HILARIO DE POITIERS
Sobre la Trinidad

LIBRO XI

A
La fe es una, y las herejías muchas

I

El apóstol Pablo, en su Carta a los Efesios, repasando en sus múltiples aspectos el pleno y perfecto misterio del evangelio, mezcla con otras instrucciones en el conocimiento de Dios lo siguiente: "Vosotros fuisteis llamados en una misma esperanza de vuestra vocación: un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, y por todos, y en todos nosotros" (Ef 4,4-6). No nos deja en los caminos vagos y engañosos de una enseñanza indefinida, ni nos abandona a las caprichosas y cambiantes fantasías de la imaginación, sino que limita la libertad sin trabas del intelecto y del deseo mediante el establecimiento de barreras restrictivas. No nos da oportunidad de ser sabios más allá de lo que él predica, sino que define en lenguaje exacto y preciso la fe fijada para siempre, para que no haya excusa para la inestabilidad de la creencia. El apóstol declara "una sola fe", como predica "un solo Señor", y pronuncia "un solo bautismo", como declara una sola fe de un solo Señor, para que como hay una sola fe de un solo Señor, así también puede haber un solo bautismo de una sola fe en un solo Señor. Como todo el misterio del bautismo y de la fe no es sólo en un solo Señor, sino también en un solo Dios, él completa la consumación de nuestra esperanza por la confesión de un solo Dios. El único bautismo y la única fe son de un solo Dios, como son de un solo Señor. Señor y Dios son cada uno uno, no por unión de persona, sino por distinción de propiedades. Por una parte, es propiedad de cada uno ser uno, ya del Padre en su paternidad, ya del Hijo en su filiación. Por otra parte, esa propiedad de individualidad, que cada uno posee, constituye para cada uno el misterio de su unión con Dios. Así, el único Señor Cristo no puede quitar a Dios Padre su señorío, ni el único Dios Padre negar al único Señor Cristo su divinidad. Si, por ser Dios uno, Cristo no es también divino por naturaleza, no podemos admitir que el único Dios sea Señor, porque hay un solo Señor Cristo, en el supuesto de que por su unidad no se signifique el misterio, sino una unidad exclusiva. Por tanto, hay un solo bautismo y una sola fe de un solo Señor, como de un solo Dios.

II

¿Cómo puede ser una sola fe si no confiesa con firmeza y sinceridad que hay un solo Señor y un solo Dios Padre? ¿Y cómo puede una fe que no es una sola confesar que hay un solo Señor y un solo Dios Padre? ¿Y cómo puede ser una la fe si sus predicadores están tan en desacuerdo? Unos enseñan que el Señor Jesucristo, estando en la debilidad de nuestra naturaleza, gimió de angustia cuando los clavos le atravesaron las manos, que perdió la virtud de su propio poder y naturaleza, y se encogió temblando ante la muerte que lo amenazaba. Otro incluso niega la doctrina cardinal de la generación y lo declara criatura. Otro lo llamará, pero no lo considerará Dios, basándose en que la religión nos permite hablar de más dioses que de uno, pero él, a quien reconocemos como Dios, debe ser consciente de participar de la naturaleza divina. Además, ¿cómo puede ser uno solo Cristo el Señor, cuando algunos dicen que, como Dios, no siente dolor, mientras que otros lo hacen débil y temeroso; para algunos es Dios de nombre, para otros Dios en naturaleza; para algunos el Hijo por generación, para otros el Hijo por denominación? Y si esto es así, ¿cómo puede ser uno solo Dios Padre en la fe, cuando para algunos es Padre por autoridad, para otros Padre por generación, en el sentido de que Dios es Padre del universo? Así pues, ¿quién negará que todo lo que no es una fe no es fe en absoluto? Porque en la única fe hay un solo Señor, Cristo, y uno es Dios Padre. Pero el único Señor Jesucristo no es uno en la verdad de la confesión, así como en el nombre, a menos que sea Hijo, a menos que sea Dios, a menos que sea inmutable, a menos que su filiación y su divinidad hayan estado eternamente presentes en él. El que predica a un Cristo distinto del que es (es decir, distinto del Hijo y Dios), predica a otro Cristo, y no está en la única fe del único bautismo, porque en la enseñanza del apóstol la única fe es la fe de ese único bautismo, en el que el único Señor es Cristo, el Hijo de Dios que también es Dios.

B
La verdad, atestiguada por los hechos
La mentira, sin testigos

III

No se puede negar que Cristo era Cristo. No puede ser que fuera incognoscible para la humanidad. Los libros de los profetas han puesto su sello sobre él. La plenitud de los tiempos, que crece día a día, da testimonio de él. Por la obra de milagros, las tumbas de los apóstoles y los mártires lo proclaman. El poder de su nombre lo revela, los espíritus inmundos lo confiesan, y los demonios aullando en su tormento invocan su nombre. En todo vemos la dispensación de su poder, así que nuestra fe debe predicarlo como él es: un solo Señor, y no en nombre sino en confesión, y en una fe de un solo bautismo. De nuestra fe en un solo Señor Cristo depende nuestra confesión de un solo Dios Padre.

IV

Los maestros de un nuevo Cristo, como son los herejes, y que le niegan todo lo que es suyo, predican otro Señor Cristo y otro Dios Padre, y dicen que uno no es el engendrador (sino el Creador) y el otro no es engendrado (sino creado). Por tanto, dicen que Cristo no es Dios mismo (porque no es Dios por nacimiento), y que la fe no puede reconocer un Padre en Dios (porque no hay generación que lo constituya Padre). Glorifican a Dios Padre, en efecto, como es su derecho y su deber, cuando predican de él una naturaleza inaccesible, invisible, inviolable, inefable e infinita, dotada de omnisciencia y omnipotencia, instintiva de amor, que se mueve en todos y lo penetra todo, inmanente y trascendente, sensible en toda existencia sensible. Pero cuando proceden a atribuirle la gloria única de ser el único bueno, el único omnipotente, el único inmortal, ¿quién no siente que esta piadosa alabanza pretende excluir al Señor Jesucristo de la bienaventuranza, que por la reserva solo se limita a la gloria de Dios? ¿No deja a Cristo en el pecado, la debilidad y la muerte, mientras el Padre reina en la perfección solitaria? ¿No niega en Cristo un origen natural de Dios Padre, por temor a que se piense que hereda por un nacimiento que otorga al engendrado la misma virtud de naturaleza que el engendrador, una bienaventuranza natural sólo a Dios Padre?

C
El Hijo, imagen del Padre, y no por condescendencia

V

Ignorantes de la doctrina de los evangelios y de los apóstoles, los herejes exaltan la gloria de Dios Padre, pero no con la sinceridad de un devoto creyente, sino con la astucia de la impiedad, para arrancarle un argumento a su perversa herejía. Nada, dicen, puede compararse con su naturaleza, y por eso el Dios unigénito queda excluido de la comparación, porque posee una naturaleza inferior y débil. Y esto dicen de Dios, la imagen viva del Dios vivo, la forma perfecta de su naturaleza bienaventurada, el descendiente unigénito de su sustancia ingénita: que no es verdaderamente imagen de Dios, a menos que posea la gloria perfecta de la bienaventuranza del Padre y reproduzca en su exactitud la semejanza de toda su naturaleza. No obstante, si el Dios unigénito es la imagen del Dios ingénito, la verdad de esa naturaleza perfecta y suprema reside en él, y lo hace imagen del mismo Dios. ¿Es el Padre omnipotente? El Hijo débil no es la imagen de la omnipotencia. ¿Es bueno? El Hijo, cuya divinidad es de un estamento inferior, no refleja en su naturaleza pecaminosa la imagen de la bondad. ¿Es incorpóreo? El Hijo, cuyo espíritu mismo está confinado a los límites de un cuerpo, no tiene la forma del Incorpóreo. ¿Es inefable? El Hijo, a quien el lenguaje puede definir, cuya naturaleza la lengua puede describir, no es la imagen del Inefable. ¿Es el Dios verdadero? El Hijo posee sólo una divinidad ficticia, y lo falso no puede ser la imagen del Verdadero. El apóstol, sin embargo, no atribuye a Cristo una porción de la imagen, o una parte de la forma, sino que lo declara sin reservas la imagen del Dios invisible y la forma de Dios. ¿Y cómo podría declarar más expresamente la naturaleza divina del Hijo de Dios, que diciendo que Cristo es la imagen de Dios invisible incluso con respecto a su invisibilidad: porque si la sustancia de Cristo fuera discernible, ¿cómo podría ser la imagen de una naturaleza invisible?

VI

Como he señalado en los libros anteriores, estos herejes se apoderan de la dispensación de la humanidad asumida como un pretexto para deshonrar su divinidad y distorsionar el misterio de nuestra salvación en una ocasión de blasfemia. Si hubieran mantenido firme la fe del apóstol, no habrían olvidado que él, que era en forma de Dios, tomó la forma de un siervo, ni se habrían servido de la forma de siervo para deshonrar la forma de Dios (pues la forma de Dios incluye la plenitud de la divinidad), sino que habrían notado, razonablemente y reverentemente, la distinción de ocasiones y misterios, sin deshonrar la divinidad ni ser engañados por la encarnación de Cristo. No obstante, ahora que he demostrado todo al máximo, y señalado el poder de la naturaleza divina subyacente al nacimiento del cuerpo asumido, ya no hay lugar para la duda. El que era a la vez hombre y Dios unigénito, realizó todas las cosas por el poder de Dios, y en el poder de Dios realizó todas las cosas mediante una verdadera naturaleza humana. Como engendrado por Dios, poseía la naturaleza de la omnipotencia divina, como nacido de la Virgen tenía una humanidad perfecta y completa. Aunque tenía un cuerpo real, subsistió en la naturaleza de Dios, y aunque subsistió en la naturaleza de Dios, habitó en un cuerpo real.

D
La desigualdad de Cristo, la normal entre dos personas

VII

En mi respuesta a los herejes he tomando una por una las afirmaciones de su doctrina impía, y las he refutado con las enseñanzas de los evangelios y del apóstol. Lo he hecho hasta el momento de la muerte de Cristo. No obstante, incluso después de su gloriosa resurrección hay ciertas cosas que se han atrevido a interpretar como pruebas de la debilidad de una naturaleza inferior, y a ellas debo ahora responder. Adoptemos una vez más nuestro método habitual de extraer de las palabras mismas su verdadero significado, para que podamos descubrir la verdad precisamente donde ellos piensan derribarla. Porque el Señor habló con palabras sencillas para nuestra instrucción en la fe, y sus palabras no pueden necesitar apoyo o comentario de dichos extraños e irrelevantes.

VIII

Entre sus otros pecados, los herejes emplean a menudo como argumento las palabras del Señor: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (Jn 20,17). Su Padre es también el Padre de ellos, su Dios el Dios de ellos; por tanto, él no está en la naturaleza de Dios, porque él pronuncia a Dios Padre de otros como de sí mismo, y su filiación única cesa cuando comparte con otros la naturaleza y el origen que lo hacen Hijo y Dios. Pero que añadan además las palabras del apóstol, cuando dice que "todas las cosas están sujetas, si se exceptúa a aquel que sujetó todas las cosas a él", y que "cuando todas las cosas le hayan sido sujetadas, entonces él mismo se sujetará a aquel que sujetó a sí todas las cosas, para que Dios sea todo en todos" (1Cor 15,27-28), puesto que los herejes consideran esa sujeción como una prueba de debilidad, pueden desposeerlo de la virtud de la naturaleza de su Padre, porque su debilidad natural lo sometió al dominio de una naturaleza más fuerte. En efecto, a pesar de todo lo expuesto, los herejes se empeñan en demoler la verdad del nacimiento divino, diciendo que si él está sujeto, no es Dios; y que si su Dios y Padre es también nuestro, comparte todo en común con las criaturas, y él mismo es también una criatura, creado de Dios y no engendrado (ya que la criatura tiene su sustancia de la nada, pero el engendrado posee la naturaleza de su autor).

IX

La mentira es siempre infame, pues el mentiroso, sacudiéndose las riendas de la vergüenza, se atreve a contradecir la verdad, o bien a veces se esconde tras algún velo de pretexto, para aparentar que defiende con modestia lo que es desvergonzado en su intención. En este caso, cuando los herejes usan sacrílegamente las Escrituras para degradar la dignidad de nuestro Señor, no hay lugar para el rubor o la falsa excusa. ¿Por qué? Porque hay ocasiones en que incluso se niega el perdón concedido a la ignorancia, y la mala interpretación voluntaria queda expuesta en su desnuda profanidad. Dejemos por un momento la exposición de este pasaje del evangelio, y preguntémosles primero si han olvidado la predicación del apóstol, que dijo: "Grande es el misterio de la piedad, que fue manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado entre las naciones, creído en el mundo, recibido arriba en gloria" (1Tm 3,16). ¿Quién es tan torpe que no puede comprender que el misterio de la piedad es simplemente la dispensación de la carne asumida por el Señor? De entrada, pues, el que no está de acuerdo con esta confesión no está en la fe de Dios. Porque el apóstol no deja ninguna duda de que todos deben confesar que el secreto escondido de nuestra salvación no es la deshonra de Dios, sino el misterio de la gran piedad, y un misterio que ya no se oculta a nuestros ojos, sino que se manifiesta en la carne; ya no somos débiles por la naturaleza de la carne, sino justificados en el Espíritu. Y así, por la justificación del Espíritu se elimina de nuestra fe la idea de la debilidad carnal; por la manifestación de la carne se revela lo que era secreto, y en la causa desconocida de lo que era secreto se contiene la única confesión, la confesión del misterio de la gran piedad. Este es todo el sistema de la fe expuesto por el apóstol en su orden apropiado. De la piedad procede el misterio, del misterio la manifestación en la carne, y de la manifestación en la carne la justificación en el Espíritu; para que el misterio de la piedad manifestado en la carne sea verdaderamente un misterio, fue manifestada en la carne a través de la justificación del Espíritu. Nuevamente, no debemos olvidar qué clase de justificación en el Espíritu es esta manifestación en la carne: porque el misterio que fue manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado entre las naciones y creído en este mundo, este mismo misterio fue recibido arriba en gloria. Así que es en todos los sentidos un misterio de gran piedad, cuando se manifiesta en la carne, cuando es justificado en el Espíritu, cuando es visto de los ángeles, cuando es predicado entre las naciones, cuando es creído en el mundo y cuando es recibido arriba en gloria. La predicación sigue a la visión, y la creencia a la predicación, y la consumación de todo es la recepción arriba en gloria. ¿Por qué? Porque la asunción a la gloria es el misterio de gran piedad, y por la fe en la dispensación estamos preparados para ser recibidos arriba y ser conformados a la gloria del Señor. La asunción de la carne es, pues, también el misterio de la gran piedad, pues por la asunción de la carne se manifestó el misterio en la carne. Pero debemos creer que la manifestación en la carne también es este mismo misterio de la gran piedad, pues su manifestación en la carne es su justificación en el Espíritu y su asunción a la gloria. Y ahora, ¿qué lugar deja nuestra fe para que alguien piense que el secreto de la dispensación de la piedad es el debilitamiento de la divinidad, cuando por la asunción de la gloria debe confesarse el misterio de la gran piedad? Lo que era debilidad es ahora misterio; lo que era necesidad se convierte en piedad. Y ahora volvamos al significado de las palabras del evangelista, para que el secreto de nuestra salvación y nuestra gloria no se convierta en ocasión de blasfemia.

E
El Hijo nació de Dios y es Dios

X

Tú atribuyes el peso de una autoridad irresistible, ih hereje, a esa palabra del Señor: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (Jn 20,17). El mismo Padre, dices, es su Padre y el nuestro, el mismo Dios es su Dios y el nuestro. Él participa, por tanto, de nuestra debilidad, porque en la posesión del mismo Padre no somos inferiores como hijos, y en el servicio del mismo Dios somos iguales como siervos. Puesto que, pues, somos de origen creado y naturaleza de siervos, pero tenemos un Padre y un Dios comunes con él, él es en común con nuestra naturaleza una criatura y un siervo. Así reza esta enseñanza infatuada y profana, que reproduce las palabras del profeta ("tu Dios te ha ungido, oh Dios") para probar que Cristo no participa de esa naturaleza gloriosa que pertenece a Dios, ya que el Dios que lo unge es preferido antes que él como su Dios.

XI

No conocemos a Cristo, a menos que conozcamos al Dios engendrado. Aún así, nacer Dios es pertenecer a la naturaleza de Dios, pues el término engendrado significa ciertamente la manera de su origen, pero no lo hace diferente en especie del engendrador. Y si es así, el engendrado debe ciertamente a su autor la fuente de su ser, pero no está desposeído de la naturaleza de ese autor, pues el nacimiento de Dios sólo puede surgir de un origen y tener una sola naturaleza. Si su origen no es de Dios, no es un nacimiento; si es cualquier otra cosa que un nacimiento, Cristo no es Dios. Pero él es Dios de Dios, y por lo tanto Dios el Padre es para Dios el Hijo como Dios de su nacimiento y Padre de su naturaleza, porque el nacimiento de Dios es de Dios, y en la naturaleza específica de Dios.

XII

Observad con qué cuidado modera el Señor el piadoso reconocimiento de su deuda, de modo que ni la confesión del nacimiento podría considerarse una ofensa a su divinidad, ni su obediencia reverente podría considerarse una ofensa a su naturaleza soberana. No niega el homenaje que le corresponde como engendrado, que debía a su autor su propia existencia, sino que manifiesta por su conducta confiada la conciencia de participar en esa naturaleza, que le pertenece en virtud del origen por el cual nació como Dios. Tomad, por ejemplo, las palabras "el que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,9), y "yo no hablo por mi propia cuenta". Él no habla por sí mismo, luego recibe de su autor lo que dice. Y si alguno le ha visto, ha visto también al Padre. Ambas expresiones muestran, por tanto, que Dios está en él, y que ambos comparten una misma naturaleza y una misma especie (la de Dios, como Dios). Tomemos de nuevo las palabras "lo que el Padre me ha dado, es mayor que todo" y "yo y el Padre somos uno". Decir que el Padre dio es una confesión de que recibió su origen. Con todo, la unidad de sí mismo con el Padre es una propiedad de su naturaleza derivada de ese origen. Tomemos otro ejemplo, el que dice que "él ha dado todo el juicio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre". Él reconoce que el juicio le es dado a él, y por lo tanto no pone su nacimiento en segundo plano. Pero él reclama el mismo honor que el Padre , y por lo tanto no renuncia a su naturaleza. Otros ejemplos más, tales como "yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí, y "el Padre es mayor que yo", nos vienen a decir que el uno está en el otro, y reconocen la divinidad de Dios y al engendrado de Dios (pues el Padre es mayor que él), y perciben su reconocimiento de la autoridad del Padre. Es lo que el mismo Cristo defendió, cuando dijo: "El Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino lo que ha visto hacer al Padre", y: "Todo lo que él hace, lo hace el Hijo de la misma manera". Él no hace nada por sí mismo, mas de acuerdo con su nacimiento, el Padre impulsa sus acciones. En cuanto a que "todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo de la misma manera", se ve que él subsiste como nada menos que Dios, y por "la naturaleza omnipotente del Padre que reside en él" puede hacer todo lo que el Padre hace. Todo se expresa de acuerdo con su unidad de Espíritu con el Padre, y por las propiedades de esa naturaleza que posee en virtud de su nacimiento. Ese nacimiento, que lo trajo al ser, lo constituyó divino, y su ser revela la conciencia de esa naturaleza divina. Dios el Hijo confiesa a Dios su Padre, porque nació de él; pero también, porque nació, hereda toda la naturaleza de Dios.

F
El Hijo encarnado, el mismo Hijo de Dios

XIII

La dispensación del gran y piadoso misterio hace que aquel que ya era Padre del Hijo divino, sea también su Señor en la forma creada que asumió, pues aquel que era en forma de Dios, se encontró también en forma de siervo. Pero no era siervo, pues según el Espíritu era Dios Hijo de Dios. Todos convendrán también en que no hay siervo donde no hay señor. Dios es ciertamente Padre en la generación del Dios unigénito, pero sólo en el caso de que el otro sea siervo podemos llamarlo Señor además de Padre. El Hijo no era al principio siervo por naturaleza, sino que después comenzó a ser por naturaleza algo que antes no era. Así pues, el Padre es Señor por la misma razón que el Hijo es siervo. Por la dispensación de su naturaleza, el Hijo tuvo un Señor, cuando se hizo siervo por la asunción de la humanidad.

G
El Hijo ascendido, el mismo Hijo descendido

XIV

Adoptando la forma de siervo, pues, Jesucristo, que antes era en forma de Dios, dijo como hombre: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios". Hablaba como siervo a siervos, así que ¿cómo podemos, pues, disociar las palabras de Cristo siervo y transferirlas a esa naturaleza, que no tenía nada de siervo en ella? Pues aquel que habitó en forma de Dios tomó sobre sí la forma de siervo, siendo esta forma la condición indispensable de su comunión como siervo con siervos. Es en este sentido que Dios es su Padre y el Padre de los hombres, su Dios y el Dios de los siervos. Jesucristo hablaba como hombre en forma de siervo a hombres y siervos, luego ¿qué dificultad hay, pues, en la idea de que en su aspecto humano el Padre es su Padre como el nuestro, y en su naturaleza de siervo Dios es su Dios como el de todos los hombres?

XV

Estas son las palabras con las que Cristo introduce el mensaje: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios". Así pues, pregunto yo: ¿Deben entenderse como sus hermanos con referencia a la forma de Dios o a la forma de un siervo? ¿Y tiene nuestra carne parentesco con él en cuanto a la plenitud de la deidad que habita en él, para que seamos considerados sus hermanos con respecto a su divinidad? No, porque el espíritu de profecía reconoce claramente en qué sentido somos hermanos del Dios unigénito. Es como un gusano y no como un hombre que él dice: "Anunciaré tu nombre a mis hermanos". Como un gusano, que nace sin el proceso ordinario de concepción, o bien surge al mundo, ya vivo, desde las profundidades de la tierra, él habla aquí en manifestación del hecho de que había asumido la carne y también la había sacado, viva, del hades. En todo el salmo, Dios anuncia por el espíritu de profecía los misterios de su pasión. Por lo tanto, Dios tiene hermanos en relación con la dispensación en la que sufrió. El apóstol reconoce también el misterio de esta hermandad, pues no sólo lo llama el "primogénito de entre los muertos" (Col 1,18), sino también el "primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,29). Cristo es el primogénito entre muchos hermanos en el mismo sentido en que es el primogénito de entre los muertos; y como el misterio de la muerte concierne a su cuerpo, así también el misterio de la hermandad se refiere a su carne. Así, Dios tiene hermanos según su carne, pues "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1,14); pero el Hijo unigénito, único como el Unigénito, no tiene hermanos.

H
La sujeción de Cristo, la de un hijo a su padre

XVI

Al tomar la carne, Cristo adquirió nuestra naturaleza en nuestra totalidad y se convirtió en todo lo que somos, pero no perdió lo que era antes. Tanto antes por su origen celestial como ahora por su constitución terrena, Dios es su Padre. Por su constitución terrena Dios es su Padre, ya que todas las cosas provienen de Dios Padre, y Dios es Padre de todas las cosas, ya que de él y en él son todas las cosas. Para el Dios unigénito, Dios es Padre, y no sólo porque el Verbo se hizo carne, sino porque su paternidad se extiende también a aquel que, como Verbo de Dios, estaba con Dios en el principio. Así, cuando el Verbo se hizo carne, Dios fue su Padre tanto por el nacimiento del Verbo de Dios como por la constitución de su carne. Dios es Padre de toda carne, aunque no de la misma manera que es Padre del Verbo de Dios. El Verbo de Dios, aunque no dejó de ser Dios, realmente se hizo carne. Y mientras habitó así, todavía era verdaderamente el Verbo, así como cuando el Verbo se hizo carne, todavía era verdaderamente Dios y hombre. Porque habitar sólo puede decirse de alguien que permanece en algo; y hacerse carne de alguien que nace. Él habitó entre nosotros, asumiendo nuestra carne, luego era Dios en la realidad de nuestro cuerpo. Si Cristo Jesús, el hombre según la carne, privó al Verbo de Dios de la naturaleza divina, o dejó de ser Verbo de Dios, entonces reduciría su naturaleza a nuestro nivel. No obstante, Dios es su Padre, y nuestro Padre, su Dios y nuestro Dios. Si el Verbo de Dios, al hacerse hombre, no dejó de ser Verbo de Dios, entonces Dios es al mismo tiempo su Padre y nuestro, su Dios y nuestro. Lo es en cuanto a aquella naturaleza por la cual el Verbo es nuestro hermano, y el mensaje a sus hermanos ("subo a mi Padre y a vuestro Padre, y a mi Dios y a vuestro Dios") no es el del Verbo de Dios, sino el del Verbo hecho carne.

XVII

El apóstol habla aquí con palabras cuidadosamente cautelosas, que por su precisión no pueden dar ocasión a los impíos. Hemos visto que el evangelista hace que el Señor use el término hermanos en el prefacio del mensaje, significando así que todo el mensaje, al estar dirigido a sus hermanos, se refiere a su comunión en esa naturaleza que lo hace su hermano. De este modo, pone de manifiesto que el misterio de la piedad, que se proclama aquí, no es una degradación de su divinidad. La comunión con él, por la cual Dios es nuestro Padre y suyo, nuestro Dios y suyo, existe con respecto a la dispensación de la carne. Según esta comunión, nosotros somos contados como sus hermanos, porque él nació en el cuerpo. Nadie discute que Dios el Padre es también el Dios de nuestro Señor Jesucristo, pero esta confesión reverente no ofrece ocasión para la irreverencia. Dios es su Dios, pero no como poseedor de un orden de divinidad diferente del suyo. Él fue engendrado por Dios del Padre, y nacido siervo por la dispensación: y así Dios es su Padre porque él es Dios de Dios, y Dios es su Dios, porque él es carne de la Virgen. Todo esto el apóstol confirma en una frase corta y decisiva: "Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación" (Ef 1,16-17). Cuando habla de él como Jesucristo, menciona a su Dios: cuando su tema es la gloria de Cristo, llama a Dios "mi Padre". Para Cristo glorioso, Dios es Padre; para Cristo Jesús, Dios es Dios. El ángel, cuando habla de Cristo el Señor, que debía nacer de María, lo llama por el nombre de Jesús. Los profetas, en cambio, dicen que Cristo el Señor es Espíritu. Las palabras del apóstol en este pasaje parecen a muchos, debido al latín, algo oscuras, porque el latín no tiene los artículos que el hermoso y lógico griego emplea. El griego dice "el Dios del Señor, de nosotros Jesucristo, el Padre de la gloria". En esta forma, "el Dios del", Jesucristo, y "el Padre de la gloria", expresan ciertas verdades de su naturaleza. En lo que respecta a la gloria de Cristo, Dios es su Padre. Donde Cristo es Jesús, allí el Padre es su Dios. En la dispensación por la cual él es siervo, él tiene como Dios a aquel a quien, en la gloria por la cual él es Dios, él tiene como Padre.

I
La servidumbre de Cristo, hacia los hombres

XVIII

El tiempo y el transcurso de los siglos no hacen ninguna diferencia para el Espíritu Santo. Cristo es uno y el mismo Cristo, ya sea en el cuerpo, ya permanezca por el Espíritu en los profetas. Hablando por boca del santo patriarca David, ese Espíritu dice: "Tu Dios, oh Dios, te ha ungido con óleo de alegría, más que a tus compañeros". Esto se refiere a un misterio nada menor que la dispensación de su asunción de la carne. Él, que ahora envía el mensaje a sus hermanos de que su Padre es su Padre, y su Dios su Dios, se anunció entonces como "ungido por su Dios por encima de sus compañeros". Nadie es compañero del Unigénito, el Verbo de Dios; pero sabemos que nosotros somos sus compañeros por la asunción que él hizo de la carne. Esa unción no exaltó al bendito e incorruptible Engendrado que permanece en la naturaleza de Dios, sino que estableció el misterio de su cuerpo y santificó la humanidad que asumió. El apóstol Pedro da testimonio de esto, cuando dice: "Se unieron contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste" (Hch 4,27), y: "Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret". Jesús fue ungido, pues, para que se cumpliera el misterio de la regeneración de la carne. Tampoco nos queda duda de cómo fue ungido así con el Espíritu de Dios y con poder, cuando escuchamos la voz del Padre, cuando habló cuando subió del Jordán: "Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy". Así se da testimonio de la santificación de su carne, y en este testimonio debemos reconocer su unción con el poder del Espíritu.

XIX

El Verbo era Dios y estaba con Dios en el principio, y por eso la unción no se podría relatar ni explicar si se refería a esa naturaleza, de la que nada se nos dice, excepto que estaba en el principio. De hecho, aquel que era Dios no tenía necesidad de ungirse con el espíritu y el poder de Dios, cuando él mismo era el espíritu y el poder de Dios. Así que él, siendo Dios, fue ungido por su Dios por encima de sus compañeros. Y aunque hubo muchos Cristos (es decir, personas ungidas) según la ley antes de la dispensación de la carne, sin embargo, Cristo, que fue ungido por encima de sus compañeros, vino después de ellos, porque fue preferido por encima de sus compañeros ungidos. En consecuencia, las palabras de la profecía ponen de manifiesto el hecho de que la unción tuvo lugar en el tiempo, y relativamente tarde en el tiempo. "Has amado la justicia y aborrecido la iniquidad; por eso te ungió tu Dios, oh Dios, con óleo de alegría más que a tus compañeros". Ahora bien, un hecho que sigue después de otros hechos, no puede fecharse antes de ellos. Que se merezca una recompensa postula como condición previa la existencia de alguien que pueda merecerla, pues el mérito ganado implica que ha habido alguien capaz de adquirirla. Si, por tanto, atribuimos el nacimiento del Dios unigénito a esta unción, que es su recompensa por amar la justicia y aborrecer la iniquidad, lo consideraremos no como nacido, sino como promovido por la unción, para ser el Dios unigénito. Pero entonces implicamos que avanzó con un progreso y una promoción graduales a la divinidad perfecta, y que no nació Dios, sino que después por su mérito fue ungido Dios. Así, haremos que Cristo como Dios mismo sea condicionado, mientras que él es la causa final de todas las condiciones. ¿Y qué pasa entonces con las palabras del apóstol: "Todas las cosas son por medio de él y en él, y él es antes de todo, y en él todas las cosas subsisten" (Col 1,16-17)? El Señor Jesucristo no fue deificado por nada ni por medio de nada, sino que nació Dios. Era Dios por origen, no promovido a la divinidad por ninguna causa después de su nacimiento, sino como Hijo. Era uno en especie con Dios, porque fue engendrado por él. Su unción, entonces, aunque fue el resultado de una causa, no mejoró lo que en él no podía ser hecho más perfecto. Se refería a esa parte de él que debía ser hecha perfecta a través de la perfección del misterio (es decir, que nuestra humanidad fue santificada en Cristo por la unción). Aquí también se nos enseña la dispensación del siervo, para la cual Cristo es ungido por su Dios por encima de sus compañeros, y que debido a que amó la justicia y aborreció la iniquidad, entonces seguramente las palabras del profeta deben referirse a esa naturaleza en Cristo, por la cual tiene compañeros a través de su asunción de carne. ¿Podemos dudar de esto cuando notamos cuán cuidadosamente el espíritu de profecía elige sus palabras? Dios es ungido por su Dios. Es decir, en su propia naturaleza él es Dios, aunque en la dispensación de la unción Dios es su Dios. Dios es ungido, mas ¿es ungido ese Verbo, que era Dios en el principio? Manifiestamente no, porque la unción viene después de su nacimiento divino. No fue entonces el Verbo engendrado, Dios con Dios en el principio, quien fue ungido, sino aquella naturaleza en Dios que le vino a través de la dispensación posterior a su divinidad: y cuando su Dios le ungió, ungió en él toda la naturaleza del siervo, que asumió en el misterio de su carne.

J
Jesucristo, mediador entre Dios y el hombre

XX

Que nadie, pues, mancille con sus interpretaciones impías el misterio de la gran piedad que se manifestó en la carne, ni se considere igual al Unigénito en cuanto a su divina sustancia. Que sea nuestro hermano y compañero, en cuanto que "el Verbo hecho carne habitó entre nosotros", en cuanto que "el hombre Jesucristo es mediador entre Dios y los hombres". Que, a la manera de los siervos, tenga con nosotros un Padre y un Dios común, y, como ungido sobre sus compañeros, que sea de la misma naturaleza que sus compañeros ungidos, aunque su unción sea de privilegio especial. En el misterio de la mediación, que sea a la vez verdadero hombre y verdadero Dios, Dios de Dios, pero que tenga con nosotros un Padre y un Dios común en esa comunidad por la que es nuestro hermano.

K
El reino de Dios, entregado al Padre como ofrenda, y no por sumisión

XXI

Quizás esa sujeción, esa entrega del Reino, y ese fin, significaran la disolución de su naturaleza, o la pérdida de su poder, o el debilitamiento de su divinidad. Muchos herejes argumentan que Cristo está incluido en la sujeción común de todos a Dios, y que por eso (por la condición de sujeción) pierde su divinidad, y que cuando entrega su reino ya no es rey, y que el fin que le alcanza trae como consecuencia la pérdida de su poder.

XXII

No estará fuera de lugar que repasemos aquí el sentido completo de la enseñanza del apóstol sobre este tema. Tomemos, pues, cada frase y expliquemosla, para que podamos captar todo el misterio al comprenderlo en su plenitud. Las palabras del apóstol son:

"Puesto que por un hombre vino la muerte, por un hombre vino también la resurrección de los muertos. Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos son vivificados. Pero cada uno en su debido orden. En primer lugar Cristo, como primicia. Luego los que son de Cristo, en su venida. Luego vendrá el fin, cuando haya entregado el reino al Padre, y haya despojado al mundo de toda autoridad y de todo poder. Porque es necesario que él reine, hasta poner a todos los enemigos bajo sus pies. El último enemigo que será vencido es la muerte. Todo está sujeto a él, si se exceptúa a aquel que le sujetó todas las cosas. Cuando todas las cosas le estén sujetas, entonces él también se sujetará a aquel que le sujetó todas las cosas, para que Dios sea todo en todos" (1Cor 15,21-28).

XXIII

El apóstol, que no fue elegido de los hombres ni por medio de los hombres, sino por medio de Jesucristo, para ser el maestro de los gentiles (Gál 1,1), expone en un lenguaje tan explícito como puede dominar los secretos de las Dispensaciones celestiales. El que había sido arrebatado al tercer cielo y había oído palabras inefables, revela a la percepción del entendimiento humano todo lo que la naturaleza humana puede recibir. Pero no olvida que hay cosas que no se pueden entender en el momento de oír. La debilidad del hombre necesita tiempo para revisar ante el tribunal verdadero y perfecto de la mente, lo que se vierte indiscriminadamente en los oídos. La comprensión sigue a las palabras habladas más lentamente que la audición, porque es el oído el que oye, pero la razón la que entiende, aunque es Dios quien revela el significado interno a quienes lo buscan. Aprendemos esto de las palabras escritas entre muchas otras exhortaciones a Timoteo, el discípulo instruido desde un bebé en las Sagradas Escrituras por la fe gloriosa de su abuela y madre: "Entiende lo que digo, porque el Señor te dará entendimiento en todas las cosas" (2Tm 2,7). La exhortación a entender es motivada por la dificultad de entender. No obstante, el don de Dios de entendimiento es la recompensa de la fe, porque a través de la fe la debilidad del sentido es recompensada con el don de revelación. Timoteo, ese "hombre de Dios", como el apóstol testifica de él (1Tm 5,11), el verdadero hijo de Pablo en la fe, es exhortado a entender porque el Señor le dará entendimiento en todas las cosas. Sepamos, pues, que el Señor nos dará entendimiento en todas las cosas, y recordemos que el apóstol nos exhorta también a entender.

XXIV

Si por un error propio de la naturaleza humana nos aferramos a algún preconcepto propio, no rechacemos el avance en el conocimiento mediante el don de la revelación. Si hasta ahora hemos usado sólo nuestro propio juicio, no nos avergoncemos de cambiar sus decisiones para mejor. Guiando este avance sabia y cuidadosamente, el mismo bendito apóstol escribe a los filipenses: "Todos los que somos perfectos, sintamos esto mismo. Y si en algo pensáis de otra manera, eso también os revelará Dios. Solamente que en aquello en lo que nos hemos apresurado, andemos en eso mismo" (Flp 3,15-16). La razón no puede anticipar con preconceptos la revelación de Dios. Porque el apóstol nos ha mostrado aquí en qué consiste la sabiduría de los que tienen la sabiduría perfecta, y para los que piensan de otra manera, espera la revelación de Dios, para que puedan obtener la sabiduría perfecta. Si alguno, pues, ha concebido de otro modo esta profunda dispensación del conocimiento oculto, y si lo que le ofrecemos es en algún aspecto más justo o mejor aprobado, que no se avergüence de recibir la sabiduría perfecta, como aconseja el apóstol, por medio de la revelación de Dios, y si odia permanecer en la mentira, que no ame más la ignorancia. Si a quienes tenían otra sabiduría, Dios también les ha revelado ésta, el apóstol les exhorta a apresurarse en el camino que han emprendido, a abandonar las nociones de su antigua ignorancia y a obtener la revelación del entendimiento perfecto por el camino en el que han entrado ansiosamente. Sigamos, pues, por el camino por el que nos hemos apresurado. Y si el error de nuestros pasos errantes ha retrasado nuestra ansiosa prisa, emprendámosla de nuevo por la revelación de Dios hacia la meta de nuestro deseo, y no desviemos nuestros pies del camino. Nos hemos apresurado hacia Cristo Jesús, el Señor de la gloria, el Rey de los siglos eternos, en quien se han restaurado todas las cosas en el cielo y en la tierra, por quien todas las cosas subsisten, en quien y con quien permaneceremos por siempre. Mientras andemos por este camino, tendremos la sabiduría perfecta; y si tenemos otra sabiduría, Dios nos revelará cuál es la sabiduría perfecta. Examinemos a la luz de la fe del apóstol, pues, el misterio de las palabras que tenemos ante nosotros, y que nuestro tratamiento sea, como siempre ha sido, una refutación de la verdad real de la confesión del apóstol, respeccto de toda interpretación que profanamente se quiera imponer a sus palabras.

XXV

Aquí se discuten tres aserciones, que en el orden en que las hace el apóstol son: el fin, la liberación y la sujeción. El objeto es probar que Cristo deja de existir al final, que pierde su reino cuando lo entrega, que se despoja de la naturaleza divina cuando se sujeta a Dios.

XXVI

En primer lugar, tened presente que éste no es el orden de la enseñanza del apóstol, pues en ese orden es primero la entrega del Reino, luego la sujeción y, por último, el fin. Cada causa es en sí misma el resultado de su causa particular, de modo que, en toda cadena de causalidad, cada causa, que produce en sí misma un resultado, tiene inevitablemente su antecedente subyacente. Así, el fin vendrá, pero cuando él haya entregado el reino a Dios. Él entregará el Reino, pero cuando haya abolido toda autoridad y poder. Él abolirá toda autoridad y poder, porque debe reinar. Reinará "hasta que haya puesto a todos los enemigos bajo sus pies". Pondrá a todos los enemigos bajo sus pies, porque "Dios ha sometido todo bajo sus pies". Dios los ha sometido de tal manera que "hizo de la muerte el último enemigo" que él debe vencer. Entonces, cuando todas las cosas estén sujetas a Dios, excepto aquel que le sujetó todas las cosas, "él también se sujetará a aquel que sujeta todo a sí mismo". La causa de la sujeción no es otra que para que Dios sea todo en todos. Por tanto, el fin es que Dios es todo en todos.

XXVII

Antes de continuar, debemos investigar si el fin es una disolución, o la liberación una pérdida, o la sujeción un debilitamiento de Cristo. Si encontramos que estos son contrarios, o que no pueden conectarse como causas y efectos, podremos entender las palabras en el verdadero sentido en que fueron pronunciadas.

L
El reino de Dios, estado final y duradero, y no la llegada a un fin

XXVIII

"Cristo es el fin de la ley (Rm 10,4)", mas ¿ha venido a destruirla o a cumplirla? Y si Cristo, el fin de la ley, no la destruye, sino que la cumple (pues "no he venido a destruir la ley, sino a cumplirla"; Mt 5,17), ¿no es el fin de la ley, lejos de ser su disolución, lo opuesto, y su perfección final? Todas las cosas avanzan hacia un fin, pero ese fin es una condición de reposo en la perfección, que es la meta de su avance, y no su abolición. Además, todas las cosas existen en aras del fin, y el fin en sí mismo no es el medio para nada más allá, sino un todo último que lo abarca todo y reposa en sí mismo. Como el fin es autónomo y no trabaja para ningún otro tiempo u objeto que no sea él mismo, la meta es siempre aquello a lo que se dirigen nuestras esperanzas. Por eso el Señor nos exhorta a esperar con fe paciente y reverente hasta que llegue el fin, al decir: "Bienaventurado el que persevere hasta el fin". No es una disolución bendita lo que nos espera, pues, ni la no existencia es el fruto, ni la aniquilación la recompensa señalada de la fe. No lo es, sino que el fin es el logro final de la bienaventuranza prometida, y son bienaventurados los que perseveran hasta que se alcanza la meta de la felicidad perfecta, cuando la expectativa de la esperanza fiel no tiene objeto más allá. Su fin es permanecer con descanso ininterrumpido en esa condición, hacia la cual están presionando. De manera similar, como un elemento disuasorio, el apóstol nos advierte del fin de los malvados, cuyo fin es la perdición, pero nuestra expectativa está en el cielo. Supongamos entonces que interpretamos el fin como una disolución, nos vemos obligados a reconocer que, dado que hay un fin para los bienaventurados y para los malvados, el asunto nivela a los piadosos con los impíos, porque el fin señalado de ambos es una aniquilación común. ¿Qué decir de nuestra expectativa en el cielo, si tanto para nosotros como para los malvados el fin es la cesación de la existencia? Pero, aunque para los santos quede una expectativa, mientras que para los malvados aguarda el fin que han merecido, no podemos concebir ese fin como una disolución definitiva. ¿Qué castigo sería para los malvados estar más allá del sentimiento de los tormentos vengadores, porque la capacidad de sufrir ha sido eliminada por la disolución? El fin es, por tanto, una condición culminante e irrevocable que nos espera, reservada para los bienaventurados y preparada para los malvados.

M
El reino de Dios, entregado por Cristo, pero sin desentenderse de él

XXIX

Por todo ello, ya no podemos dudar que por fin se entiende una condición última y definitiva, y no una disolución. Tendremos algo más que decir sobre este tema, cuando lleguemos a la explicación de este pasaje, pero por ahora esto es suficiente para aclarar nuestro significado. Volvamos ahora, pues, a la entrega del Reino, y veamos si significa una entrega del gobierno, o si el Hijo al entregar deja de poseer lo que entrega al Padre. Si esto es lo que los malvados sostienen en su irracional infatuación, deben admitir que el Padre, al entregar, perdió todo cuanto entregó al Hijo, si la entrega implica la entrega de lo que se entrega. De hecho, el Señor dijo: "Todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre" (Lc 10,22), y: "Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18). Por tanto, si entregar es ceder posesión, el Padre ya no poseía lo que entregó, mas si el Padre no dejó de poseer lo que entregó, tampoco el Hijo renuncia a lo que se le entregó. Por tanto, si no perdió al entregar lo que entregó, debemos reconocer que sólo la dispensación explica cómo el Padre todavía posee lo que entregó, y el Hijo no pierde lo que recibió.

N
La entrega de Cristo a Dios, la de un hijo a su padre

XXX

En cuanto a la sujeción, hay otros hechos que vienen en ayuda de nuestra fe y nos impiden injuriar a Cristo por este motivo; pero sobre todo, este pasaje contiene su propia defensa. No obstante, en primer lugar apelo a la razón común, pues ¿debe entenderse por sujeción la subordinación de la servidumbre al señorío, de la debilidad al poder, de la bajeza al honor, cualidades opuestas entre sí? ¿Está el Hijo de esta manera sujeto al Padre por la distinción de una naturaleza diferente? Si pensamos así, encontraremos en las palabras del apóstol una prevención de tales errores de la imaginación. Cuando todas las cosas están sujetas a él, entonces él debe estar sujeto a aquel que sujeta todas las cosas a sí mismo, y con este entonces quiere denotar la dispensación temporal. Si damos otra interpretación a la sujeción, Cristo, aunque entonces debía ser sometido, no lo está ahora, y así lo hacemos un rebelde insolente e impío, a quien la necesidad del tiempo, quebrantando y subyugando su orgullo profano y arrogante, reducirá a una obediencia tardía. Con todo, ¿qué dice él mismo? Esto mismo: "No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió" (Jn 6,38), y: "Por eso me ha amado el Padre, porque hago todas las cosas que le agradan", y: "Padre, hágase tu voluntad". Y si no, escuchad al apóstol, cuando dice que "se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte" (Flp 2,8). Aunque se humilló a sí mismo, su naturaleza no conoció humillación. Aunque fue obediente, fue una obediencia voluntaria, porque se hizo obediente humillándose a sí mismo. El Dios unigénito se humilló a sí mismo y obedeció a su Padre hasta la muerte en la cruz, pero ¿en qué forma? ¿Como hombre o como Dios? ¿Y por qué se ha de someter al Padre, cuando todas las cosas le han sido sometidas? En verdad, esta sujeción no es señal de una nueva obediencia, sino la dispensación del misterio, pues la lealtad es eterna, la sujeción un acontecimiento dentro del tiempo. La sujeción es entonces, en su significado, simplemente una demostración del misterio.

XXXI

Todo esto debe entenderse en vista de una misma esperanza de fe. No podemos ignorar que el Señor Jesucristo resucitó de entre los muertos y está sentado a la diestra de Dios, porque también tenemos el testimonio del apóstol que dice: "Según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra no sólo en este siglo sino también en el venidero, sometiendo todas las cosas bajo sus pies". El lenguaje del apóstol, como corresponde al poder de Dios, habla del futuro como ya pasado (porque lo que ha de ser obrado por la consumación del tiempo ya existe en Cristo, en quien está toda la plenitud), y por futuro se refiere sólo al orden temporal de la dispensación (y no a un nuevo desarrollo). Así, Dios ha puesto todas las cosas bajo sus pies, aunque todavía estén por ser sometidas. Por sujeción, concebida como ya pasada, se expresa el poder inmutable de Cristo. Por su sujeción, como futura, se significa su consumación al final de los siglos, como resultado de la plenitud de los tiempos.

XXXII

El significado de la "abolición de todo poder" que está contra Cristo no es oscuro. De hecho, el príncipe del aire, o el poder de la maldad espiritual, será entregado a la destrucción eterna, como bien recuerda Cristo: "Apartaos de mí, malditos, e id al fuego eterno que mi Padre ha preparado para el diablo y sus ángeles" (Mt 25,41). La abolición no es lo mismo que la sujeción. "Abolir el poder del enemigo" es barrer para siempre su prerrogativa de poder, de modo que por la abolición de su poder se pone fin al gobierno de su reino. Esto lo testifica el mismo Señor, cuando dice "mi reino no es de este mundo" (Jn 18,36), y como ya había testificado en otra ocasión al decir que el gobernante de ese reino es el príncipe del mundo (cuyo poder será destruido y abolido bajo el gobierno de su Reino). "Sujetar al enemigo", por su parte, implica obediencia y lealtad, y es una prueba de sumisión y mutabilidad.

XXXIII

Nos dice el apóstol Pablo que, "cuando su autoridad sea abolida, sus enemigos serán sometidos, y Cristo los someterá a sí mismo", y que "él los someterá a sí mismo, y Dios los someterá a él". ¿Ignoraba el apóstol, pensáis, la fuerza de estas palabras del evangelio: "Nadie viene a mí, si el Padre no lo atrae a mí"? ¿Y aquellas otras que decían: "Nadie viene al Padre sino por mí"? Así como en esta epístola Cristo somete a sí mismo a sus enemigos, sin embargo, Dios los somete a él, y da testimonio de que está obrando en él. Excepto por medio de él, no hay manera de llegar al Padre, como tampoco hay manera de llegar a él, si el Padre no nos atrae. Entendiéndolo como el Hijo de Dios, reconocemos en él la verdadera naturaleza del Padre. Por lo tanto, cuando aprendemos a conocer al Hijo, Dios Padre nos llama; cuando creemos en el Hijo, Dios Padre nos recibe. En efecto, el Padre nos atrae cuando, como primera condición, se le reconoce como Padre. No obstante, nadie llega al Padre sino por el Hijo, porque no podemos conocer al Padre si no actúa en nosotros la fe en el Hijo, ya que no podemos acercarnos al Padre en el culto si no adoramos primero al Hijo. Si conocemos al Hijo, el Padre nos atrae a la vida eterna y nos recibe. Todo lo que se hace es obra del Hijo, pues por la predicación del Padre, a quien el Hijo predica, el Padre nos lleva al Hijo, y el Hijo nos conduce al Padre. La declaración de este misterio era necesaria para una comprensión más perfecta del presente pasaje, para mostrar que el Padre nos atrae y nos recibe por medio del Hijo, para que pudiéramos entender los dos aspectos (el Hijo que todo se somete a sí mismo, y el Padre que todo se somete a él). A través del nacimiento la naturaleza de Dios permanece en el Hijo, y hace lo que él mismo hace. Lo que él hace, lo hace Dios, y lo que Dios hace en él, lo hace él mismo (en el sentido de que, donde él mismo actúa, actúa el Hijo de Dios, y donde Dios actúa, debemos percibir las propiedades de la naturaleza del Padre que existen en él como Hijo).

XXXIV

Cuando las autoridades y los poderes sean abolidos, sus enemigos serán sometidos bajo sus pies. El mismo apóstol dice quiénes son estos enemigos, cuando dice: "En cuanto al evangelio, son enemigos por causa de vosotros, pero en cuanto a la elección, son amados por causa de los padres" (Rm 11,28). Recordemos que son enemigos de la cruz de Cristo. Y recordemos también que, porque son amados por causa de los padres, están reservados para la sujeción, como dice el apóstol: "No quiero, hermanos, que ignoréis este misterio: que ha acontecido a Israel un endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles, y luego todo Israel sea salvo, como está escrito: Vendrá de Sión un libertador, que apartará de Jacob la impiedad y hará un pacto con ellos, cuando haya quitado sus pecados. Así pues, sus enemigos serán sometidos bajo sus pies".

XXXV

No debemos olvidar lo que sigue a la sujeción, a saber: que la muerte es vencida por él (1Cor 15,26). Esta victoria sobre la muerte no es otra cosa que la resurrección de entre los muertos: porque cuando la corrupción de la muerte es detenida, la naturaleza vivificada y ahora celestial es hecha eterna, como está escrito: "Es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad". Cuando esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: "Sorbida es la muerte en contienda. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh muerte, tu contienda?". En la sujeción de sus enemigos es vencida la muerte, y vencida la muerte sigue la vida inmortal. El apóstol nos habla también de la recompensa especial que se alcanza por esta sujeción que se perfecciona por la sujeción de la fe, al decir: "Él modelará de nuevo el cuerpo de nuestra humillación, para que sea semejante al cuerpo de su gloria, según las obras de su poder, con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas" (Flp 3,21). Hay luego otra sujeción, que consiste en un paso de una naturaleza a otra, pues nuestra naturaleza cesa (en lo que se refiere a su carácter actual) y se somete a aquel a cuya forma pasa. No obstante, por cesar no se implica un fin del ser, sino una promoción a algo superior. Así, nuestra naturaleza, al fundirse en la imagen de la otra naturaleza que recibe, se vuelve sujeta mediante la imposición de una nueva forma.

XXXVI

El apóstol Pablo, para completar su explicación de este misterio, tras decir que la muerte es el último enemigo que hay que vencer, añade: "Todas las cosas le están sujetas, excepto el que le sujetó todas las cosas. Así, es necesario que él se sujete al que le sujetó todas las cosas, para que Dios sea todo en todos" (1Cor 15,27-28). El primer paso del misterio es que "todas las cosas le están sujetas", y el segundo que "él se sujeta al que sujeta todas las cosas a sí mismo". Así como nosotros estamos sujetos a la gloria del gobierno de su cuerpo, así también él, reinando en la gloria de su cuerpo, por el mismo misterio está a su vez sujeto a él, que sujeta todas las cosas a sí mismo. Nosotros estamos sujetos a la gloria de su cuerpo,para que podamos participar de ese esplendor con el que él reina en el cuerpo, ya que seremos conformados a su cuerpo.

O
La gloria de Cristo, transfigurada y mostrada a sus seguidores

XXXVII

Los evangelios tampoco guardan silencio acerca de la gloria del cuerpo reinante actual de Cristo. De hecho, está escrito que el mismo Señor dijo: "Algunos de los que están aquí no gustarán la muerte, hasta que vean al Hijo del hombre venir en su reino". Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó aparte a una montaña alta. Y se transfiguró ante ellos, y su rostro resplandeció como el sol, y sus vestiduras se volvieron como la nieve. Así, Cristo mostró a los apóstoles la gloria del futuro cuerpo del Reino, y en su gloriosa transfiguración reveló en el esplendor de su cuerpo reinante actual.

XXXVIII

Prometió también Jesucristo a los apóstoles la participación en esta gloria suya, cuando dijo: "Así será al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que hacen tropiezo y a los que practican la iniquidad, y los enviará al horno de fuego: allí será el llanto y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre". ¿Estaban cerrados sus oídos naturales y corporales para oír las palabras, de modo que el Señor tuvo que amonestarlos para que oyeran? Sin embargo, el Señor, insinuando el conocimiento del misterio, les ordena que escuchen la doctrina de la fe. Al fin del mundo, todas las cosas que hacen tropezar serán eliminadas de su reino. Vemos entonces al Señor reinando en el esplendor de su cuerpo, hasta que las cosas que hacen tropezar sean eliminadas. Y nos vemos, en consecuencia, conformados a la gloria de su cuerpo en el reino del Padre, resplandeciendo como con el esplendor del sol, el esplendor con el que mostró la forma de su Reino a los apóstoles, cuando se transfiguró en el monte.

P
La gloria de Cristo, únicamente para los justos

XXXIX

Jesucristo entregará el Reino a Dios Padre, no en el sentido de que él renuncie a su poder por la entrega, sino que nosotros, siendo conformados a la gloria de su cuerpo, formaremos el reino de Dios. No se dice "él entregará su reino", sino "él entregará el reino" (1Cor 15,24), es decir, nos entregará a Dios a nosotros que hemos sido hechos Reino por la glorificación de su cuerpo. Él nos entregará al Reino, como está dicho en el evangelio: "Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo" (Mt 25,34), y: "Los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre", y: "El Hijo entregará al Padre a aquellos a quienes él ha llamado a su reino". A éstos últimos, también prometió Cristo la bienaventuranza de este misterio, cuando dijo: "Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8). Mientras él reine, quitará todo escándalo, y entonces "los justos resplandecerán como el sol en el reino del Padre". Más tarde, entregará el reino al Padre, y los que él haya entregado al Padre verán a Dios. Él mismo da testimonio a los apóstoles de qué clase de Reino es este, cuando dice: "El reino de Dios está entre vosotros" (Lc 17,21). Así que, como Rey, entregará el reino, y si alguno pregunta quién es el que entrega el reino, que oiga esto: "Cristo ha resucitado de los muertos, primicias de los que durmieron", porque "así como la muerte entró por un hombre, también por un hombre vendrá la resurrección de los muertos" (1Cor 15,20-21). Todo lo que se dice sobre el punto que nos ocupa se refiere al misterio del cuerpo, ya que Cristo es "la primicia de los muertos". De las palabras del apóstol deducimos, por tanto, por qué misterio resucitó Cristo de entre los muertos: "Acuérdate que Cristo resucitó de entre los muertos, del linaje de David" (2Tm 2,8). Aquí está la señal, de que la muerte y la resurrección se deben únicamente a la dispensación, por la cual Cristo se hizo carne.

Q
La naturaleza humana, deificada por Cristo

XL

En su cuerpo, el mismo cuerpo aunque ahora hecho glorioso, Cristo reina hasta que las autoridades sean abolidas, la muerte vencida y sus enemigos sometidos. Esta distinción es cuidadosamente preservada por el apóstol, cuando dice que "las autoridades y los poderes son abolidos, y los enemigos son sometidos" (1Cor 15,24-25). Entonces, cuando sean sometidos, él, que es el Señor, se sujetará a aquel que sujeta todas las cosas a sí mismo, "para que Dios sea todo en todos", y la naturaleza de la divinidad del Padre se imponga sobre la naturaleza de nuestro cuerpo (que fue asumido). Es así como Dios será todo en todos. Según esta dispensación, Cristo se convierte por su deidad y su humanidad en el mediador entre los hombres y Dios, y adquiere la naturaleza de carne, y obtendrá la naturaleza de Dios en todas las cosas, de modo que sea Dios no en parte, sino total y enteramente. El fin de la sujeción es, pues, simplemente que Dios sea todo en todos, de modo que no quede en él ningún rastro de la naturaleza de su cuerpo terreno. Aunque antes de este tiempo los dos estaban combinados en él, ahora debe convertirse en Dios solamente, mas no desechando el cuerpo sino trasladándolo por la sujeción; y no perdiéndolo por disoluciones, sino transfigurándolo en gloria; y no despojándose de la divinidad por su humanidad, sino añadiendo humanidad a su divinidad. Además, él se sujeta, mas no para dejar de ser, sino "para que Dios sea todo en todos", no continuando siendo lo que ya no es, ni debiendo por la disolución ser despojado de sí mismo, ni siendo privado de su ser.

XLI

Tenemos una garantía suficiente y sagrada para creer en el apóstol: que mediante la dispensación, y dentro del tiempo, el Señor Jesucristo (primicia de los que duermen) ha de ser sometido, para que Dios sea todo en todos. Con todo, esta sujeción no es la degradación de su divinidad, sino la promoción de su naturaleza asumida, porque aquel que es Dios y hombre es ahora completamente Dios. Algunos pueden pensar que, cuando decimos que él fue glorificado en el cuerpo mientras reinaba en el cuerpo, y que de ahora en adelante ha de ser sometido para que Dios sea todo en todos, nuestra creencia no encuentra apoyo para sí misma en los evangelios ni tampoco en las epístolas. Por lo tanto, presentaré testimonios de nuestra fe, y no sólo por las palabras del apóstol, sino también por boca de nuestro Señor. Mostraré que Cristo dijo, con sus propios labios, lo que luego dijo por boca de Pablo.

XLII

¿Revela o no revela Cristo a sus apóstoles la dispensación de esta gloria, a través de las palabras "ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él"? Si Dios ha sido glorificado en él, Dios lo ha glorificado en sí mismo, e inmediatamente lo ha glorificado. En las palabras "ahora es honrado el Hijo del hombre, y Dios es honrado en él", tenemos primero la gloria del Hijo del hombre, y luego la gloria de Dios en el Hijo del hombre. Así, primero se significa la gloria del cuerpo (que toma prestada de su asociación con la naturaleza divina) y luego sigue la promoción a una gloria más plena (derivada de una adición a la gloria del cuerpo). Si Dios ha sido honrado en él, Dios lo ha honrado en sí mismo, e inmediatamente Dios lo ha honrado. "Dios lo ha glorificado en sí mismo" significa que ya ha sido glorificado en él. "Dios fue glorificado en él" se refiere a la gloria del cuerpo, porque por esta gloria se expresa en un cuerpo humano la gloria de Dios, en la gloria del Hijo del hombre se ve la gloria divina. Dios fue glorificado en él, y por eso Dios lo ha glorificado en sí mismo. Es decir, por su promoción a la deidad, cuya gloria fue aumentada en él, Dios lo ha glorificado en sí mismo. Ya antes de esto reinaba en la gloria que brota de la gloria divina. De ahora en adelante, sin embargo, él mismo debe pasar a la gloria divina. "Dios lo ha glorificado en sí mismo" alude a esa naturaleza por la cual Dios es lo que es. "Para que Dios sea todo en todos" alude a todo su ser, dejando atrás la dispensación por la cual es hombre, y aludiendo al ser eternamente transformado en divinidad. En todo esto, no se nos ocultan los plazos en que se conseguirá, cuando se dice que "Dios lo ha glorificado en sí mismo, y de nuevo lo glorificará". En el momento en que Judas se levantó para traicionarlo, se dio a entender como presente la gloria que obtendría tras su pasión y resurrección, pero se asignó al futuro la gloria con la que Dios lo glorificaría consigo mismo. La gloria de Dios se ve en él en el poder de la resurrección, mas él mismo, por la dispensación de la sujeción, será llevado eternamente a la gloria de Dios (es decir, a Dios, el todo en todos).

XLIII

¡Qué absurda locura es la de los herejes, al considerar inalcanzable para Dios la meta que el hombre espera alcanzar, dando a entender que él es incapaz de realizar en sí mismo lo que es poderoso para realizar en nosotros! En efecto, no es de razón o sentido común decir que Dios está obligado (por alguna necesidad de su naturaleza) a procurar nuestra felicidad, y al mismo tiempo que no puede concederse a sí mismo bendiciones similares. En efecto, Dios no necesita ninguna bendición adicional, pues su naturaleza y poder se mantienen firmes en su perfección eterna. Y en la dispensación, aquel que siendo Dios se hizo hombre no fue impotente para seguir siendo enteramente Dios, tampoco será impotente para transformar lo que todavía no somos. La secuela final de la vida y la muerte del hombre es la resurrección, y la recompensa segura de nuestra guerra es la inmortalidad y la incorrupción, y no la persistencia incesante del castigo eterno, sino el goce y la felicidad ininterrumpidos de la gloria eterna. Estos cuerpos de origen terreno serán exaltados a la forma de una naturaleza superior y conformados a la gloria del cuerpo del Señor. No obstante, ¿qué hay de Dios en la forma de un siervo? Y mientras todavía está en la forma de un siervo, glorificado en el cuerpo, ¿no será también conformado a Dios? ¿Nos otorgará la forma de su cuerpo glorificado, y sin embargo no podrá hacer por su propio cuerpo nada más de lo que hace por sí mismo en común con nosotros? En su mayor parte, los herejes interpretan las palabras "entonces se sujetará a aquel que sujetó todas las cosas a sí mismo, para que Dios sea todo en todos", como si quisieran decir que el Hijo debe someterse a Dios Padre, para que por la sujeción del Hijo, Dios Padre pueda ser todo en todos. Con todo, ¿falta todavía en Dios alguna perfección, que él debe obtener por la sujeción del Hijo? ¿Podemos creer que Dios no posee todavía esa última ascensión de bienaventurada divinidad? Porque se dice que, al venir la plenitud de los tiempos, "él será hecho todo en todos".

R
La majestad divina, inabarcable

XLIV

Sostengo que Dios no puede ser conocido sino por la devoción. Es más, sostengo que incluso responder a tales objeciones me parece tan impío como apoyarlas. ¡Qué presunción suponer que las palabras pueden describir adecuadamente su naturaleza, cuando el pensamiento es a menudo demasiado profundo para las palabras y su naturaleza trasciende incluso las concepciones del pensamiento! ¡Qué blasfemia discutir incluso si algo falta en Dios, si él mismo está lleno, o si le queda por ser más lleno que su plenitud! Si Dios, que es él mismo la fuente de su propia divinidad eterna, fuera capaz de progresar, de ser mayor hoy que ayer, nunca podría llegar al tiempo en que nada le faltaría, porque la naturaleza a la que todavía es posible avanzar siempre debe, en su progreso, dejar algún terreno por delante aún sin hollar. Si está sujeta a la ley del progreso, aunque siempre progresa, siempre debe ser susceptible de ulteriores progresos. En cambio, a aquel que permanece en perfecta plenitud, que es eternamente, no le queda plenitud con la que pueda ser más pleno, porque la plenitud perfecta no puede recibir más plenitud. Ésta es la actitud de pensamiento con la que la reverencia contempla a Dios (es decir, que nada le falta, que él está lleno).

XLV

El apóstol no deja de establecer con qué clase de confesión debemos dar testimonio de Dios, como cuando dijo: "Oh misterio insonsable, el de Dios! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le sea recompensado? Porque de él, por él y en él son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos de los siglos" (Rm 11,33-36). En efecto, ninguna mente terrenal puede definir a Dios, ningún entendimiento puede penetrar con su percepción para sondear la profundidad de su sabiduría. Sus juicios desafían el escrutinio minucioso de sus criaturas. Los caminos inexplorados de su conocimiento desconciertan el celo de todos los perseguidores. Sus caminos están sumergidos en las profundidades de la incomprensibilidad: nada puede ser sondeado o rastreado hasta el final en las cosas de Dios. Nadie ha sido jamás enseñado a conocer su mente, y a nadie fuera de él se le ha permitido jamás compartir su consejo. No obstante, todo esto se aplica sólo a los hombres, y no a él, como el ángel del poderoso consejo recuerda: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiso revelar" (Mt 11,27). Esto sirve para refrenar nuestro propio y débil intelecto, sobre todo cuando se esfuerza por sondear la profundidad de la naturaleza divina con sus descripciones y definiciones. De ahí la exclamación del apóstol, para que no intentemos, mediante conjeturas temerarias, arrebatar a Dios más que lo que él se ha dignado revelarnos.

S
La majestad divina, ni agrandable ni disminuible

XLVI

Es un axioma de la filosofía natural que nada cae dentro del alcance de los sentidos a menos que sea sometido a su observación, como por ejemplo un objeto colocado ante los ojos, o un acontecimiento posterior al nacimiento del sentido y la inteligencia humanos. Lo primero lo podemos ver y tocar, y la mente está calificada para emitir un veredicto sobre él, ya que puede ser examinado por los sentidos del tacto y la vista. El segundo, que es un acontecimiento en el tiempo, producido o constituido desde el origen del hombre, cae dentro de los límites en los que el sentido discernidor puede pretender emitir un juicio, ya que no es anterior en el tiempo a nuestra percepción y razón. En efecto, nuestra vista no puede percibir lo invisible, ya que sólo distingue lo visible; nuestra razón no puede proyectarse en el tiempo en que no era, porque sólo puede juzgar de aquello a lo que es anterior en el tiempo. E incluso dentro de estos límites, la debilidad que está ligada a su naturaleza le priva del conocimiento absolutamente cierto de la secuencia de causa y efecto. ¿Cuánto menos podrá, pues, retroceder al tiempo en que tuvo su origen, y comprender con su percepción cosas que existían antes que él en los reinos de la eternidad?

XLVII

El apóstol reconoció, pues, que nada puede caer en nuestro conocimiento, a menos que sea posterior en el tiempo a la facultad de los sentidos. Por eso, cuando hubo afirmado la profundidad de la sabiduría de Dios, y la infinitud de sus juicios inescrutables, y el secreto de sus caminos inescrutables, y el misterio de su mente insondable, y la incomprensibilidad de su consejo incomunicado, continuó diciendo: "¿Quién le dio primero, para que le sea recompensado a cambio? Porque de él, por él y en él son todas las cosas". En efecto, e Dios eterno no está sujeto a limitación, ni la razón y la inteligencia humanas ejercieron sus funciones antes de que él existiera. Su ser entero es una profundidad que no podemos examinar ni penetrar. Decimos su ser entero, mas no para definirlo como limitado, sino para comprenderlo en su inmensidad ilimitada. ¿Por qué? Porque de nadie ha recibido su ser, ni ningún dador anterior puede reclamarle servicio a cambio de un don otorgado. Porque de él, por él y en él son todas las cosas, y a él no le faltan las cosas que son de él y por él y en él. El Creador y origen de todo, que todo lo contiene, y que está más allá de todo, no necesita nada, pues él es el Creador sus criaturas y el poseedor sus posesiones. Nada es anterior a él, nada proviene de otro que él, nada está más allá de él. ¿Qué elemento de plenitud le falta todavía a Dios, que el tiempo suplirá para hacerlo todo en todo? ¿De dónde puede recibirlo, si fuera de él no hay nada, y mientras nada hay fuera de él, él es eternamente él mismo? Y si él es eternamente él mismo, y no hay nada fuera de él, ¿con qué aumento será hecho completo, con qué adición será hecho diferente de lo que es? ¿No dijo él "yo soy y no cambio" (Mal 3,6)? ¿Qué posibilidad hay de cambio en él? ¿Qué alcance para el progreso? ¿Qué es anterior a la eternidad? ¿Qué más divino que Dios? La sumisión del Hijo no hará, pues, que Dios sea todo en todos, ni ninguna causa lo perfeccionará, pues de él, por él, y en él, proceden todas las causas. Él sigue siendo Dios, tal como siempre fue, y no necesita nada más, pues lo que es, lo es eternamente de sí mismo y para sí mismo.

XLVIII

Tampoco es necesario que el Dios unigénito cambie. Él es Dios, y ése es el nombre de la divinidad plena y perfecta. Como ya dije, el significado de la glorificación repetida, y la causa de la sujeción, es que Dios sea todo en todos. Esto es un misterio, no una necesidad. En efecto, Cristo permaneció en la forma de Dios cuando asumió la forma de siervo, y no estando sujeto a cambio sino vaciándose, y no ocultándose en sí mismo sino permaneciendo dueño de sí mismo. Se limitó a sí mismo hasta la forma y apariencia de hombre, para que la debilidad de la humildad asumida no pudiera soportar el poder inmensurable de su naturaleza. Su poder ilimitado se contrajo, hasta que pudo cumplir el deber de la obediencia incluso hasta la resistencia del cuerpo al que estaba unido. No obstante, como él era autosuficiente, incluso cuando se despojó de sí mismo, su autoridad no sufrió disminución, y en la humillación del despojamiento ejerció dentro de sí mismo el poder de aquella autoridad que fue despojada.

T
La glorificación humana, obrada por Cristo y ofrecida a todos

LXIX

En definitiva, Dios "será todo en todos" para nuestra promoción (es decir, para promocionar la humanidad asumida). Por ello, aquel que fue encontrado en la forma de siervo, aunque era Dios, ahora debe ser nuevamente confesado en la gloria del Padre. Todo esto es necesario tan sólo en la forma de dispensación, y no como cambio de su naturaleza; porque él permanece siendo el que siempre fue. No obstante, interviene ahora aquí una nueva naturaleza, que comenzó en con su nacimiento humano, y así todo lo que él obtiene es en nombre de esa naturaleza que antes no era Dios. Somos, pues, nosotros los que ganamos, y nosotros los que somos promovidos, porque seremos conformados a la gloria del cuerpo de Dios. Además, el Dios unigénito, a pesar de su nacimiento humano, no deja de ser Dios. Esa sujeción del cuerpo, por la cual todo lo que es carnal es absorbido por la naturaleza espiritual, lo hará Dios y todo en todos, ya que él es también hombre, así como Dios, y su humanidad avanza hacia esta meta es también la nuestra. Seremos promovidos a una gloria conforme a la de Aquel que se hizo hombre por nosotros, y seremos renovados hasta el conocimiento de Dios, y seremos creados de nuevo a la imagen del Creador, como recuerda el apóstol: "Habiéndose despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual se va renovando hasta el conocimiento de Dios, conforme a la imagen del que lo creó" (Col 3,9-10). De esta manera será hecho el hombre, a la perfecta imagen de Dios, conformado a la gloria del cuerpo de Dios, exaltado a la imagen del Creador, conforme al modelo asignado al primer hombre. Dejando atrás el pecado y el hombre viejo, se hará un hombre nuevo en el conocimiento de Dios, y el hombre llegará a la perfección de su constitución, ya que por el conocimiento de Dios se convertirá en la imagen perfecta de Dios. Por la piedad será promovido a la inmortalidad, y por la inmortalidad vivirá para siempre como la imagen de su Creador.