausencia de diferencia entre los que son iguales. ¿No es también evidente que el resultado del nacimiento debe ser una naturaleza en la que no haya diferencia entre el Hijo y el Padre? Éste es el único origen posible de la verdadera igualdad, pues el nacimiento sólo puede dar origen a una naturaleza igual a su origen. Por ello, no podemos sostener que hay igualdad donde hay confusión, como tampoco podemos sostener que hay igualdad donde hay diferencia. Así pues, la igualdad, como se ve en Hb 1,3, es incompatible con el aislamiento y con la diversidad, porque la igualdad no puede vivir con la diferencia, ni tampoco en la soledad.
XVI
Aunque hemos encontrado que el sentido de la Escritura, tal como la entendemos, está en armonía con las conclusiones de la razón ordinaria, y que ambos están de acuerdo en que la igualdad es incompatible tanto con la diversidad como con el aislamiento, debemos buscar un nuevo apoyo para nuestra afirmación en las palabras reales de nuestro Señor. Porque sólo así podemos refrenar esa licencia de interpretación arbitraria con la que estos atrevidos calumniadores de la fe se atreven incluso a poner reparos a la solemne autorrevelación del Señor. Su respuesta a los judíos fue ésta:
"El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre. Todo lo que él hace, también lo hace el Hijo igualmente. El Padre ama al Hijo, y le muestra todas las cosas que él hace, y le mostrará obras mayores que éstas, para que os maravilléis. Porque así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que él quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que ha dado todo el juicio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió" (Jn 5,19-22).
El curso de nuestro argumento, tal como lo había formado en mi mente, requería que cada uno de los puntos del debate se tratara individualmente. Y que, puesto que se nos había enseñado que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, es Dios en nombre, en nacimiento, en naturaleza, en poder y en autorrevelación, nuestra demostración de la fe debía establecer cada punto sucesivo en ese orden. Pero su nacimiento es una barrera para tal tratamiento de la cuestión, porque una consideración de ella incluye una consideración de su nombre, naturaleza, poder y autorrevelación. Su nacimiento involucra todos estos, y son suyos por el hecho de que él nació. Así, nuestro argumento sobre su nacimiento ha tomado un curso tal que es imposible para nosotros dejar estos otros asuntos para una discusión separada en su turno.
XVII
La razón principal por la que los judíos querían matar al Señor era que, al llamar a Dios su Padre, se había hecho igual a Dios. Por eso, presentó su respuesta, en la que reprobaba su mala pasión, en forma de una exposición de todo el misterio de nuestra fe. Porque poco antes de esto, cuando había curado al paralítico y habían emitido su juicio sobre él, diciéndole que era digno de muerte por quebrantar el sábado, había dicho: "Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo". Su celo se había inflamado hasta el extremo por la elevación de sí mismo al nivel de Dios que implicaba este uso del nombre de Padre. Y ahora quiere afirmar su nacimiento y revelar los poderes de su naturaleza, y por eso dice: "El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre". Estas palabras iniciales de su respuesta están dirigidas a ese celo perverso de los judíos, que los impulsó incluso al deseo de matarlo. En referencia a la acusación de quebrantar el sábado, dice: "Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo". Quería que entendieran que su práctica estaba justificada por la autoridad divina. Por eso, les enseñó con las mismas palabras que su obra debe ser considerada como la obra del Padre, el cual estaba obrando en él todo lo que hacía. Además, fue para dominar los celos despertados por su hablar de Dios como su Padre que pronunció estas palabras: "El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre". Para que este hacerse igual a Dios, por tener el nombre y la naturaleza del Hijo de Dios, no apartara la fe de los hombres de la verdad de que había nacido, dice que el Hijo no puede hacer nada sino lo que ve hacer al Padre. A continuación, en confirmación de la armonía salvadora de las verdades en nuestra confesión de Padre y de Hijo, muestra esta naturaleza que es suya por nacimiento, esta naturaleza que deriva su poder de acción no de sucesivos dones de fuerza (para hacer acciones particulares), sino del conocimiento. Muestra que este conocimiento no es impartido por la realización de cualquier obra corporal por parte del Padre, como un modelo, para que el Hijo pueda imitar lo que el Padre ha hecho previamente; sino que, por la acción de la naturaleza divina, él había llegado a compartir la subsistencia de la naturaleza divina, o, en otras palabras, había nacido como Hijo del Padre. Les dijo que, debido a que el poder y la naturaleza de Dios habitaba conscientemente en él, le era imposible hacer algo que no hubiera visto hacer al Padre. Y que, puesto que en el poder del Padre que el Unigénito de Dios realiza sus obras, su libertad de acción coincide en su alcance con su conocimiento de los poderes de la naturaleza de Dios el Padre (una naturaleza inseparable de él mismo y legítimamente poseída por él en virtud de su nacimiento). ¿Por qué? Porque Dios no ve de una manera corporal, sino que posee, por su naturaleza, la visión de la omnipotencia.
J
Padre e Hijo no son la misma persona
XVIII
Las palabras siguientes son: "Todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo, de la misma manera". La expresión "de la misma manera" se añade para indicar su nacimiento; "todo lo que es igual" para indicar la verdadera divinidad de su naturaleza. La expresión "todo lo que" hace imposible que haya acciones suyas que sean diferentes o ajenas a las acciones del Padre. Así, él, cuya naturaleza tiene poder para hacer todas las mismas cosas que el Padre, está incluido en la misma naturaleza que el Padre. En contraste con esto, leemos que todas estas mismas cosas son hechas por el Hijo de la misma manera, el hecho de que las obras sean como las de otro es fatal para la suposición de que aquel que las hace trabaja aisladamente. Así, las mismas cosas que hace el Padre son todas hechas de la misma manera por el Hijo. Aquí tenemos una prueba clara de su verdadero nacimiento, y al mismo tiempo un testimonio convincente del misterio de nuestra fe, que, con su fundamento en la unidad de la naturaleza de Dios, confiesa que en el Padre y en el Hijo reside una divinidad indivisible. Porque el Hijo hace las mismas cosas que el Padre, y las hace de la misma manera, y mientras actúa de la misma manera, hace las mismas cosas. Dos verdades se combinan en una proposición. Que sus obras se hacen de la misma manera prueba su nacimiento, y que son las mismas obras prueba su naturaleza.
K
Jesucristo, dotado del poder divino
XIX
La revelación progresiva contenida en la respuesta de nuestro Señor es una con la declaración progresiva de la verdad en la confesión de fe de la Iglesia. Ninguna de ellas divide la naturaleza, y ambas declaran el nacimiento. En concreto, las palabras de Cristo son: "El Padre ama al Hijo, y le muestra todas las cosas que él hace; y él le mostrará obras mayores que éstas, para que os maravilléis. Porque como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que él quiere". ¿Puede haber algún otro propósito en esta revelación de la manera en que Dios obra, excepto el de inculcar el verdadero nacimiento; la fe en un Hijo subsistente nacido del Dios subsistente, su Padre? La única otra explicación es que Dios el Unigénito era tan ignorante que necesitaba la instrucción transmitida en esta demostración. Es lo que defiende la blasfemia temeraria. Por consiguiente, las palabras "el Padre ama al Hijo y le muestra todas las cosas que él hace" nos informan que toda esta demostración es para nuestra instrucción en la fe, para que el Padre y el Hijo puedan tener su parte igual en nuestra confesión, y para que seamos salvos del engaño de que el conocimiento del Hijo es imperfecto. Con este objeto continúa diciendo: "Y le mostrará obras mayores que éstas, para que os maravilléis. Porque así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que él quiere". Vemos aquí que el Hijo tiene pleno conocimiento de las obras futuras que el Padre le mostrará en el futuro. Él sabe que se le mostrará cómo, siguiendo el ejemplo de su Padre, ha de dar vida a los muertos. Porque dice que el Padre mostrará al Hijo cosas de las que se maravillarán; y de inmediato procede a decirles cuáles son estas cosas. Porque así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. El poder es igual porque la naturaleza es una y la misma. La demostración de las obras es una ayuda, no a la ignorancia en él, sino a la fe en nosotros. No transmite al Hijo ningún conocimiento. El nacimiento de Cristo no es una revelación de cosas desconocidas, sino que nos da la confianza para proclamar su nacimiento, asegurándonos que el Padre le ha mostrado todas las obras que él mismo puede hacer. Los términos usados en este discurso divino han sido escogidos con la mayor deliberación, para que ninguna vaguedad del lenguaje sugiera una diferencia de naturaleza entre los dos. Cristo dice que las obras del Padre le fueron mostradas, en lugar de decir que, para permitirle realizarlas, le fue dada una naturaleza poderosa. Con esto quiere revelarnos que esta demostración fue una parte sustancial del proceso de su nacimiento, ya que, simultáneamente con ese nacimiento, se le impartió por el amor del Padre un conocimiento de las obras que el Padre quería que hiciera. Y nuevamente, para evitar que seamos llevados a suponer que la naturaleza del Hijo es ignorante, y diferente de la del Padre, deja en claro que él ya sabe las cosas que se le han de mostrar. En verdad, Dios está tan lejos de necesitar la autoridad de un precedente para poder actuar, que ha de dar vida a quien él quiere. Querer implica una naturaleza libre, que subsiste con poder para elegir en el ejercicio dichoso de la omnipotencia.
L
Jesucristo, dotado del juicio divino
XX
Para que no parezca que dar vida a quien él quiere no está dentro del poder de aquel que ha nacido verdaderamente, sino que es sólo prerrogativa de la omnipotencia ingenua, se apresura a añadir: "El Padre no juzga a nadie, sino que ha dado todo el juicio al Hijo". La afirmación de que todo el juicio le ha sido dado enseña tanto su nacimiento como su filiación, pues sólo una naturaleza totalmente una con la del Padre podría poseer todas las cosas; y un Hijo no puede poseer nada, excepto por don. Pero todo el juicio le ha sido dado porque él da vida a quien él quiere. Ahora bien, no podemos suponer que se le quite el juicio al Padre, aunque él no lo ejerza, porque todo el poder de juzgar del Hijo procede del Padre, siendo un don de él. Y no se oculta la razón por la que se le ha dado el juicio al Hijo, pues las palabras que siguen son: "El Padre ha dado todo el juicio al Hijo, para que todos los hombres honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió". ¿Qué excusa posible queda para la duda o para la irreverencia de la negación? La razón del don del juicio es que el Hijo puede recibir un honor igual al que se le rinde al Padre; y así, quien deshonra al Hijo es culpable de deshonrar también al Padre. ¿Cómo, después de esta prueba, podemos imaginar que la naturaleza que le fue dada por nacimiento es diferente de la del Padre, cuando él es igual al Padre en obra, en poder, en honor, en el castigo otorgado a los contradictores? Así, toda esta respuesta divina no es otra cosa que un desarrollo del misterio de su nacimiento. Y la única distinción que es correcta, o posible hacer entre el Padre y el Hijo, es que este último nació, en un sentido tal como para ser uno con su Padre.
M
Jesucristo, dotado de la verdad divina
XXI
Así pues, el Padre obra hasta ahora, y el Hijo obra también. En Padre e Hijo tenéis los nombres que expresan la naturaleza de cada uno en relación con el otro. Observad también que es la naturaleza divina, aquella por medio de la cual Dios obra, la que obra aquí. Y recordad, para que no caigáis en el error de imaginar que aquí se describe la operación de dos naturalezas diferentes, lo que se dijo acerca del ciego: "Para que las obras de Dios se manifiesten en él, es necesario que yo haga las obras del que me envió" (Jn 9,3). Veis que en este caso la obra realizada por el Hijo es obra del Padre; y la obra del Hijo es obra de Dios. El resto del discurso que estamos considerando también trata de las obras. No obstante, por ahora mi defensa se ocupará tan sólo de asignar toda la obra a ambos, y de señalar que son uno en su método de obrar, puesto que el Hijo se ocupa de la obra que el Padre hace hasta ahora. La sanción contenida en este hecho de que, en virtud de su nacimiento divino, el Padre está trabajando con él en todo lo que hace, nos salvará de suponer que el Señor del sábado estaba haciendo mal al trabajar en el sábado. Su filiación no se ve afectada, porque no hay confusión de su divinidad con la del Padre, ni negación de ella. Su divinidad no se ve afectada, porque su naturaleza divina está intacta. Su unidad no se ve afectada (porque no se revela ninguna diferencia que los separe), y no se presenta de tal manera que contradiga su existencia distinta. Primero reconocemos la filiación del Hijo: El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre. Aquí Su nacimiento se manifiesta; debido a ello, él no puede hacer nada por sí mismo hasta que lo vea hecho. Él no puede ser desengendrado, porque él no puede hacer nada por sí mismo, él no tiene poder de iniciación, y por lo tanto debe haber nacido. Pero el hecho de que él puede ver las obras del Padre prueba que él tiene la comprensión que pertenece al poseedor consciente de la Divinidad. A continuación, nótese que él posee esta verdadera naturaleza divina (porque "todo lo que él hace, también lo hace el Hijo de la misma manera"), y cómo esto resulta en unidad, y cómo una naturaleza habita en los dos (para que "todos los hombres honren al Hijo, así como honran al Padre". Para que la reflexión sobre esta unidad no enrede a nadie en el engaño de un Dios solitario y autosuficiente, y sí les haga tomar en serio el misterio de la fe, el propio Cristo manifesta estas palabras: "El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió". La rabia y la astucia de la herejía pueden hacer lo peor, mas nuestra posición es inexpugnable. Él es el Hijo (porque no puede hacer nada por sí mismo) y él es Dios (porque, todo lo que hace el Padre, lo hace también él). Los dos son uno (porque es igual en honor al Padre y hace las mismas obras), y él no es el Padre (porque es enviado). ¡Tan grande es la riqueza de la verdad misteriosa contenida en esta única doctrina del nacimiento! Abarca su nombre, su naturaleza, su poder y su autorrevelación, porque todo lo que se le transmite en su nacimiento debe estar contenido en esa naturaleza de la que se deriva su nacimiento. En su naturaleza no se introduce ningún elemento de ninguna sustancia diferente en especie de la de su autor, porque una naturaleza que surge de una sola naturaleza debe ser completamente una con esa naturaleza que es su padre. Esta unidad es lo que hace, al no contener elementos discordantes, ser uno en especie consigo mismo. Mas una unidad constituida por medio del nacimiento no puede ser solitaria, porque la soledad sólo puede tener un único ocupante (mientras que una unidad constituida a través del nacimiento implica la conjunción de Dos).
XXII
Sobre que sus propias palabras divinas den testimonio de él, él dice: "Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás, y ni nadie las arrebatará de mi mano. Lo que mi Padre me ha dado es mayor que todo, y nadie las podrá arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,27-30). ¿Qué letargo puede embotar tan completamente el filo de nuestro entendimiento como para hacer que una declaración tan precisa nos resulte oscura por un momento? ¿Qué sofisma orgulloso puede jugar tales bromas con la docilidad humana como para persuadir a aquellos que han aprendido de estas palabras el conocimiento de lo que es Dios, que no deben reconocer a Dios en aquel cuya divinidad les fue revelada aquí? La herejía debe presentar otros evangelios en apoyo de su doctrina. O bien, si nuestros evangelios existentes son los únicos documentos que enseñan acerca de Dios, ¿por qué no creen en las lecciones enseñadas? Y si son la única fuente de conocimiento, ¿por qué no sacar de ellos fe, así como conocimiento? Sin embargo, ahora encontramos que su fe se sostiene en desafío a su conocimiento, y que es una fe arraigada no en el conocimiento (sino en el pecado), y que es una fe de audaz irreverencia (en lugar de humildad reverente) hacia la verdad reconocida confesamente. Dios el Unigénito, como hemos visto, completamente seguro de su propia naturaleza, revela con la mayor precisión de lenguaje el misterio de su nacimiento. Lo revela, inefable como es, de tal manera que podemos creerlo y confesarlo, y podemos entender que él nació, y creer que él tiene la naturaleza de Dios, y que es uno con el Padre, y que es uno con él en tal sentido que Dios no está solo (sin su Hijo) y no deja de ser Padre. En primer lugar, nos asegura los poderes de su naturaleza divina, diciendo de sus ovejas: "Y nadie las arrebatará de mi mano". Es la expresión de poder consciente, esta confesión de energía libre e irresistible, lo que permitirá que ningún hombre arrebate sus ovejas de su mano. Pero más que esto; no sólo tiene la naturaleza de Dios, sino que quiere que nosotros también las arrebatemos. Sabe que su naturaleza es la suya por nacimiento de Dios, y por eso añade: "Lo que el Padre me ha dado es mayor que todo". No oculta su nacimiento del Padre, pues lo que recibió del Padre dice que es mayor que todo. Y el que lo recibió, lo recibió al nacer, no después de nacer. Sin embargo, le vino de otro, pues lo recibió. Pero el que recibió este don de otro nos prohíbe suponer que él mismo es diferente en especie de ese otro, y no subsiste eternamente con la misma naturaleza que la de aquel que dio el don, al decir: "Nadie podrá arrebatarlas de la mano de mi Padre". Nadie puede arrebatarlas de su mano, porque ha recibido de su Padre lo que es mayor que todas las cosas. ¿Qué significa, entonces, esta afirmación contradictoria de que "nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre"? Esto mismo: que la mano del Hijo es la que la recibió del Padre, y que la mano del Padre es la que dio al Hijo. ¿En qué sentido se dice que lo que no puede ser arrebatado de la mano del Hijo no puede ser arrebatado de la mano del Padre? Escucha, si quieres saber: "Yo y el Padre somos uno". La mano del Hijo es la mano del Padre. Porque la naturaleza divina no se deteriora ni deja de ser la misma al pasar por el nacimiento; ni tampoco esta igualdad es un obstáculo para nuestra fe en el nacimiento, porque en ese nacimiento no se admitió ningún elemento extraño en su naturaleza. Aquí habla de la mano del Hijo, que es la mano del Padre, para que por una semejanza corporal puedas aprender el poder de la única naturaleza divina que está en ambos, y que la naturaleza y el poder del Padre están en el Hijo. Y finalmente, para que en esta misteriosa verdad del nacimiento puedas discernir la verdadera e indistinguible unidad de la naturaleza de Dios, se dijeron las palabras: "Yo y el Padre somos uno". Se dijeron para que en esta unidad no viéramos ni diferencia ni soledad, pues son dos, y sin embargo, ninguna segunda naturaleza llegó a existir a través de ese verdadero nacimiento y generación.
XXIII
Si leo bien, en estas almas enloquecidas subsiste todavía el mismo deseo , aunque se ha perdido la oportunidad de satisfacerlo. Sus corazones amargados aún albergan un anhelo de maldad que ya no pueden esperar satisfacer. El Señor está en su trono en el cielo, y el odio furioso de la herejía no puede arrastrarlo, como hicieron los judíos, a la cruz. Pero el espíritu de incredulidad es el mismo, aunque ahora toma la forma de rechazo de su divinidad. Desafían sus palabras, aunque no pueden negar que las pronunció. Expresan su odio en blasfemias, y en lugar de piedras prodigan insultos. Si pudieran, lo harían descender de su trono para una segunda crucifixión. Cuando los judíos se enfurecieron por la novedad de la enseñanza de Cristo, leemos: "Los judíos tomaron piedras para apedrearlo". Él les dijo: "Muchas buenas obras os he mostrado de parte del Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?". Los judíos le respondieron: "Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia. Porque tú, siendo hombre, te haces Dios" (Jn 10,31-33). Te pido, hereje, que reconozcas en esto tus propias acciones, tus propias palabras. Ten por seguro que eres su cómplice, pues has hecho de su incredulidad tu modelo. En efecto, fue ante las palabras "yo y el Padre somos uno" que los judíos tomaron piedras, pues su irritación impía (ante la revelación de ese misterio salvador) les impulsó incluso al intento de matar. No hay nadie a quien puedas apedrear, mas ¿es tu culpa al negarlo menor que la de ellos? La voluntad es la misma, aunque está frustrada por su trono en el cielo. No, no eres tú menos impío que el judío. Porque el judío levantó su piedra contra el cuerpo, mas tú levantas la tuya contra el Espíritu; él contra el hombre, y tú contra Dios; él contra un peregrino en la tierra, y tú contra aquel que se sienta en el trono de la majestad; él contra uno a quien no conocía, y tú contra aquel a quien confiesas; él contra el Cristo mortal, y tú contra el Juez del universo. El judío dice "siendo hombre", y tú dices "siendo una criatura". Tú y el judío os unís, pues, en el grito: "Hazte Dios", con la misma insolencia de blasfemia. Tú niegas que él sea Dios engendrado por Dios, y que él sea el Hijo de Dios, y que sus palabras "yo y el Padre somos Uno" contengan la afirmación de una misma naturaleza en ambos. Nos imponéis en su lugar un dios moderno, extraño y ajeno, que no es Dios sino otra criatura más.
XXIV
El misterio que se esconde en las palabras "yo y el Padre somos uno" te llena de ira, oh hereje. Ante tales palabras, el judío respondió: "Tú, siendo hombre, te haces Dios". Pero tu blasfemia es todavía peor, porque le vienes a decir: "Tú, siendo criatura, te haces Dios", así como: "No eres Hijo por nacimiento, ni eres Dios en verdad, sino que eres una criatura", y: "No naciste para ser Dios, y me niego a creer que el Dios incorpóreo haya dado a luz tu naturaleza", y: "Tú y el Padre no sois uno, pues tú no eres el Hijo, ni eres como Dios, ni eres Dios". El Señor tenía su respuesta para los judíos, que responde al caso de tu blasfemia incluso mejor que a la de ellos:
"Si la Escritura llamó dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y la Escritura no puede ser quebrantada, ¿decís que yo, a quien el Padre santificó y envió al mundo, blasfemo, porque digo que soy Hijo de Dios? Si no hago las obras del Padre, no me creáis. Mas si las hago, creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí y yo en él" (Jn 10,34-38).
El tema de esta respuesta fue dictado por el del ataque blasfemo contra él. La acusación era que él, siendo hombre, se hizo Dios. La prueba de esta alegación fue su propia declaración: "Yo y el Padre somos uno". Por tanto, se propone demostrar que la naturaleza divina, que es suya por nacimiento, le da el derecho de afirmar "yo y el Padre somos uno". Comienza exponiendo lo absurdo, así como la insolencia, de una acusación como la de hacerse Dios, aunque era un hombre. La ley había conferido el título a hombres santos, y la palabra de Dios, de la cual no hay apelación, había dado su sanción al uso público del nombre. ¿Qué blasfemia, entonces, podría haber en la asunción del título de Hijo de Dios por parte de "aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo"? El registro inalterable de la palabra de Dios ha confirmado el título a aquellos a quienes la ley lo asignó. Hay, por lo tanto, un final para la acusación de que él, siendo un hombre, era un Dios. El hombre se hace Dios, cuando la ley da el nombre de dioses a los que se confiesan hombres. Además, si otros hombres pueden usar este nombre sin blasfemia, obviamente no puede haber blasfemia en su uso por parte del hombre "a quien el Padre ha santificado" (y note aquí que a lo largo de este argumento él se llama hombre, porque el Hijo de Dios también es Hijo del hombre) ya que él supera a los demás, quienes sin embargo no son culpables de irreverencia al llamarse dioses. Él los supera, en que ha sido santificado para ser el Hijo, como dice el bienaventurado Pablo, quien nos enseña acerca de esta santificación: "Él había prometido antes por sus profetas en las Sagradas Escrituras, acerca de su Hijo, que fue hecho del sello de David según la carne, y fue designado para ser el Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santificación" (Rm 1,2-4). Así que la acusación de blasfemia de su parte, al hacerse Dios, cae al suelo. Porque el Verbo de Dios ha conferido este nombre a muchos hombres. El que fue santificado y enviado por el Padre, no hizo más que proclamarse Hijo de Dios.
N
Padre e Hijo, unidos por engendramiento interno
XXV
Las palabras "yo y el Padre somos uno" se pronunciaron en relación con la naturaleza que es suya por nacimiento. Los judíos le habían reprendido porque con estas palabras, siendo hombre, se hacía Dios. El curso de su respuesta prueba, pues, que en este "yo y el Padre somos uno" Cristo se declaró Hijo de Dios, primero en nombre, luego en naturaleza y finalmente por nacimiento. En primer lugar, porque yo y Padre son los nombres de seres sustantivos. En segundo lugar, porque uno es una declaración de su naturaleza (es decir, que es esencialmente la misma en ambos). Además, "somos uno" prohíbe la confusión, y enseña que la unidad de los dos es el resultado de un nacimiento. Ahora bien, toda esta verdad se extrae de ese nombre (Hijo de Dios), que Cristo, santificado por el Padre, se otorga a sí mismo. Se extrae de un nombre cuyo derecho a recibirlo se confirma por su afirmación "yo y el Padre somos uno". De esta manera, el nacimiento no puede conferir a la descendencia otra naturaleza que la del padre de quien nace.
O
Padre e Hijo, unidos en las obras externas
XXVI
El propio Dios unigénito es el que nos ha resumido, en palabras suyas, todo el misterio revelado de la fe. Cuando dio su respuesta a la acusación de que, siendo hombre, se hizo Dios, decidió mostrar que sus palabras "yo y el Padre somos uno" son una conclusión clara y necesaria, y por eso continuó su argumento de esta manera: "¿Decís que blasfemo porque dije: Soy Hijo de Dios? Pues bien, si no hago las obras del Padre, no me creáis. Mas si las hago, creed a las obras, para que sepáis y estéis seguros de que el Padre está en mí y yo en el Padre". Después de esto, la herejía que todavía persiste en su curso perpetra un ultraje deliberado en desesperación consciente; la afirmación de incredulidad es deliberada desvergüenza. Los que lo hacen se enorgullecen de su locura y están muertos para la fe, porque no es ignorancia, sino locura, contradecir este dicho. El Señor había dicho "yo y el Padre somos uno", y el misterio de su nacimiento, que él reveló, fue la unidad en la naturaleza del Padre y el Hijo. Además, cuando fue acusado de reclamar la naturaleza divina, justificó su afirmación presentando una razón: "Si no hago las obras del Padre, no me creáis". No debemos creer su afirmación de que él es el Hijo de Dios, a menos que haga las obras de su Padre. Por lo tanto, vemos que su nacimiento no le ha dado una naturaleza nueva o extraña, porque el hecho de que haga las obras del Padre debe ser la razón por la que debemos creer que él es el Hijo. ¿Qué lugar hay aquí para la adopción, o para permitir el uso del nombre, o para negar que nació de la naturaleza de Dios, cuando la prueba de que él es el Hijo de Dios es que hace las obras que pertenecen a la naturaleza del Padre? Ninguna criatura es igual o semejante a Dios, ninguna naturaleza externa a la suya es comparable en poder a él, y es sólo el Hijo, nacido de él mismo, a quien podemos asemejar e igualar a él sin blasfemia. Nada fuera de él mismo puede compararse a Dios sin insultar a su augusta majestad. Si se puede descubrir algún ser, no nacido de Dios mismo, que sea como él e igual a él en poder, entonces Dios es el Hijo. El Hijo, al admitir un compañero para compartir su trono, pierde su preeminencia. Ya no es Dios uno, porque ha surgido un segundo, indistinguible de él. Por otra parte, no hay insulto en hacer a su propio Hijo verdadero su igual. Porque entonces lo que es como él es suyo; lo que se compara con él nace de él; el Poder que puede hacer sus propias obras no es externo a él. Más aún, es una realza real de su gloria el que haya engendrado la omnipotencia, sin embargo, no haya separado esa naturaleza omnipotente de sí mismo. El Hijo realiza las obras del Padre, y sobre esa base exige que creamos que él es el Hijo de Dios. Esto no es una afirmación de mera arrogancia, porque él la basa en sus obras y nos pide que las examinemos. Y da testimonio de que estas obras no son suyas, sino de su Padre. Él no quiere que nuestros pensamientos se distraigan con el esplendor de las obras de la evidencia de su nacimiento. Y como los judíos no pudieron penetrar el misterio del cuerpo que él había tomado, la humanidad nacida de María, y reconocer al Hijo de Dios, él apela a sus obras para confirmar su derecho al nombre: "Si las hago, creed a las obras". En primer lugar, él no quería que creyeran que él es el Hijo de Dios, excepto sobre la evidencia de las obras de Dios que él hace. En segundo lugar, si él hace las obras, pero parece indigno, en su humildad corporal, de llevar el nombre divino, él exige que crean en las obras. ¿Por qué el misterio de su nacimiento humano debería impedir nuestro reconocimiento de su nacimiento como Dios, cuando aquel que nació divinamente cumple cada tarea divina por la agencia de esa humanidad que él ha asumido? Si no creemos al hombre, por causa de las obras, cuando él nos dice que él es el Hijo de Dios, creamos en las obras cuando ellas, que son más allá de toda duda las obras de Dios, son manifiestamente realizadas por el Hijo de Dios. Porque el Hijo de Dios posee, en virtud de su nacimiento, todo lo que es de Dios. Por tanto, la obra del Hijo es obra del Padre, porque su nacimiento no lo ha excluido de aquella naturaleza que es su fuente y en la que habita, y porque tiene en sí aquella naturaleza a la que debe el existir eternamente.
P
Padre e Hijo, inhabitados recíprocamente
XXVII
El propio Hijo, que hace las obras del Padre, y que nos exige que, si no le creemos, al menos creamos en sus obras, es el que nos dice cuál ha de ser el punto en que tenemos que creerle: en las obras. Por ello, nos lo dice las palabras que siguen: "Si no me creéis, creed en las obras, para que sepáis y estéis seguros de que el Padre está en mí y yo en él". Es la misma verdad que está contenida en "tú lo dice: soy el Hijo de Dios", y "yo y el Padre somos uno". Ésta es la naturaleza que es suya por nacimiento; éste es el misterio de la fe salvadora: que no debemos dividir la unidad, ni separar la naturaleza del nacimiento, sino que debemos confesar que el Dios vivo nació en verdad del Dios vivo. Dios, que es vida, no es un ser construido de varias partes inertes; es poder, y no un conjunto de elementos débiles, luz, sin entremezclar sombras de oscuridad, espíritu, que puede armonizar sin incongruencias. Todo lo que está dentro de él es uno, lo que es espíritu es luz y poder y vida, y lo que es vida es luz y poder y espíritu. Aquel que dice "yo soy, y no cambio" (Mal 3,6), no puede sufrir ni cambio en los detalles ni transformación en la especie. Porque estos atributos, que he nombrado, no están adscritos a diferentes porciones de él, sino que se encuentran y se unen, entera y perfectamente, en todo el ser del Dios viviente. Él es el Dios viviente, el poder eterno de la naturaleza divina viviente; y lo que nace de él, según la misteriosa verdad que él revela, no podría ser otro que viviente. Porque cuando dijo: "Como me envió el Padre viviente, yo vivo por el Padre" (Jn 6,57), enseñó que es por medio del Padre viviente que él tiene vida en sí mismo. Además, cuando dijo: "Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo" (Jn 6,57), dio testimonio de que la vida, en su máxima extensión, es su don del Dios viviente. Ahora bien, si el Hijo viviente nació del Padre viviente, ese nacimiento tuvo lugar sin que naciera una nueva naturaleza. Nada nuevo surge cuando el viviente es engendrado por el viviente; porque la vida no fue buscada de lo inexistente para recibir nacimiento; y la vida, que recibe su nacimiento de la vida, debe necesitar, a causa de esa unidad de naturaleza y a causa del misterioso acontecimiento de aquel nacimiento perfecto e inefable, vivir siempre en aquel que vive y tener la vida del viviente en sí mismo.
Q
Las propiedades físicas de Cristo, transmitidas por el Padre
XXVIII
Al comienzo de nuestro tratado, advertí que las analogías humanas corresponden imperfectamente a sus contrapartes divinas, pero que nuestro entendimiento recibe una iluminación real, aunque incompleta, al comparar estas últimas con los tipos visibles. Ahora apelo a la experiencia humana en materia de nacimiento, para ver si la fuente de la existencia de sus hijos no permanece dentro de los padres. Aunque la materia inerte e innoble, que pone en movimiento los comienzos de la vida, pasa de un padre al otro, éstos conservan sus respectivas fuerzas naturales. Han creado una naturaleza que es una con la suya propia, y por lo tanto, el engendrador está ligado a la existencia del engendrado; y el engendrado, recibiendo nacimiento a través de una fuerza transmitida, pero no perdida, por el engendrador, permanece en ese engendrador. Esto puede ser suficiente como una declaración de lo que sucede en un nacimiento humano, pero es inadecuado como paralelo al nacimiento perfecto de Dios el Unigénito En efecto, la humanidad nace en debilidad y de la unión de dos naturalezas diferentes, y se mantiene en vida por una combinación de sustancias inertes. Además, la humanidad no entra de inmediato en el ejercicio de su vida designada, y nunca vive plenamente esa vida, estando siempre cargada con una multitud de miembros que se descomponen y se descartan insensiblemente. En Dios, por otro lado, la vida divina se vive en el sentido más pleno, porque Dios es vida, y de la vida nada que no sea verdaderamente viviente puede nacer. Su nacimiento no es por vía de emanación, sino que resulta de un acto de poder. Así, pues, como la vida de Dios es perfecta en su intensidad, y como lo que nace de él es perfecto en poder, Dios tiene el poder de dar a luz, pero no de sufrir cambios. Su naturaleza es capaz de aumentar, no de disminuir, porque continúa en, y comparte la vida de, ese Hijo a quien dio a luz una naturaleza similar a la suya e inseparable de la suya. Y ese Hijo, el viviente nacido del viviente, no está separado por el acontecimiento de su nacimiento de la naturaleza que lo engendró.
XXIX
Otra analogía que arroja alguna luz sobre el sentido de la fe es la del fuego, que contiene en sí fuego y que permanece en el fuego. El fuego contiene el brillo de la luz, el calor que es su naturaleza esencial, la propiedad de destruir por combustión la vacilante inconstancia de la llama. Sin embargo, todo el tiempo es fuego, y en todas estas manifestaciones hay una sola naturaleza. Su debilidad es que depende para su existencia de materia inflamable y que perece con la materia de la que ha vivido. Una comparación con el fuego nos da, en cierta medida, una idea de la naturaleza incomparable de Dios, y nos ayuda a creer en las propiedades de Dios el que las encontramos, hasta cierto punto, presentes en un elemento terreno. Pregunto, entonces, si en el fuego derivado del fuego hay alguna división o separación. Cuando una llama se enciende a partir de otra, ¿la naturaleza original se separa de la derivada, de modo que no permanece en ella? ¿No sigue más bien y permanece en la segunda llama por una especie de aumento, como por nacimiento? En efecto, de la primera llama no se ha separado ninguna parte, y sin embargo hay luz de la luz. ¿No vive la primera llama en la segunda, que debe su existencia , aunque no por división, a la primera? ¿No vive la segunda todavía en la primera, de la que no se separó, sino de la que salió, conservando su unidad con la sustancia a la que pertenece su naturaleza? ¿No son las dos una sola cosa, cuando es físicamente imposible derivar luz de la luz por división, y lógicamente imposible distinguirlas entre sí en la naturaleza?
XXX
Estas ilustraciones sólo deben emplearse como ayudas para comprender la fe, no como normas de comparación para la majestad divina. Nuestro método es el de usar ejemplos corporales como una pista para lo invisible. La reverencia y la razón nos justifican en usar tal ayuda, que encontramos usada en el testimonio que Dios da de sí mismo, mientras que, sin embargo, no aspiramos a encontrar un paralelo con la naturaleza de Dios. Pero las mentes de los creyentes simples se han visto afligidas por la loca objeción herética de que es incorrecto aceptar una doctrina sobre Dios que necesita, para volverse inteligible, la ayuda de analogías corporales. Por tanto, de acuerdo con esa palabra de nuestro Señor que ya hemos citado ("lo nacido de la carne, carne es, mas lo nacido del Espíritu es Espíritu"; Jn 2,6), hemos creído conveniente, ya que Dios es Espíritu, dar a estas comparaciones un lugar determinado en nuestro argumento. Al hacerlo así, evitaremos que Dios nos acuse de habernos engañado al usar estas analogías, mostrando que tales ilustraciones de la naturaleza de sus criaturas nos permiten captar el significado de la autorrevelación de Dios a nosotros.
R
Las propiedades racionales de Cristo, transmitidas por el Hijo
XXXI
Vemos así cómo el Hijo viviente del Padre viviente, aquel que es Dios de Dios, revela la unidad de la naturaleza divina, indisolublemente una y la misma, y el misterio de su nacimiento en estas palabras: "Yo y el Padre somos uno". Como la aparente arrogancia de ellos engendró un prejuicio contra él, hizo más claro que había hablado en posesión consciente de la divinidad, al decir: "Decís que blasfemo porque dije: Soy el Hijo de Dios". Así, mostró que la unidad de su naturaleza con la de Dios se debía al nacimiento de Dios. Y luego, para afianzar su fe en su nacimiento con una afirmación positiva, y para protegerlos, al mismo tiempo, de imaginar que el nacimiento implica una diferencia de naturaleza, corona su argumento con las palabras: "Creed en las obras, que el Padre está en mí y yo en el Padre". Según estas palabras, su nacimiento muestra su divinidad por naturaleza y derecho, y que cada uno está en el otro, y que el nacimiento del Hijo es sólo del Padre, y que ninguna naturaleza extraña o diferente ha sido elevada a la divinidad y subsiste como Dios (Dios de Dios) permaneciendo eternamente, ni debe su divinidad a nadie menos que a Dios. Importad, si veis vuestra oportunidad, dos dioses a la fe de la Iglesia. Separad al Hijo del Padre tanto como podáis, de manera coherente con el nacimiento que admitáis. Sin embargo, el Padre está en el Hijo, y el Hijo está en el Padre, y esto no por intercambio de emanaciones sino por el nacimiento perfecto de la naturaleza viviente. Así pues, no podéis sumar a Dios Padre y a Dios Hijo y contarlos como dos dioses, porque los dos son un Dios. No podéis confundirlos, porque los dos no son una persona. Y así, la fe apostólica rechaza a dos dioses; porque nada sabe de dos padres o dos hijos. Al confesar al Padre, confiesa al Hijo, y cree en el Hijo al creer en el Padre. Porque el nombre de Padre implica el de Hijo, ya que sin tener un hijo nadie puede ser padre. La evidencia de la existencia de un hijo es prueba de que ha habido un padre, ya que un hijo no puede existir sin un padre. Cuando confesamos que Dios es uno, negamos que él sea único, porque el Hijo es el complemento del Padre, y al Padre se debe la existencia del Hijo. Pero el nacimiento no produce ningún cambio en la naturaleza divina; tanto en el Padre como en el Hijo esa naturaleza es verdadera a su especie. Y la expresión correcta para nosotros de esta unidad de naturaleza es la confesión de que ellos, siendo Dos por nacimiento y generación, son un Dios, no una persona.
XXXII
Dejemos que predique dos dioses quien pueda predicar un solo Dios sin confesar la unidad, pues proclamará que Dios es solitario quien pueda negar que hay dos personas, cada una habitando en la otra por el poder de su naturaleza y el misterio del nacimiento dado y recibido. De ser así, aquel hombre podrá asignar una naturaleza diferente a cada uno de los dos, ignorando con ello que la unidad del Padre y del Hijo es una verdad revelada. Que los herejes borren este registro de la autorrevelación del Hijo ("yo en el Padre y el Padre en mí"), y entonces, y sólo entonces, afirmarán que hay dos dioses, o un Dios en soledad. No hay ningún indicio de más naturalezas que una en lo que se nos dice de su posesión de la única naturaleza divina. La verdad de que Dios es de Dios no multiplica a Dios por dos, así como el nacimiento destruye la suposición de un Dios solitario. Además, porque son interdependientes forman una unidad; y que son interdependientes se prueba por su ser uno de uno. En efecto, el uno, al engendrar al uno, no le confirió nada que no fuera suyo; y el uno, al ser engendrado, recibió del uno sólo lo que es de uno. Así, la fe apostólica, al proclamar al Padre, lo proclamará como un solo Dios, y al confesar al Hijo lo confesará como un solo Dios. ¿Por qué? Porque una y la misma naturaleza divina existe en ambos, y porque, siendo el Padre Dios y el Hijo Dios, y el único nombre Dios expresar la naturaleza de ambos, el término "un solo Dios" significa los dos. Dios de Dios, o Dios en Dios, no significa que haya dos dioses (pues Dios permanece eternamente con una única naturaleza divina y un único nombre divino), ni Dios se reduce a una sola persona (pues uno y uno nunca pueden estar en soledad).
S
El acceso y conocimiento del Padre, sólo a través del Hijo
XXXIII
El Señor no ha dejado lugar a la duda, ni en oscuridad la enseñanza comunicada en este gran misterio, ni nos ha abandonado a perdernos en la oscura incertidumbre. Escuchémosle, pues, revelar el pleno conocimiento de esta fe a sus apóstoles:
"Yo soy el camino, la verdad y la vida. Y nadie viene al Padre sino por mí. Si me conocéis, también conoceréis a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habréis visto. Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre, y nos basta. Jesús le dice: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, también ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú muéstranos al Padre? ¿No me crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que os digo no las hablo por mi cuenta, sino que el Padre que mora en mí hace sus obras. Creedme, yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Y si no, creed por las mismas obras" (Jn 14,6-11).
El que es el camino no nos conduce por senderos sinuosos ni por lugares desiertos; el que es la verdad no se burla de nosotros con mentiras; el que es la vida no nos entrega a engaños que son muerte. Él mismo ha elegido estos nombres ganadores para indicar los métodos que ha designado para nuestra salvación. Como el camino, él nos guiará a la verdad, mientras que la verdad nos establecerá en la vida. Por lo tanto, es muy importante para nosotros saber cuál es el modo misterioso, que él revela, de alcanzar esta vida: "Nadie viene al Padre sino por mí". El camino al Padre es por medio del Hijo. Mas ahora debemos preguntarnos si esto ha de ser por un curso de obediencia a su enseñanza, o por fe en su deidad. Porque es concebible que nuestro camino al Padre pueda ser a través de la adhesión a la enseñanza del Hijo, en lugar de creer que la deidad del Padre habita en el Hijo. Por tanto, busquemos en segundo lugar el verdadero significado de la instrucción que se nos da aquí, pues no es aferrándonos a una opinión preconcebida, sino estudiando la fuerza de las palabras, como entraremos en posesión de esta fe.
XXXIV
Las palabras que siguen a las últimas citadas son: "Si me conocéis, conoceréis también a mi Padre". Es al hombre Jesucristo a quien contemplan, así que ¿cómo puede un conocimiento de él ser un conocimiento del Padre? Porque los apóstoles lo ven con el aspecto de esa naturaleza humana que le pertenece, mientras que Dios no está cargado de cuerpo y carne, y es incognoscible para aquellos que habitan en nuestro cuerpo débil y carnal. La respuesta la da el Señor, afirmando que bajo la carne que había tomado, la naturaleza de su Padre mora dentro de él. Pone los hechos en su debido orden así: "Si me conocéis, conoceréis también a mi Padre", y: "Desde ahora en adelante lo conoceréis, y lo habréis visto". Hace una distinción entre el tiempo de la vista y el tiempo del conocimiento. Dice que desde ahora en adelante conocerán a aquel a quien ya habían visto; y así poseerán, desde el tiempo de esta revelación en adelante, el conocimiento de aquella naturaleza, en la cual, en él, habían contemplado por largo tiempo.
XXXV
El sonido novedoso de estas palabras de Jesús perturbó al mismo apóstol Felipe. Un hombre está ante sus ojos, y este hombre se declara Hijo de Dios, y declara que cuando lo hayan conocido, conocerán al Padre. Les dice que "han visto al Padre", y que, porque lo han visto, lo conocerán en el más allá. Esta verdad es demasiado amplia para la comprensión de la humanidad débil; su fe falla en presencia de estas paradojas. Cristo dice que el Padre ya ha sido visto y ahora será conocido, y esto, aunque sea vista, es conocimiento. Dice que si el Hijo ha sido conocido, también ha sido conocido el Padre. Y esto, aunque el Hijo ha impartido conocimiento de sí mismo a través de los sentidos corporales de la vista y el oído, mientras que la naturaleza del Padre, completamente diferente de la del hombre visible (que ellos conocen) no podría aprenderse de su conocimiento de la naturaleza de aquel a quien han visto. También ha dado testimonio con frecuencia de que ningún hombre ha visto al Padre. Felipe, con la lealtad y la confianza de un apóstol, se lanzó a pedir: "Señor, muéstranos al Padre, y nos basta". No estaba manipulando la fe, sino que era sólo un error cometido por ignorancia. Porque el Señor había dicho que el Padre ya había sido visto y que de ahora en adelante sería conocido, mas el apóstol no había entendido que lo había sido. Por lo tanto, no negó que el Padre hubiera sido visto, sino que pidió verlo. No pidió que el Padre se revelara a su mirada corporal, sino que pudiera tener una indicación que lo iluminara acerca del Padre que había sido visto. Porque había visto al Hijo bajo el aspecto del hombre, pero no podía entender cómo pudo haber visto así al Padre. Su adición "y nos basta", a la oración "Señor, muéstranos al Padre", revela claramente que era una visión mental, no corporal, del Padre lo que deseaba. No negó la fe a las palabras del Señor, sino que pidió que se le iluminara la mente para que pudiera creer. ¿Por qué? Porque el hecho de que el Señor hubiera hablado era evidencia concluyente para el apóstol de que la fe era su deber. La consideración que lo impulsó a pedir que se le mostrara al Padre fue que el Hijo había dicho que había sido visto y que sería conocido, porque él había sido visto. No había ninguna presunción en esta oración de que él, quien ya había sido visto, ahora se manifestaría.
XXXVI
El Señor le respondió a Felipe: "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me has conocido, Felipe?". Es decir, reprende al apóstol por no conocerse a sí mismo, pues ya había dicho que cuando él era conocido, también lo era el Padre. Pero ¿qué significa esta queja de que durante tanto tiempo no lo habían conocido? Significa que si lo hubieran conocido, habrían reconocido en él la divinidad que pertenece a la naturaleza de su Padre. Porque sus obras eran las obras peculiares de Dios. Caminó sobre las olas, mandó a los vientos, manifiestamente, aunque nadie pudiera decir cómo, convirtió el agua en vino y multiplicó los panes, puso en fuga a los demonios, curó enfermedades, restauró miembros heridos y reparó los defectos de la naturaleza, perdonó pecados y resucitó a los muertos. Y todo esto lo hizo mientras vestía carne; y acompañó las obras con la afirmación de que era el Hijo de Dios. Por eso con razón se queja de que no reconocieron en su misterioso nacimiento y vida humana la acción de la naturaleza de Dios, realizando estas obras a través de la humanidad que había asumido.
XXXVII
El Señor les reprochó que no le hubieran conocido, aunque ya hacía tanto tiempo que hacía estas obras, y respondió a su oración de que les mostrara al Padre, diciendo: "El que me ha visto a mí, también ha visto al Padre". No estaba hablando de una manifestación corporal, de percepción por el ojo de la carne, sino por aquel ojo del que había hablado una vez: "¿No decís vosotros que aún faltan cuatro meses para que llegue la siega? Pues yo os digo: Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque están blancos para la siega" (Jn 4,35). La estación del año, los campos blancos para la siega son alusiones igualmente incompatibles con una perspectiva terrenal y visible. Les estaba pidiendo que alzaran los ojos de su entendimiento para contemplar la bienaventuranza de la siega final. Y lo mismo sucede con sus palabras actuales: "El que me ha visto a mí, también ha visto al Padre". No era el cuerpo carnal, que había recibido al nacer de la Virgen, lo que podía manifestarles la imagen y semejanza de Dios. El aspecto humano que él tenía no podía ser ninguna ayuda para la visión mental del Dios incorpóreo. Pero Dios fue reconocido en Cristo, por aquellos que reconocieron a Cristo como el Hijo en la evidencia de los poderes de su naturaleza divina; y un reconocimiento de Dios el Hijo produce un reconocimiento de Dios el Padre. Porque el Hijo es en tal sentido la imagen, como para ser uno en especie con el Padre, y sin embargo indicar que el Padre es su origen. Otras imágenes, hechas de metales o colores u otros materiales por diversas artes, reproducen la apariencia de los objetos que representan. Sin embargo, ¿pueden las copias sin vida ponerse al nivel de sus originales vivos? ¿Pintadas o talladas o efigies fundidas con la naturaleza que imitan? El Hijo no es la imagen del Padre de esa manera, sino que es la imagen viva del Viviente. El Hijo que nace del Padre tiene una naturaleza en nada diferente de la suya, y como su naturaleza no es diferente, él posee el poder de esa naturaleza que es la misma que la suya. El hecho de que él sea la Imagen prueba que Dios Padre es el autor del nacimiento del Unigénito, quien se revela como semejanza e imagen del Dios invisible. Por eso la semejanza, que se une en unión con la naturaleza divina, es indeleblemente suya, porque los poderes de esa naturaleza son inalienablemente suyos.
XXXVIII
Tal es el sentido de las palabras "el que me ha visto a mí, ha visto también al Padre" y "¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?". Es sólo la palabra de Dios, de la que los hombres estamos capacitados para razonar en nuestro discurso sobre las cosas divinas. Todo lo demás que pertenece a la deidad es oscuro y difícil, peligroso y oscuro. Si alguien se propone expresar lo que se sabe con otras palabras que las proporcionadas por Dios, inevitablemente debe mostrar su propia ignorancia, o dejar las mentes de sus lectores en total perplejidad. El Señor, cuando se le pidió que mostrara al Padre, dijo: "El que me ha visto a mí, ha visto también al Padre". El que quiera alterar esto es un anticristo, el que lo niegue es un judío, el que es ignorante, un pagano. Si nos encontramos en dificultades, echemos la culpa a nuestra propia razón. Si la declaración de Dios parece envuelta en oscuridad, supongamos que nuestra falta de fe es la causa. Estas palabras afirman con precisión que Dios no es solitario, y que no hay diferencias dentro de la naturaleza divina. Porque el Padre es visto en el Hijo, y esto no podría ser ni si él fuera un ser solitario, ni si fuera diferente del Hijo. Es a través del Hijo que el Padre es visto, y el misterio que el Hijo revela es éste: que son un solo Dios, pero no una sola persona. ¿Qué otro significado puedes dar a la frase del Señor "el que me ha visto a mí, ha visto también al Padre"? Éste no es un caso de identidad, sino que el uso de la conjunción muestra que el Padre es nombrado además del Hijo. Las palabras "el Padre también" son incompatibles con la noción de una persona aislada y única. No es posible concluir sino que el Padre se hizo visible a través del Hijo, porque son uno y son iguales en naturaleza. Y para que nuestra fe en este respecto no quedara en duda, el Señor prosiguió: "¿Cómo dices tú muéstranos al Padre?". El Padre había sido visto en el Hijo, así que ¿cómo podrían los hombres ignorar al Padre? ¿Qué necesidad habría de que él se nos mostrase?
T
Las doctrinas de Sabelio y Arrio, totalmente refutadas
XXXIX
La unidad del engendrador y el engendrado, manifestada en la igualdad de naturaleza y la verdadera unicidad de especie, prueba que el Padre fue visto en su verdadera naturaleza. Esto lo demuestra las siguientes palabras del Señor: "¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?". Con ninguna otra palabra que ésta, que el Hijo ha usado, se puede afirmar el hecho de que el Padre y el Hijo, siendo iguales en naturaleza, son inseparables. El Hijo, que es el camino, la verdad y la vida, no nos está engañando con alguna transformación teatral de nombres y aspectos, cuando él, mientras se viste de hombre, se llama a sí mismo el Hijo de Dios. Él no está ocultando falsamente el hecho de que él es Dios el Padre. Él no es una sola Persona que esconde sus rasgos bajo una máscara, para que podamos imaginar que hay dos presentes. Él no es un ser solitario, que ahora se hace pasar por su propio Hijo, y nuevamente se llama a sí mismo el Padre, disfrazando una naturaleza inmutable con nombres variados. Muy lejos de esto está la honestidad de las palabras. El Padre es el Padre y el Hijo es el Hijo. Pero estos nombres y las realidades que representan no contienen ninguna innovación en la naturaleza divina, nada inconsistente, nada extraño. Porque la naturaleza divina, siendo fiel a sí misma, persiste en ser ella misma, y lo que es de Dios es Dios. El nacimiento divino no importa disminución ni diferencia en la deidad, porque el Hijo nace y subsiste en una naturaleza que está dentro de la naturaleza divina y es similar a ella, y el Padre no buscó ningún elemento extraño para mezclarlo en la naturaleza de su Hijo unigénito, sino que lo dotó con todas las cosas que son suyas, y esto sin pérdida para el dador. Así, el Hijo no está desprovisto de la naturaleza divina, porque, siendo Dios, es de Dios y de ningún otro. Y él no es diferente de Dios, sino que, en realidad, no es otra cosa que Dios, pues lo que es engendrado de Dios es el Hijo, y sólo el Hijo, y la naturaleza divina, al recibir el nacimiento como Hijo, no ha perdido su divinidad. Así, el Padre está en el Hijo, el Hijo está en el Padre, Dios está en Dios. Esto no se logra mediante la combinación de dos especies de seres armoniosos, aunque diferentes, ni mediante el poder de incorporación de una sustancia más amplia ejercido sobre una menor, pues las propiedades de la materia hacen imposible que las cosas que encierran a otras también sean envueltas por ellas. Se logra mediante el nacimiento de la naturaleza viviente a partir de la naturaleza viviente. La sustancia permanece igual, pues el nacimiento no causa deterioro en la naturaleza divina, y Dios no nace de Dios para ser algo distinto de Dios. En esto no hay innovación, ni alejamiento, ni división. Es pecado creer que el Padre y el Hijo son dos dioses, sacrilegio afirmar que el Padre y el Hijo son un solo Dios, blasfemia negar la unidad, que consiste en la igualdad de especie, de Dios a partir de Dios.
XL
Para que aquellos cuya fe se ajusta al evangelio, que no consideren este misterio como algo vago y oscuro, el Señor lo ha expuesto en este orden: "¿No me creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace sus obras". ¿Con qué otras palabras sino éstas podría o puede declararse la posesión de la naturaleza divina por el Padre y el Hijo, en consonancia con la prominencia del nacimiento del Hijo? Cuando dice "las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi cuenta", no suprime su personalidad, ni niega su filiación, ni oculta la presencia en sí mismo de la naturaleza divina de su Padre. Al hablar de sí mismo (y que lo hace así lo prueba el pronombre yo), habla como si morara en la sustancia divina. Al no hablar de sí mismo, da testimonio del nacimiento que tuvo lugar en él de Dios, de Dios su Padre. En definitiva, es inseparable e indistinguible en unidad de naturaleza del Padre, porque habla aunque no hable de sí mismo. El que habla, aunque no hable de sí mismo, necesariamente existe, en cuanto habla. Y en cuanto no habla de sí mismo, hace manifiesto que sus palabras no son suyas. De ahí que añada: "El Padre que mora en mí, él hace sus obras". Que el Padre more en el Hijo prueba que el Padre no está aislado y solo, y que el Padre trabaje a través del Hijo prueba que el Hijo no es un extraño o un extraño. No puede haber una sola persona, porque él no habla de sí mismo. Y a la inversa, no pueden estar separados y divididos cuando uno habla a través de la voz del otro. Estas palabras son la revelación del misterio de su unidad. Además, ellos Dos no son diferentes uno del otro, ya que por su naturaleza inherente cada uno está en el otro. Y son Uno, pues el que habla no habla por sí mismo, y el que no habla por sí mismo, habla. Y después, habiendo enseñado que el Padre habló y obró en él, el Hijo establece esta perfecta unidad como regla de nuestra fe: "El Padre que mora en mí, él hace sus obras. Creedme, yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Y si no, creed por las obras". El Padre obra en el Hijo, pero el Hijo también obra las obras de su Padre.
U
La verdadera creencia, posible y razonable
XLI
Para que no creamos y digamos que el Padre obra en el Hijo por su propia energía omnipotente, y no por la posesión (como derecho de nacimiento) de la naturaleza divina, Cristo dice: "Creedme, yo estoy en el Padre, y el Padre en mí". ¿Qué significa eso de créedme? Claramente, se refiere al anterior "muéstranos al Padre", porque dicha fe (esa fe que había exigido que se mostrara al Padre) se confirma con este mandato de creer. En efecto, Cristo no se contentó con decir "quien me ha visto a mí, también ha visto al Padre", sino que va más allá y amplía nuestro conocimiento, de modo que podemos contemplar al Padre en el Hijo, recordando mientras tanto que el Hijo está en el Padre. Así nos salvaría del error de imaginar una emanación recíproca del uno en el otro, al enseñarnos su unidad en la naturaleza una a través del nacimiento dado y recibido. El Señor quiere que le tomemos la palabra, para que nuestra confianza en la fe no se tambalee por su condescendencia al asumir la humanidad. Si su carne, su cuerpo, su pasión parecen hacer dudar de su divinidad, creamos al menos, por la evidencia de las obras, que Dios está en Dios y Dios es de Dios, y que son uno. Porque por el poder de su naturaleza cada uno está en el otro. El Padre no pierde nada de lo que es suyo porque está en el Hijo, y el Hijo recibe toda su filiación del Padre. Las naturalezas corporales no son creadas de tal manera que se contengan mutuamente, o posean la unidad perfecta de una naturaleza permanente. En su caso, sería imposible que un Hijo Unigénito pudiera existir eternamente, inseparable de la verdadera naturaleza divina de su Padre. Sin embargo, esta es la propiedad peculiar de Dios el Unigénito, ésta es la fe revelada en el misterio de su verdadero nacimiento, ésta es la obra del poder del Espíritu, que ser y estar en Dios es para Cristo la misma cosa. Este ser en Dios no es la presencia de una cosa dentro de otra (como un cuerpo dentro de otro cuerpo), sino que la vida y subsistencia de Cristo es tal que él está dentro del Dios subsistente, y dentro de él, sin embargo teniendo una subsistencia propia. Porque cada uno subsiste de tal manera que no existe separado del otro, ya que son dos por nacimiento dado y recibido, y por lo tanto solo existe una naturaleza divina. Éste es el significado de las palabras "yo y el Padre somos uno", y "el que me ha visto a mí ha visto también al Padre", y "yo en el Padre y el Padre en mí": que el Hijo que nace no es diferente ni inferior al Padre. También significan que su posesión, por derecho de nacimiento, de la naturaleza divina como Hijo de Dios (y, por tanto, nada más que Dios), es la verdad suprema transmitida en la misteriosa revelación de la deidad una en el Padre y el Hijo. Por tanto, la doctrina de la generación del Unigénito está libre de diteísmo, porque el Hijo de Dios, al nacer en la deidad, manifestó en sí mismo la naturaleza de Dios su engendrador.
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