HILARIO DE POITIERS
Sobre la Trinidad

LIBRO X

A
La herejía arriana, torcida de forma premeditada

I

Es evidente que no hay nada que los hombres hayan dicho jamás que no esté sujeto a oposición. Cuando la voluntad disiente, la mente también disiente: bajo el sesgo del juicio contrario, entra en batalla y niega las afirmaciones a las que se opone. Aunque cada palabra que decimos sea incontrovertible si se mide con el patrón de la verdad, mientras los hombres piensen o sientan de manera diferente, la verdad siempre estará expuesta a las cavilaciones de los oponentes, porque atacan, bajo la ilusión del error o el prejuicio, la verdad que no comprenden o que les desagrada. ¿Por qué? Porque las decisiones, una vez tomadas, se aferran con excesiva obstinación, y la pasión de la controversia no puede ser expulsada del curso que ha tomado, cuando la voluntad no está sujeta a la razón. La investigación de la verdad da paso a la búsqueda de pruebas de lo que deseamos creer; el deseo es superior a la verdad. Las teorías que inventamos se basan, pues, en nombres más que en cosas, y en ellas la lógica de la verdad cede su lugar a la lógica del prejuicio (una lógica que la voluntad adapta para defender sus fantasías, no una lógica que la estimule mediante la comprensión de la verdad por la razón). De estos defectos del espíritu partidista surgen todas las controversias entre teorías opuestas. De ahí se sigue una batalla obstinada entre la verdad que se afirma y el prejuicio que se defiende: la verdad se mantiene en pie y el prejuicio resiste. No obstante, si el deseo no se hubiera adelantado a la razón, y si la comprensión de la verdad nos hubiera movido a desear lo que es verdadero (en lugar de intentar convertir nuestros deseos en doctrinas, dejaríamos que nuestras doctrinas dictaran nuestros deseos), no habría contradicción con la verdad, pues cada uno comenzaría por desear lo que es verdadero, no por defender la verdad de lo que desea.

II

No ignorando este pecado de obstinación, el apóstol, escribiendo a Timoteo, después de muchos mandatos para que dé testimonio de la fe y predique la palabra, añade: "Vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas" (2Tm 4,3-4). Porque cuando su celo impío los lleve más allá de lo que pueden soportar para la sana doctrina, se amontonarán maestros para sus concupiscencias. Es decir, construirán esquemas de doctrina que se ajusten a sus propios deseos, no queriendo ser enseñados, sino reuniendo maestros que les digan lo que desean. ¿Para qué? Para que la multitud de maestros que han descubierto y reunido, los satisfaga con las doctrinas de sus propios deseos tumultuosos. Si estos locos, en su necedad impía, no saben con qué espíritu rechazan la sana doctrina y anhelan la doctrina corrupta, que oigan las palabras del mismo apóstol al mismo Timoteo: "En los últimos días algunos se apartarán de la fe, prestando atención a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios por la hipocresía de palabras mentirosas" (1Tm 4,1-2). ¿Qué avance de la doctrina es descubrir lo que uno imagina, y no lo que uno debe aprender? ¿O qué piedad en la doctrina es no desear lo que uno debe aprender, sino amontonar doctrina según nuestros deseos? Pero esto es lo que suministran los impulsos de los espíritus engañadores. Confirman las falsedades de la pretendida piedad, porque una hipocresía hipócrita siempre logra la deserción de la fe, de modo que al menos en palabra se retiene la reverencia, que la conciencia ha perdido. Incluso esa pretendida piedad la hacen impía con toda clase de mentiras, violando con esquemas de falsa doctrina la santidad de la fe y acumulando doctrinas que se ajustan a sus deseos, y no según la fe del evangelio. Se deleitan, con un placer incontrolable, en que sus oídos se llenen de cosquillas con la novedad de su predicación favorita. Se alejan completamente de escuchar la verdad y se entregan por completo a las fábulas. Su incapacidad para hablar o entender la verdad reviste su discurso, y ésta se convierte para ellos en una apariencia de verdad.

III

Estamos en los tiempos malos que profetizó el apóstol, pues hoy se buscan maestros que prediquen no a Dios, sino a una criatura, y los hombres son más celosos de lo que ellos mismos desean que de lo que enseña la fe sana. Hasta tal punto los ha movido su comezón de oír lo que desean, que por el momento, entre su multitud de doctores, reina la predicación sola, que aleja al Dios unigénito del poder y naturaleza de Dios Padre, y lo convierte en nuestra fe en un Dios de segundo orden, o en nada. En ambos casos, es una profesión condenatoria de impiedad, ya se confiese a dos dioses haciendo diferentes grados de divinidad, ya se niegue por completo la divinidad a aquel que recibió su naturaleza por nacimiento de Dios. Tales doctrinas agradan a aquellos cuyos oídos están alejados del oído de la verdad y se vuelven hacia las fábulas, mientras que el oído de nuestra fe sana no se soporta, y se es llevado corporalmente al destierro con sus predicadores.

IV

Aunque muchos acumulen maestros según sus deseos, y destierren la sana doctrina, la predicación de la verdad nunca podrá ser exiliada, mientras hayan santos que la defiendan. Desde nuestro exilio hablaremos por estos escritos nuestros, y la palabra de Dios que no puede ser atada correrá sin impedimentos, advirtiéndonos de este tiempo que el apóstol profetizó. En efecto, cuando los hombres se muestran impacientes con el mensaje verdadero y acumulan maestros según sus propios deseos humanos, ya no podemos dudar sobre los tiempos, sino saber que mientras los predicadores de la sana doctrina son desterrados, la verdad también es desterrada. No nos quejamos de los tiempos. Más bien, nos alegramos más bien de que la iniquidad se haya revelado en este nuestro exilio, cuando, no pudiendo soportar la verdad, destierra a los predicadores de la sana doctrina, para poder acumular para sí maestros según sus propios deseos. Nos gloriamos en nuestro exilio, y nos regocijamos en el Señor de que en nuestra persona se cumpliría la profecía del apóstol.

B
Resumen exacto de la verdad católica

V

En los libros anteriores, manteniendo la profesión de una fe sincera y una verdad incorrupta, he dispuesto el método de nuestra respuesta de tal manera que (aunque tales son nuestras limitaciones, que el lenguaje humano nunca puede estar a salvo de excepciones) nadie podría contradecirnos sin una abierta profesión de impetuosidad. He demostrado completamente el verdadero significado de aquellos textos que los herejes astutamente hurtan de los evangelios y se apropian para su propia enseñanza, que si alguien lo niega, no puede escapar con el pretexto de la ignorancia, sino que es condenado por su propia boca de impetuosidad. Además, según el don del Espíritu Santo, he procedido tan cautelosamente en nuestra prueba de la fe, que no es posible inventar ninguna acusación contra nosotros. Esto no es más que una forma de llenar los oídos de los incautos, con declaraciones de que negamos el nacimiento de Cristo, cuando en realidad predicamos la unidad de la deidad. También dicen los herejes que, por el texto "yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30), Dios es solitario. Según ellos, nosotros decimos que el Dios ingénito descendió en la Virgen, y nació hombre, refiriéndonos a la palabra inicial yo como a la dispensación de su carne, sin añadirle la prueba de su divinidad. Se refieren también al Padre como el Padre de sí mismo, sin saber que en la afirmación de Jesús se aludía a dos personas (el Padre y el Hijo), cuando dijo "somos uno".

VI

Nosotros siempre hemos mantenido el nacimiento existente fuera del tiempo. Hemos enseñado que Dios el Hijo es Dios de la misma naturaleza que Dios el Padre, no co-igual con el Ingénito (porque él mismo no fue Ingénito) ni, por ser Unigénito, desigual por ser engendrado. Defendemos que los dos son uno, no por dar un doble nombre a una persona, sino por un verdadero engendramiento y ser engendrado. Defendemos que ni hay dos dioses, diferentes en especie, ni Dios es solitario porque es uno, en el sentido en que confesamos el misterio del Dios unigénito. Defendemos que el Hijo es indicado en el nombre de, y existe en, el Padre, cuyo nombre y cuya naturaleza están en él. Defendemos que el Padre por su nombre implica y permanece en, el Hijo, ya que no se puede hablar de un hijo, ni existir, excepto como nacido de un padre. Además, decimos que él es la copia viva de la naturaleza viviente, la impresión del sello divino sobre la naturaleza divina, tan indistinguible de Dios en poder y clase, que ni sus obras ni sus palabras ni su forma son otras que las del Padre. Puesto que la imagen por naturaleza posee la naturaleza de su autor, el Autor también ha obrado, hablado y aparecido a través de su imagen natural.

VII

Junto a esta generación eterna e inefable del Unigénito, que trasciende la percepción del entendimiento humano, enseñamos también el misterio de Dios nacido para ser hombre desde el seno de la Virgen, mostrando cómo según el plan de la encarnación, al despojarse de sí mismo de la forma de Dios y tomar la forma de siervo, la debilidad de la humanidad asumida no debilitó la naturaleza divina, sino que ese poder divino fue comunicado a la humanidad sin que la virtud de la divinidad se perdiera en la forma humana. Porque cuando Dios nació para ser hombre, el propósito no era que se perdiera la divinidad, sino que, permaneciendo la divinidad, el hombre naciera para ser Dios. Así, Enmanuel es su nombre, que es "Dios con nosotros" (Mt 1,23), para que Dios no fuera rebajado al nivel del hombre, sino que el hombre fuera elevado al nivel de Dios. Ni tampoco, cuando pide ser glorificado (Jn 17,5), es de ninguna manera una glorificación de su naturaleza divina, sino de la naturaleza inferior que él asumió: porque pide aquella gloria que tenía con Dios antes de que el mundo fuese hecho.

VIII

Como estoy respondiendo a todas las afirmaciones, incluso a las más insensatas, llego ahora a la discusión de la hora desconocida. Ahora bien, incluso si, como dicen, el Hijo no la hubiera conocido, esto no daría lugar a un ataque contra su divinidad como el Unigénito. No estaba en la naturaleza de las cosas que su nacimiento pudiera servir para retrasar su comienzo hasta que fuera equivalente a la existencia que es ingénita y no tuvo comienzo. El Padre se reserva como su prerrogativa, para demostrar su autoridad como el Ingénito, la fijación de este día aún indeterminado. Tampoco podemos concluir que en su persona haya algún defecto en esa naturaleza que contenía por derecho de nacimiento toda la plenitud de esa naturaleza que un nacimiento perfecto podría impartir. Tampoco podría imputarse en el Dios unigénito la ignorancia del día y la hora a un grado inferior de divinidad. Se trata de demostrar contra los herejes sabelianos que la autoridad del Padre no tiene nacimiento ni principio, que esta prerrogativa de autoridad inengendrada no se concede al Hijo. Pero si, como hemos sostenido, cuando dijo que no sabía el día, guardó silencio no por ignorancia, sino de acuerdo con el plan divino, toda ocasión para declaraciones irreverentes debe ser eliminada y las enseñanzas blasfemas de la herejía deben ser frustradas, para que la verdad del evangelio pueda ser ilustrada por las mismas palabras que parecen oscurecerlo.

C
Objeciones sobre la pasión de Cristo

IX

La mayoría de herejes no le conceden a Cristo la naturaleza imposible de Dios, porque temió su pasión y se mostró débil al someterse al sufrimiento. Afirman que aquel que temió y sintió dolor no pudo gozar de esa confianza de poder que está por encima del temor, ni de esa incorrupción de espíritu que no es consciente del sufrimiento, sino que, siendo de una naturaleza inferior a Dios Padre, tembló de miedo ante el sufrimiento humano y gimió ante la violencia del dolor corporal. Estas afirmaciones impías se basan en las palabras: "Mi alma está triste hasta la muerte" (Mt 26,38), y: "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz", y: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". A lo que también añaden: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). Todas estas palabras de nuestra santa fe se las apropian los herejes para el uso de su blasfemia impía, inventando impíamente que él temió, y estaba triste, y oró para que se le quitara la copa, y sintió dolor, y se quejó de que Dios lo había abandonado en su sufrimiento, y estaba enfermo (y por eso encomendó su Espíritu al Padre). Sus dudas y ansiedades nos impiden, dicen los herejes, asignarle esa semejanza con Dios que pertenecería a una naturaleza igual a Dios como si hubiera nacido su Unigénito. Proclaman los herejes su propia debilidad e inferioridad por la oración para que se le quite la copa, por la queja de abandono y por la recomendación de su Espíritu.

D
Cristo no temió la muerte

X

Antes de demostrar con estos mismos textos que no estaba sujeto a ninguna enfermedad de temor o tristeza por su propia causa, preguntemos: ¿Qué podemos encontrar que le haga temer, para que el terror de un dolor insoportable se apoderara de él? Los objetos de su temor, que alegan, son, supongo, el sufrimiento y la muerte. Ahora pregunto yo, a quienes son de esta opinión: ¿Podemos suponer razonablemente que temía la muerte quien alejó los terrores de la muerte de sus apóstoles, exhortándolos a la gloria del martirio con las palabras "el que no toma su cruz y sigue en pos de mí no es digno de mí", y "el que encuentra su vida la perderá", y "el que ha perdido su vida por mi causa la encontrará" (Mt 10,38-39)? Si morir por él es vida, ¿qué dolor podemos pensar que tuvo que sufrir en el misterio de la muerte quien recompensa con la vida a quienes mueren por él? ¿Podría la muerte hacerle temer lo que se le podría hacer al cuerpo, cuando exhortó a los discípulos diciendo: "No temáis a los que matan el cuerpo" (Mt 10,28)?

E
Cristo murió por propia voluntad

XI

¿Qué terror tenía, además, el dolor de la muerte para aquel a quien la muerte fue un acto de su propia voluntad? En el género humano, la muerte es provocada o por un ataque al cuerpo de un enemigo externo (como una herida de fiebre, un accidente o una caída), y nuestra naturaleza corporal es vencida por la edad y se rinde a la muerte. En el caso del Dios unigénito, que tenía "poder para dar su vida y volverla a tomar" (Jn 10,18), después de la sequía de vinagre, habiendo dado testimonio de que su obra de sufrimiento humano estaba terminada, y para realizar en sí mismo el misterio de la muerte, "inclinó la cabeza y entregó su espíritu". Si se le ha concedido a nuestra naturaleza mortal exhalar su último suspiro por su propia voluntad y buscar descanso en la muerte. Si el alma golpeada puede partir sin que se rompa el cuerpo, y el espíritu brota y huye sin ser como violado en su propia casa por la rotura, la perforación y el aplastamiento de los miembros, entonces el temor de la muerte puede apoderarse del Señor de la vida. No obstante, él "entregó el espíritu" en un ejercicio de su propia libre voluntad. Y si murió por su propia voluntad, y por su propia voluntad devolvió su Espíritu, la muerte no tenía ningún terror, porque estaba en su propio poder.

XII

Tal vez, con el temor de la ignorancia humana, temió el poder mismo de la muerte, que poseía. Así, aunque murió por su propia voluntad, temió porque iba a morir. Si alguien piensa así, que pregunte: ¿Para quién fue terrible la muerte, para su espíritu o para su cuerpo? Si para su cuerpo, ¿ignoran que el Santo no vería corrupción, que dentro de tres días iba a revivir el templo de su cuerpo? Mas si la muerte fue terrible para su espíritu, ¿debía Cristo temer el abismo del infierno, mientras Lázaro se regocijaba en el seno de Abraham? Es tonto y absurdo que tema a la muerte, quien podía entregar su alma y tomarla de nuevo, quien, para cumplir el misterio de la vida humana, estaba a punto de morir por su propia voluntad. No puede temer a la muerte si su propósito al morir es morir sólo por un momento. El miedo es incompatible con la voluntad de morir y el poder de vivir de nuevo, porque ambos privan a la muerte de sus terrores.

F
Cristo no temió las torturas

XIII

Con todo, ¿fue acaso el dolor físico de estar colgado en la cruz, o las ásperas cuerdas con que estaba atado, o las crueles heridas donde le clavaron los clavos, lo que le consternó? Veamos de qué cuerpo era el hombre Jesús, para que el dolor habitara en su cuerpo crucificado, atado y traspasado.

XIV

La naturaleza de nuestros cuerpos es tal que, cuando están dotados de vida y sensibilidad por la unión con un alma sensible, se convierten en algo más que materia inerte e insensible. Sienten cuando se los toca, sufren cuando se los pincha, tiemblan de frío, sienten placer con el calor, se debilitan con el hambre y engordan con la comida. Por una cierta transfusión del alma, que los sostiene y los penetra, sienten placer o dolor según las circunstancias que los rodean. Cuando el cuerpo es pinchado o perforado, es el alma que lo invade la que es consciente y sufre dolor. Por ejemplo, una herida en la carne se siente hasta el hueso, mientras que los dedos no sienten nada cuando cortamos las uñas que sobresalen de la carne. Y si por alguna enfermedad un miembro se marchita, pierde la sensación de carne viva: puede ser cortado o quemado, no siente dolor alguno, porque el alma ya no está mezclada con él. También cuando por alguna necesidad grave se debe cortar una parte del cuerpo, se puede adormecer el alma con drogas que superan el dolor y producen en el alma un olvido casi mortal de su capacidad de sentir. Entonces se pueden cortar miembros sin dolor, pues la carne está muerta a todo sentimiento y no presta atención a la profunda estocada del cuchillo (porque el alma está dormida en su interior. Por lo tanto, es porque el cuerpo vive mezclado con un alma débil, por lo que está sujeto a la debilidad del dolor.

G
María no fue la causa de Cristo, sino el medio

XV

Si el hombre Jesucristo comenzó su vida corporal con el mismo principio que nuestro cuerpo y alma, si no fue, como Dios, el autor inmediato de su propio cuerpo y alma por igual, cuando fue formado a semejanza y forma de hombre, y nació como hombre, entonces podemos suponer que sintió el dolor de nuestro cuerpo (ya que por su principio, una concepción como la nuestra, tuvo un cuerpo animado con un alma como la nuestra). Mas si por su propio acto tomó para sí carne de la Virgen, y por su propio acto unió un alma al cuerpo así concebido, entonces la naturaleza de su sufrimiento debe haber correspondido a la naturaleza de su cuerpo y alma. Porque cuando se despojó de sí mismo de la forma de Dios y recibió la forma de un siervo cuando nació el Hijo de Dios también Hijo del hombre, sin perder su propio ser y poder, el Verbo de Dios formó al hombre viviente perfecto. ¿Cómo, pues, nació el Hijo de Dios Hijo del hombre, cómo recibió la forma de siervo, permaneciendo sin embargo en la forma de Dios, si no fuera porque (pudiendo el Verbo de Dios tomar carne de la Virgen y darle a esa carne un alma, para la redención de nuestra alma y cuerpo), el hombre Jesucristo nació perfecto y hecho en forma de siervo por la asunción del cuerpo que la Virgen concibió? Pues la Virgen concibió lo que concibió solo del Espíritu Santo, y aunque para su nacimiento en la carne ella suministró de sí misma ese elemento que las mujeres siempre aportan a la semilla sembrada en ellas, sin embargo Jesucristo no fue formado por una concepción humana ordinaria. En su nacimiento, cuya causa fue transmitida únicamente por el Espíritu Santo, su madre desempeñó el mismo papel que en todas las concepciones humanas. No obstante, en virtud de su origen, nunca dejó de ser Dios.

XVI

El Señor mismo revela este profundo y hermoso misterio de su asunción de la humanidad en las palabras: "Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo" (Jn 3,13). "Descendió del cielo" se refiere a su origen del Espíritu: pues aunque María contribuyó a su crecimiento en el vientre y al nacimiento todo lo que es natural a su sexo, su cuerpo no le debe a ella su origen. El "Hijo del hombre" se refiere al nacimiento de la carne concebida en la Virgen. "Que está en el cielo" implica el poder de su naturaleza eterna, una naturaleza infinita que no podía restringirse a los límites del cuerpo, del que era en sí misma fuente y base. Por la virtud del Espíritu y el poder de Dios palabra, aunque moró en la forma de un siervo, siempre estuvo presente como Señor de todo, dentro y fuera del círculo del cielo y de la tierra. Así que "descendió del cielo" y "es el Hijo del hombre", pero está en el cielo, porque el "Verbo hecho carne" no dejó de ser el Verbo de Dios. Como Verbo de Dios, él está en el cielo, y como Verbo encarnado él es el Hijo del hombre. Como "Verbo hecho carne", él es a la vez del cielo y de la tierra. Del cielo, porque el poder del Verbo, permaneciendo eternamente sin cuerpo, estaba presente todavía en el cielo que él había dejado. A él y a ningún otro la carne le debía su origen. Así, el Verbo hecha carne" nunca dejó de ser el Verbo eterno divino.

H
María aportó la carne, y el Espíritu Santo el alma

XVII

El apóstol describe también perfectamente este misterio del nacimiento inefable del cuerpo de Cristo con estas palabras: "El primer hombre nació del polvo de la tierra, el segundo hombre del cielo". Al llamarlo hombre, expresa su nacimiento de la Virgen, quien, en el ejercicio de su oficio de madre, desempeñó los deberes de su sexo en la concepción y nacimiento del hombre. Y cuando dice "el segundo hombre del cielo" testifica su origen del Espíritu Santo, que descendió sobre la Virgen. Así pues, como es hombre y del cielo, este hombre nació de la Virgen y fue concebido por obra del Espíritu Santo. Así habla el apóstol.

XVIII

El Señor mismo, al revelar el misterio de su nacimiento, dice: "Yo soy el pan vivo que descendió del cielo. Si alguno come de mi pan, vivirá eternamente" (Jn 6, 51). Se llama a sí mismo "el pan", puesto que es el origen de su propio cuerpo. Además, para que no se piense que el Verbo dejó su propia virtud y naturaleza por la carne, dice de nuevo que es su pan; puesto que es el pan que desciende del cielo, su cuerpo no puede considerarse surgido de la concepción humana, porque se muestra que proviene del cielo. Y su lenguaje acerca de su pan es una afirmación de que el Verbo tomó un cuerpo, pues añade: "Si no coméis la carne del Hijo del hombre y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros". Por tanto, puesto que el ser que es Hijo del hombre descendió también como pan del cielo, por el "pan que desciende del cielo" y por la "carne y sangre del Hijo del hombre" debe entenderse su asunción de la carne, su concepción por obra del Espíritu Santo y su nacimiento de la Virgen.

I
Cristo no heredó la carne ni el alma de Adán

XIX

Siendo hombre con un cuerpo, Jesucristo es a la vez Hijo de Dios e Hijo del hombre, que se despojó de su forma de Dios y tomó la forma de siervo. No hay un Hijo del hombre y otro Hijo de Dios, ni uno en forma de Dios y otro nacido hombre perfecto en forma de siervo. De este modo, así como por la naturaleza determinada para nosotros por Dios, el autor de nuestro ser, el hombre nace con cuerpo y alma, así también Jesucristo, por su propio poder, es Dios y hombre con carne y alma, poseyendo en sí mismo humanidad completa y perfecta, y divinidad completa y perfecta.

XX

Muchos, con el arte con que tratan de demostrar su herejía, suelen engañar los oídos de los ignorantes con el error de que, como el cuerpo y el alma de Adán pecaron, así también el Señor debió tomar el alma y el cuerpo de Adán de la Virgen, y que no fue el hombre entero lo que ella concibió del Espíritu Santo. Si hubieran entendido el misterio de la encarnación, estos hombres habrían entendido al mismo tiempo el misterio de que el Hijo del hombre es también Hijo de Dios. De la Virgen recibió la carne, y del Padre el alma, pues la carne siempre nace de la carne, y cada alma es obra directa de Dios.

J
Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios

XXI

Con el fin de privar de divinidad sustancial al Dios unigénito, que era el Verbo de Dios en el principio, los herejes reducen a Cristo a la expresión de la voz de Dios. El Hijo está relacionado con Dios Padre, dicen los herejes, como las palabras con el hablante, tratando con ello de introducir la posición de que no fue el Verbo de Dios eterno, ni que habita en la forma de Dios, sino que quien nació como hombre brota de un origen humano, y no del misterio de una concepción espiritual. También dicen que él no fue el Verbo de Dios, ni que se hizo hombre al nacer de la Virgen, sino que el Verbo de Dios que habitó en Jesús fue como el espíritu de profecía que habitó en los profetas. Nos acusan de decir que Cristo nació hombre con cuerpo y alma diferentes a los nuestros. No obstante, nosotros predicamos al "Verbo hecho carne", a Cristo despojándose de su forma de Dios, tomando forma de siervo, perfecto según la apariencia de los hombres, hecho hombre conforme a nosotros, que siendo verdadero Hijo de Dios, es verdaderamente verdadero Hijo del hombre. No es menos hombre por haber nacido de Dios, ni menos Dios por haber nacido hombre.

XXII

Así como por su propio acto tomó un cuerpo de la Virgen, así también tomó de sí mismo un alma, aunque ni siquiera en el nacimiento humano común el alma proviene de los padres. Si, pues, la Virgen recibió de Dios sólo la carne que concibió, mucho más cierto es que el alma de ese cuerpo puede haber venido de Dios solo. Si, además, el mismo Cristo es el Hijo del hombre, que es también el Hijo de Dios (pues todo el Hijo del hombre es todo el Hijo de Dios), ¡qué ridículo es predicar, además del Hijo de Dios, el Verbo hecho carne, a otro no sé quién, inspirado, como un profeta, por el Verbo de Dios, mientras que nuestro Señor Jesucristo es a la vez Hijo del hombre e Hijo de Dios! Pero como su alma estuvo triste hasta la muerte y tenía poder para darla y para volverla a tomar, quieren atribuirla a algo extraño y no al Espíritu Santo, autor de la concepción de su cuerpo. El Verbo de Dios se hizo hombre sin apartarse del misterio de su propia naturaleza. Nació, además, no para ser dos seres separados, sino para que se manifestara que aquel que era Dios antes de ser hombre, ahora que ha asumido la humanidad, es Dios y hombre. ¿Cómo pudo Jesucristo, el Hijo de Dios, nacer de María, si no fue por medio del Verbo hecho carne (es decir, por medio del Hijo de Dios), aunque en forma de Dios, tomando forma de siervo? Cuando aquel que era en forma de Dios tomó forma de siervo, se unieron dos contrarios. Así, fue tan cierto que recibió forma de siervo como que permaneció en forma de Dios. El uso del término forma para describir ambas naturalezas nos obliga a reconocer que él poseía verdaderamente ambas. Él está en la forma de un siervo, que también está en la forma de Dios. Y aunque él es esto último por su naturaleza eterna, y lo primero de acuerdo con el plan divino de la gracia, la palabra tiene su verdadero significado igualmente en ambos casos, porque él es ambas: tan verdaderamente en la forma de Dios como en la forma de hombre. Así como "tomar la forma de siervo" no es otra cosa que nacer como hombre, ese hombre no era otra cosa que ser Dios. Lo confesamos como una sola y misma persona, y no por pérdida de la divinidad sino por asunción de la humanidad (en la forma de Dios por su naturaleza divina, en la forma de hombre desde su concepción por el Espíritu Santo, siendo hallado en la forma de hombre). Por eso, después de su nacimiento como Jesucristo, su sufrimiento, muerte y sepultura, resucitó también. No podemos separarlo de sí mismo en todos estos diversos misterios, de modo que ya no sea Cristo, porque Cristo, que tomó la forma de siervo, no era otro que el que era en la forma de Dios. El que murió era el mismo que el que nació, el que resucitó como el que murió, el que está en el cielo como el que resucitó, el que está en el cielo como el que antes descendió del cielo.

K
La humanidad de Cristo, no sujeta al sufrimiento humano

XXIII

El hombre Jesucristo, Dios unigénito, en cuanto carne y Verbo a la vez, Hijo del hombre e Hijo de Dios, sin dejar de ser él mismo (es decir, Dios) asumió la verdadera humanidad a semejanza de nuestra humanidad. Cuando, en esta humanidad, fue golpeado con golpes, o herido con heridas, o atado con cuerdas, o levantado en alto, sintió la fuerza del sufrimiento, pero sin su dolor. Así, un dardo que atraviesa el agua, o atraviesa una llama, o hiere el aire, inflige todo lo que es su naturaleza hacer. Es decir, atraviesa, perfora y hiere, pero todo esto es sin efecto sobre lo que hiere, ya que es contrario al orden de la naturaleza hacer un agujero en el agua, o atravesar una llama, o herir el aire, mientras que es la naturaleza de un dardo hacer agujeros, perforar y herir. Así, nuestro Señor Jesucristo sufrió los golpes, la horca, la crucifixión y la muerte; pero el sufrimiento que atacó al cuerpo del Señor, sin dejar de ser sufrimiento, no tuvo el efecto natural del sufrimiento. Ejerció su función de castigo con toda su violencia, mas el cuerpo de Cristo, por su virtud, sufrió la violencia del castigo sin su conciencia. Es cierto que el cuerpo del Señor habría sido capaz de sentir el dolor como nuestra naturaleza, si nuestros cuerpos tuvieran el poder de pisar las aguas y caminar sobre las olas sin pesarlas con nuestro paso ni separarlas con la presión de nuestros pasos, si pudiéramos pasar a través de sustancias sólidas y las puertas cerradas no fueran un obstáculo para nosotros. Pero, como sólo el cuerpo de nuestro Señor pudo ser sostenido por el poder de su alma en las aguas, pudo caminar sobre las olas y atravesar los muros, ¿cómo podemos juzgar de la carne concebida por el Espíritu Santo por analogía con un cuerpo humano? Esa carne (es decir, ese pan) es del cielo, esa humanidad es de Dios. Tenía un cuerpo para sufrir, y sufrió, pero no tenía una naturaleza que pudiera sentir dolor, pues su cuerpo poseía una naturaleza única y propia. En definitiva, se transformó en gloria celestial en el monte, ahuyentó fiebres con su toque, dio nueva vista con su saliva.

XXIV

Quizás se me diga: Si lo encontramos entregado al llanto, al hambre y a la sed, ¿no debemos suponer que está sujeto a todas las demás afecciones de la naturaleza humana? Si no entendemos el misterio de sus lágrimas, hambre y sed, recordemos que aquel que lloró también resucitó a los muertos, y que no lloró por la muerte de Lázaro, sino que se alegró, y que aquel que tenía sed dio de sí mismo "ríos de agua viva" (Jn 7,38). No podría morir de sed si pudiera dar de beber al sediento. Además, aquel que tenía hambre podía condenar al árbol que no daba fruto para su hambre; pero ¿cómo podría su naturaleza ser vencida por el hambre si podía dejar estéril al árbol verde con su palabra? Y si, además del misterio del llanto, del hambre y de la sed, la carne que asumió (es decir, su humanidad entera) fue expuesta a nuestras debilidades, ni siquiera entonces fue abandonada a sufrir sus indignidades. Su llanto no era por sí mismo, su sed no necesitaba agua para saciarla, su hambre no necesitaba alimento para calmarla. Nunca se dice que el Señor comiera, bebiera o llorara, cuando tenía hambre, sed o tristeza. Se conformó a los hábitos del cuerpo para probar la realidad de su propio cuerpo, para satisfacer la costumbre de los cuerpos humanos haciendo lo que hace nuestra naturaleza. Cuando comió y bebió, fue una concesión, no a sus propias necesidades, sino a nuestros hábitos.

L
La humanidad de Cristo, libre de defectos

XXV

Cristo tuvo un cuerpo, pero único, como correspondía a su origen. No vino a la existencia por las pasiones inherentes a la concepción humana, sino que tomó la forma de nuestro cuerpo por un acto de su propio poder. Llevó nuestra humanidad colectiva en la forma de un siervo, pero estaba libre de los pecados e imperfecciones del cuerpo humano. Para que estuviéramos en él, él nació de la Virgen. Sin embargo, nuestras faltas no estuvieron en él, porque nació sin los defectos de la concepción humana. Este misterio de su nacimiento es el que el apóstol sostiene y demuestra, cuando dice: "Se humilló a sí mismo, tomando la forma de un siervo, haciéndose semejante a un hombre y siendo formado a la manera de un hombre" (Flp 2,7). Es decir, en cuanto tomó la forma de un siervo, nació en la forma de un hombre. En cuanto fue hecho a la semejanza de un hombre, y fue formado a la manera de un hombre, la apariencia y la realidad de su cuerpo testificaban su humanidad. Sin embargo, aunque fue formado a la manera de un hombre, no sabía lo que era el pecado. Su concepción fue a semejanza de nuestra naturaleza, no en la posesión de nuestras faltas. Para que las palabras "tomó la forma de siervo" no se entiendan como un nacimiento natural, el apóstol añade: "Hecho a la semejanza de un hombre, y formado a la manera de un hombre". De esta manera, la verdad de su nacimiento no sugiere los defectos propios de nuestra débil naturaleza, ya que la forma de siervo implica la realidad de su nacimiento, y se encontró en la forma de un hombre, la semejanza de nuestra naturaleza. Él nació hombre por sí mismo a través de la Virgen, y se encontró en la semejanza de nuestro cuerpo degenerado de pecado, como testifica el apóstol en su Carta a los Romanos: "Lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, condenó al pecado de pecado" (Rm 8,3). No fue hallado en la forma de un hombre, sino en la forma de un hombre; ni su carne era carne de pecado, sino semejanza de carne de pecado. Así, la forma de la carne implica la verdad de su nacimiento, y la semejanza de la carne de pecado lo elimina de las imperfecciones de la naturaleza humana. Así, el hombre Jesucristo nació verdaderamente como hombre, ya que Cristo no tenía pecado en su naturaleza: porque, por su lado humano, nació y no podía dejar de ser hombre; por su lado divino, nunca podría dejar de ser Cristo. Como hombre, Jesucristo se sometió a un nacimiento humano. Como Dios, Jesucristo estaba libre de la debilidad de nuestra raza degenerada.

XXVI

La fe de los apóstoles nos prepara para la comprensión de este misterio, cuando testifica que Jesucristo fue encontrado en forma de hombre y fue enviado en semejanza de carne de pecado. Habiendo sido formado como hombre, tiene forma de siervo, pero no con las imperfecciones de la naturaleza de un siervo. Siendo en semejanza de carne de pecado, el Verbo es ciertamente carne, pero en semejanza de carne de pecado y no la carne del pecado misma. De la misma manera, Jesucristo, siendo hombre, es ciertamente humano, pero aun así no puede ser otra cosa que Cristo, nacido como hombre por el nacimiento de su cuerpo, pero no humano en defectos, pues no era humano en su origen. El Verbo hecho carne no podía dejar de ser la carne en que se hizo. Sin embargo, permaneció siempre como el Verbo, aunque se hizo carne. Como el Verbo hecho carne no podía vaciar la naturaleza de su fuente, así también, en virtud del origen de su naturaleza, no podía dejar de seguir siendo el Verbo. Al mismo tiempo, debemos creer que el Verbo es la carne en que se hizo, con la reserva de que, cuando él habitó entre nosotros, la carne no era el Verbo, sino la carne del Verbo encarnado. Aunque hemos probado esto, todavía veremos si en toda la gama de sufrimientos que soportó, podemos detectar en nuestro Señor la debilidad del dolor corporal. Dejaré por un momento la discusión de los pasajes en cuya base la herejía ha atribuido temor a nuestro Señor. Ahora, pues, volvamos a los hechos mismos, porque sus palabras no pueden significar temor si sus acciones muestran confianza.

M
La humanidad de Cristo, poderosa de principio a fin

XXVII

¿Crees, hereje, que el Señor de la gloria temió padecer? ¿Y por qué, cuando Pedro cometió este error por ignorancia, no lo llamó Satanás y "piedra de tropiezo" (Mt 16,22-23)? Pedro, que despreció el misterio de la pasión, fue confirmado en la fe por una reprensión tan aguda de los labios del dulce Cristo, a quien no la carne y la sangre, sino el Padre celestial le había revelado. ¿Qué esperanza fantasmal persigues cuando niegas que Cristo es Dios y le atribuyes miedo al sufrimiento? ¿Temía él, que salió al encuentro de las bandas armadas de sus captores? ¿Debilidad en su cuerpo, ante cuya aproximación los perseguidores se tambalearon y rompieron sus filas y cayeron boca abajo, incapaces de soportar a su majestad mientras se ofrecía a sus cadenas? ¿Qué debilidad podría cautivar a su cuerpo, cuya naturaleza tenía tal poder?

XXVIII

Quizás temía el dolor de las heridas, me respondes, oh hereje. Dime, pues: ¿Qué terror tuvo el clavado del clavo para aquel que con sólo tocarlo restauró la oreja que le habían cortado? Vosotros que afirmáis la debilidad del Señor, explicad esta obra de poder en el momento en que su carne estaba débil y sufriente. Pedro sacó su espada y golpeó; el siervo del sumo sacerdote estaba allí, con la oreja cortada. ¿Cómo fue restaurada la carne de la oreja de la herida desnuda por el toque de Cristo? En medio de la sangre que fluía y de la herida dejada por la espada que cortaba, cuando el cuerpo estaba tan mutilado, así que ¿de dónde surgió una oreja que no estaba allí? ¿De dónde vino lo que antes no existía? ¿De dónde fue restaurado lo que faltaba? ¿La mano que creó la oreja sintió el dolor de los clavos? Él impidió que otro sintiera el dolor de una herida, y ¿lo sintió él mismo? Su toque pudo restaurar la carne que le habían cortado, y ¿estaba triste porque temía ser traspasado en su propia carne? Y si el cuerpo de Cristo tuviera esta virtud, ¿nos atrevemos a alegar debilidad en esa naturaleza, cuya fuerza natural podría contrarrestar todas las debilidades naturales del hombre?

N
La humanidad de Cristo, calmada y esperanzada

XXIX

Tal vez, en su perversidad equivocada e impía, infieren los herejes la debilidad de Cristo del hecho de que "su alma estaba triste hasta la muerte" (Mt 26,38). Todavía no es el momento de culparte, oh hereje, por malinterpretar el pasaje. Por ahora sólo te preguntaré: ¿Por qué olvidas que, cuando Judas salió a entregarlo, Jesús dijo "ahora es glorificado el Hijo del hombre" (Jn 13,31)? Si el sufrimiento debía glorificarlo, ¿cómo podría el temor de él haberlo entristecido? ¿Cómo, a menos que estuviera tan falto de razón, iba a temer sufrir lo que le iba a llevar a la glorificación?

XXX

Quizás se pueda pensar que Cristo tuvo miedo, hasta el punto de orar para que se apartase de él la copa y decir: "Padre, todo es posible para ti, así que aparta de mí esta copa" (Mc 14,36). Para tomar el argumento más estrecho, ¿no podrías haber refutado por ti mismo esta torpe impiedad con tu propia lectura de las palabras: "Mete tu espada en la vaina, pues el cáliz que el Padre me ha dado, ¿no lo he de beber?" (Jn 18,11). ¿Podría el miedo inducirle a orar para que se apartase de él aquello que, en su celo por el plan divino, se apresuraba a cumplir? Decir que se acobardó del sufrimiento que deseaba no es coherente. Tú admites, oh hereje, que sufrió voluntariamente, mas ¿no sería más reverente confesar que habías entendido mal este pasaje, que apresurarte con blasfema y temeraria locura a afirmar que oró para escapar del sufrimiento, aunque admites que sufrió voluntariamente?

XXXI

Supongo que también os armaréis para vuestra impía contienda con estas palabras del Señor: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Quizá penséis que después de la desgracia de la cruz, el favor de la ayuda de su Padre se apartó de él, y de ahí su clamor de que se había quedado solo en su debilidad. Mas si consideráis el desprecio, la debilidad, la cruz de Cristo como una desgracia, debéis recordar sus palabras: "Desde ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder, y viniendo en las nubes del cielo".

XXXII

¿Dónde, por favor, podéis ver temor en su pasión? ¿Dónde debilidad? ¿O dolor? ¿O deshonra? ¿Decís que tuvo miedo? Pues bien, él proclamó con sus propios labios su disposición a sufrir. ¿Sostenéis que era débil? Pues bien, él reveló su poder, cuando sus perseguidores estaban aterrados y no se atrevían a enfrentarlo. ¿Sostenéis que sintió el dolor de las heridas en su carne? Pues bien, él mostró, cuando restauró la carne herida de la oreja, que, aunque era carne, no sintió el dolor de las heridas carnales. La mano que tocó la oreja herida pertenecía a su cuerpo, mas esa mano creó una oreja de una herida. ¿Cómo puede entonces ser esa la mano de un cuerpo que estaba sujeto a la debilidad?

O
La humanidad de Cristo, ajena a la vergüenza

XXXIII

Dicen los herejes que la cruz fue una deshonra para Cristo. Sin embargo, es a causa de la cruz que ahora podemos ver al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder, y que Aquel que nació hombre del vientre de la Virgen ha regresado en su majestad con las nubes del cielo. Vuestra irreverencia os ciega a las relaciones naturales de causa y evento, y no sólo el espíritu de impiedad y error, del que estáis llenos, oculta a vuestro entendimiento el misterio de la fe, sino que la obtusidad de la herejía os arrastra por debajo del nivel de la inteligencia humana ordinaria. Es lógico que evitemos todo lo que tememos, y que una naturaleza débil sea presa del terror por su misma debilidad, y que todo lo que siente dolor posea una naturaleza siempre sujeta al dolor, y que todo lo que deshonra sea siempre una degradación. ¿Sobre qué principio razonable, entonces, sostenéis vosotros, herejes, que nuestro Señor Jesucristo temía aquello hacia lo cual se esforzaba? ¿O que intimidaba a los valientes, pero temblaba él mismo con debilidad? ¿O que detenía el dolor de las heridas, pero sentía el dolor de las suyas? ¿O que fue deshonrado por la degradación de la cruz, pero a través de la cruz se sentó junto a Dios en lo alto y regresó a su Reino?

P
La humanidad de Cristo, nunca degradada

XXXIV

Quizás pienses, oh hereje, que tu impiedad tiene aún una oportunidad cuando se leen las palabras: "Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu" (Lc 23,46), como prueba de que él temía el descenso al mundo inferior e incluso la necesidad de la muerte. No obstante, cuando leíste estas palabras, y no pudiste entenderlas, ¿no habría sido mejor no decir nada o rezar devotamente para que te mostraran su significado, en lugar de extraviarte con afirmaciones tan descaradas, demasiado loco por tu propia necedad para percibir la verdad? ¿Podrías creer que él temía las profundidades del abismo, las llamas abrasadoras o el pozo del castigo vengador, cuando escuchas sus palabras al ladrón en la cruz ("hoy estarás conmigo en el paraíso")? Una naturaleza así con tal poder no podría ser encerrada en los confines del mundo inferior, ni siquiera sometida al temor de él. Cuando descendió al hades, nunca estuvo ausente del paraíso (así como siempre estuvo en el cielo cuando predicaba en la tierra como el Hijo del hombre), sino que prometió a su mártir una morada allí y le ofreció los transportes de la felicidad perfecta. El miedo corporal no puede tocar a Aquel que, en efecto, desciende hasta el hades, pero por el poder de su naturaleza está presente en todas las cosas y en todas partes. Del mismo modo, el abismo del infierno y los terrores de la muerte no pueden apoderarse de la naturaleza que gobierna el mundo, ilimitada en la libertad de su poder espiritual, segura de los éxtasis del paraíso; porque el Señor que debía descender al hades, también debía morar en el paraíso. Separa, si puedes, de su naturaleza indivisible una parte que pueda temer el castigo. Envía una parte de Cristo al hades para sufrir el dolor, y la otra déjala en el paraíso para que reine, porque el ladrón dice: "Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino". Supongo que fue el gemido que oyó el ladrón, cuando los clavos atravesaron las manos de nuestro Señor, lo que le provocó esta bendita confesión de fe, y que aprendió el reino de Cristo a partir de su cuerpo debilitado y herido. Así pues, el ladrón rogó a Cristo que se acordara de él cuando viniera en su Reino, y tú, hereje, ¿dices que Cristo temió mientras colgaba moribundo de la cruz? El Señor le promete al ladrón: "Hoy estarás conmigo en el paraíso". Así pues, hereje, ¿someterías tú a Cristo al hades y al temor del castigo? Tu fe tiene la expectativa opuesta. El ladrón confesó a Cristo en su Reino mientras colgaba de la cruz, y fuisteis recompensados con el paraíso desde la cruz. Vosotros que imputáis a Cristo el dolor del castigo y el temor de la muerte, fracasaréis en el paraíso y en su Reino.

XXXV

He mostrado hasta ahora el poder que había en los actos y palabras de Cristo. He probado incontestablemente que su cuerpo no participaba de la debilidad de un cuerpo natural, porque su poder podía expulsar las debilidades del cuerpo (pues cuando él sufría, el sufrimiento se apoderaba de su cuerpo, pero no le infligía la naturaleza del dolor). Y esto porque, aunque la forma de nuestro cuerpo estaba en el Señor, sin embargo, en virtud de su origen no estaba en el cuerpo de nuestra debilidad e imperfección. Fue concebido del Espíritu Santo y nació de la Virgen, que realizó el oficio de su sexo, pero no recibió la semilla de su concepción del hombre. Ella dio a luz un cuerpo, pero un cuerpo concebido del Espíritu Santo, que posee una realidad inherente, sin debilidad en su naturaleza. Ese cuerpo era verdadera y verdaderamente cuerpo (porque nació de la Virgen), pero estaba por encima de la debilidad de nuestro cuerpo (porque tuvo su comienzo en una concepción espiritual).

Q
La humanidad de Cristo, preocupada por los discípulos

XXXVI

Ahora que he demostrado cuál era la fe del apóstol, los herejes piensan responderle con el texto: "Mi alma está triste hasta la muerte". Estas palabras, dicen ellos, prueban la conciencia de la debilidad natural que hizo que Cristo comenzara a estar triste. En primer lugar, apelo a la inteligencia común, pues ¿qué queremos decir con "triste hasta la muerte"? Por supuesto, no significa lo mismo que estar triste por la muerte, porque donde hay tristeza por la muerte, es la muerte la que causa la tristeza. En cambio, una "tristeza hasta la muerte" implica que la muerte es el fin, y no la causa, de la tristeza. Si Jesús, pues, estaba "triste hasta la muerte", lo estaba no a causa de la muerte. ¿De dónde venía su tristeza? Estaba triste, y no por un tiempo determinado, o por un período que la ignorancia humana no podía determinar, sino "hasta la muerte". Así que, lejos de que su tristeza fuera causada por su muerte, fue eliminada por ella.

XXXVII

Para que entendamos cuál fue la causa de su tristeza, veamos lo que precede y sigue a esta confesión de tristeza, porque en la cena pascual nuestro Señor manifestó completamente todo el misterio de su pasión y nuestra fe. Después de haber dicho que todos se escandalizarían en él, y prometiendo que iría delante de ellos a Galilea, Pedro dijo que, aunque todos los demás se escandalizaran, él permanecería fiel y no se escandalizaría (Mt 26,33). Pero el Señor, sabiendo por su naturaleza divina lo que sucedería, respondió que Pedro lo negaría tres veces, para que pudiéramos saber por Pedro cómo se escandalizaron los demás, ya que incluso él cayó en tan gran peligro para su fe por la triple negación. Después de eso, tomó a Pedro, Santiago y Juan, elegidos los dos primeros para ser sus mártires, y Juan para ser fortalecido para la proclamación del evangelio, y declaró que estaba triste hasta la muerte. Luego se adelantó y oró, diciendo: "Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú". Ora para que pase de mí esta copa, cuando ya estaba delante de él, porque ya entonces se estaba cumpliendo el derramamiento de su sangre del Nuevo Testamento por los pecados de muchos. No ruega para que no esté con él, sino para que pase de él. Ruega para que no se cumpla su voluntad, y quiere que no se le conceda lo que él quiere que se realice. Cuando dice "que sea como yo quiero, sino como tú quieres" da a entender que "pase de mí esta copa" según la ansiedad humana, pero asociándose al decreto de la voluntad que comparte inseparablemente con el Padre. Para mostrar, además, que él no ruega por sí mismo, y que sólo busca un cumplimiento condicional de lo que desea y pide, antepone toda esta petición con las palabras: "Padre mío, si es posible". ¿Hay algo para el Padre cuya posibilidad sea incierta? Si nada es imposible para el Padre, podemos ver de qué depende esta condición, si es posible, pues a esta oración siguen inmediatamente las palabras: "Velad y orad para que no entréis en tentación, porque el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil". ¿Acaso es dudoso el motivo de esta tristeza y de esta oración? Les manda que vigilen y oren con él para no entrar en tentación, porque el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil. Estaban bajo la promesa hecha en la constancia de las almas fieles de no ser escandalizados, pero, por la debilidad de la carne, iban a ser escandalizados. Por tanto, no es por sí mismo por lo que se entristece y ora, sino por aquellos a quienes exhorta a la vigilancia y la oración, para que no les tome en suerte el cáliz del sufrimiento, para que ese cáliz por el que ora, pase de él y permanezca con ellos.

XXXVIII

La razón por la que oró Cristo, para que el cáliz fuera apartado de él, si eso fuera posible, fue que, aunque para Dios nada es imposible (como Cristo mismo dice: "Padre, todas las cosas son posibles para ti"; Mc 14,36), para el hombre es imposible resistir el temor del sufrimiento, y sólo por la prueba puede probarse la fe. Por ello, como hombre ora por los hombres para que el cáliz pase de él, pero como Dios de Dios, su voluntad está en unísono con la voluntad eficaz del Padre. Enseña lo que quiso decir con "si es posible", en sus palabras a Pedro: "Satanás os ha buscado para zarandearos como trigo; pero yo he rogado por ti para que tu fe no falte" (Lc 22,31-32). El cáliz de la pasión del Señor debía ser una prueba para todos ellos, y él ora al Padre por Pedro para que su fe no falte: que cuando negara por debilidad, al menos no falte el dolor penitencial, porque el arrepentimiento significaría que la fe sobrevivía.

XXXIX

El Señor se entristeció hasta la muerte, porque ante la muerte, el terremoto, el día oscuro, el velo rasgado, los sepulcros abiertos y la resurrección de los muertos, era necesario confirmar la fe de los discípulos, que habían sido sacudidos por el terror del arresto nocturno, los azotes, los golpes, los escupitajos, la corona de espinas, el llevar la cruz y todos los insultos de la pasión, pero sobre todo por la condena a la maldita cruz. Sabiendo que todo esto terminaría después de su pasión, se entristeció hasta la muerte. Él sabía, también, que el cáliz no podía pasar a menos que él lo bebiera, cuando dijo: "Padre mío, este cáliz no puede pasar de mí a menos que yo lo beba: Hágase tu voluntad". Es decir, con la consumación de su pasión, el temor al cáliz pasaría, y éste no podría pasar a menos que él lo bebiera. El fin de ese temor seguiría sólo cuando su pasión fuera consumada y el terror destruido, porque después de su muerte, el escándalo de la debilidad de los discípulos sería eliminado por la gloria de su poder.

XL

Aunque con las palabras "hágase tu voluntad" entregó a los apóstoles a la decisión de la voluntad de su Padre, en lo que se refiere a la ofensa del cáliz, es decir, de su Pasión, sin embargo repitió su oración una segunda y una tercera vez. Después de esto, dijo: "Dormid ya y descansad" (Mt 26,45). No es sin conciencia de alguna razón secreta que aquel que les había reprochado su sueño, ahora les ordena que durmieran y descansaran. Se cree que Lucas nos dio el significado de este mandato. Después de habernos contado cómo Satanás había tratado de cribar a los apóstoles como si fueran trigo, y cómo se le había rogado al Señor que la fe de Pedro no fallara, añade que el Señor oró fervientemente, y luego que un ángel estaba a su lado consolándolo, y mientras el ángel estaba a su lado, oró con mayor fervor, de modo que el sudor brotó de su cuerpo en gotas de sangre. El ángel fue enviado, pues, para velar por los apóstoles, y cuando el Señor fue consolado por él, de modo que ya no se entristeció por ellos, dijo, sin temor a la tristeza: "Dormid ya y descansad". Mateo y Marcos guardan silencio acerca del ángel y la petición del diablo. Tras la tristeza de su alma, el reproche de los durmientes, y la oración para que se les quite el cáliz, debe haber alguna buena razón para la orden a los durmientes, a menos que supongamos que aquel que estaba a punto de dejarlos, y que había recibido consuelo del ángel tenía la intención de abandonarlos a su sueño, para pronto ser arrestados y mantenidos en prisión.

XLI

No debemos pasar por alto el hecho de que en muchos manuscritos, tanto latinos como griegos, nada se dice de la venida del ángel ni del sudor de sangre. Pero mientras suspendemos el juicio sobre si se trata de una omisión, donde falta, o de una interpolación, donde se encuentra (pues la discordancia de las copias deja la cuestión incierta), que los herejes no se animen a pensar que en esto hay una confirmación de su debilidad, en que necesitaba la ayuda y el consuelo de un ángel. Que recuerden que el Creador de los ángeles no necesita el apoyo de sus criaturas. Además, su consuelo debe explicarse de la misma manera que su dolor. Estaba triste por nosotros y por nuestra causa, y por eso debió haber sido consolado (por nosotros y por nuestra causa). Si se entristeció por nosotros, fue consolado por nosotros. El objeto de su consuelo es el mismo que el de su tristeza. Que nadie se atreva a atribuir el sudor a una debilidad, porque es contrario a la naturaleza sudar sangre. No fue una enfermedad, porque su poder invirtió la ley de la naturaleza. El sudor de sangre no sostiene ni por un momento la herejía de la debilidad, mientras que contra la herejía que inventa un cuerpo aparente, establece la realidad de todo su cuerpo. Puesto que su temor se refería a nosotros y su oración por nosotros, nos vemos obligados a concluir que todo esto sucedió por nosotros, por quienes él temió y por quienes oró.

XLII

Los evangelios completan lo que falta en los demás, y con ellos aprendemos unas cosas de uno, otras de otro, y así sucesivamente, porque todos son la proclamación del mismo espíritu. Así, Juan, que destaca especialmente la acción de las causas espirituales en el evangelio, conserva esta oración del Señor por los apóstoles, que todos los demás pasaron por alto, a saber: "Padre Santo, guárdalos en tu nombre. Mientras yo estaba con ellos, los guardé en tu nombre". Esta oración no era por sí mismo, sino por sus apóstoles. De igual manera, él no estaba triste por sí mismo (ya que les ordena orar para que no sean tentados), ni por él mismo recibe un ángel (porque podría hacer descender del cielo, si quisiera, doce mil ángeles; Mt 26,53); ni temió por la muerte cuando fue angustiado hasta la muerte. Además, no ruega que el cáliz pase sobre él, sino que pase de él (aunque antes de que pudiera pasar, tenía que haberlo bebido). Además, pasar no significa simplemente "dejar el lugar", sino "no existir más en absoluto", lo cual se muestra en el lenguaje de los evangelios ("el cielo y la tierra pasarán, pero mi palabra no perecerá") y de las epístolas, como cuando el apóstol dice: "Las cosas viejas pasaron, y se han hecho nuevas" (2Cor 5,17), y: "La apariencia de este mundo pasará" (1Cor 7,31). La copa de la cual él ora al Padre, por tanto, no puede pasar a menos que sea bebido. Y cuando él ora, ora por aquellos a quienes preservó, mientras estuvo con ellos, a quienes ahora entrega al Padre para preservar. Ahora, que está a punto de cumplir el misterio de la muerte, ruega al Padre que los guarde. La presencia del ángel que le fue enviado (si esta explicación es verdadera) no es de significado dudoso. Jesús mostró su certeza de que la oración había sido respondida cuando, al final, ordenó a los discípulos que siguieran durmiendo. El efecto de esta oración y la seguridad que impulsó la orden de dormir la advierte el evangelista en el curso de la pasión, cuando dice de los apóstoles justo antes de escapar de las manos de los perseguidores. Para que se cumpliese la palabra que había dicho ("de los que me diste, no perdí ninguno"; Jn 18,9), él mismo cumple la petición de su oración, y todos están a salvo; pero pide que aquellos a quienes ha preservado el Padre los preserve ahora en su propio nombre. Y son preservados: la fe de Pedro no falla: se acobarda, pero el arrepentimiento siguió inmediatamente.

XLIII

Si se combina la oración del Señor en Juan, la petición del diablo en Lucas, el dolor hasta la muerte, y la protesta contra el sueño, seguida por el mandato de Mateo y Marcos ("dormid ya"), desaparece toda dificultad. La oración de Juan, en la que encomienda a los apóstoles a su Padre, explica la causa de su dolor y la oración para que pase el cáliz. No es por sí mismo por quien el Señor pide que se le quite el sufrimiento, sino que suplica al Padre que preserve a los discípulos durante su próxima pasión. De la misma manera, la oración contra Satanás en Lucas explica la confianza con la que permitió el sueño que acababa de prohibir.

R
La humanidad de Cristo, por encima de las inclemencias

XLIV

No había lugar, pues, para la inquietud y el temor humanos en aquella naturaleza, que era más que humana, y que era superior a los males de la carne terrena, y que no había surgido de elementos terrenos, y que debía su origen humano al misterio de la concepción por obra del Espíritu Santo. El poder del Altísimo comunicó su poder al cuerpo que la Virgen dio a luz por obra del Espíritu Santo. El cuerpo animado deriva su existencia consciente de la asociación con un alma, que se difunde por todo él y lo vivifica para percibir los dolores infligidos desde fuera. Así, el alma, advertida por el feliz resplandor de su propia fe y esperanza celestiales, se eleva por encima de su propio origen en los comienzos de un cuerpo terreno y eleva ese cuerpo a la unión consigo mismo en pensamiento y espíritu, de modo que deja de sentir el sufrimiento de lo que, mientras tanto, sufre. ¿Por qué necesitamos decir más sobre la naturaleza del cuerpo del Señor, el del Hijo del hombre que bajó del cielo? Incluso los cuerpos terrenales a veces pueden volverse indiferentes a las necesidades naturales del dolor y el miedo.

XLV

¿Acaso los jóvenes judíos temían las llamas que ardían con el combustible que les arrojaban en el horno de fuego de Babilonia? ¿El terror de ese terrible fuego prevaleció sobre su naturaleza, aunque concebida como la nuestra (Dn 3,23)? ¿Sintieron dolor cuando las llamas los rodearon? Tal vez se pueda decir que no sintieron dolor porque no se quemaron, y las llamas estaban privadas de su naturaleza ardiente. No obstante, aunque sea natural al cuerpo temer arder y ser quemado por el fuego, por el espíritu de fe los cuerpos terrenales (es decir, los cuerpos que tuvieron su origen según los principios del nacimiento natural) no pueden ser quemados ni asustados. Por lo tanto, lo que en el caso de los jóvenes hebreos fue una violación del orden de la naturaleza, producida por la fe en Dios, no puede juzgarse en el caso de Dios como natural, sino como una actividad del Espíritu que comienza con su origen terrenal. Los jóvenes judíos fueron atados en medio del fuego, mas ellos no tenían miedo cuando subían a la pira ardiente, ni sentían la llama cuando oraban, y por eso, en medio del horno, no podían quemarse. Tanto el fuego como sus cuerpos perdieron sus naturalezas propias, y tanto uno no quemó como los otros no se quemaron. Sin embargo, en todos los demás aspectos, tanto el fuego como los cuerpos conservaron sus naturalezas, porque los espectadores fueron consumidos, y los ministros del castigo fueron castigados. Hereje impío, ¿querrás decir que Cristo sufrió dolor por la perforación de los clavos, y que sintió la amargura de la herida, cuando fueron atravesados por sus manos? ¿Por qué, dime, los jóvenes judíos no temieron las llamas de Babilonia? ¿Por qué no sufrieron dolor? ¿Cuál era la naturaleza en sus cuerpos, que venció a la del fuego? En el celo de su fe y la gloria de un martirio bendito, olvidaron temer lo terrible; ¿Podría Cristo, si se entristeciera por el temor de la cruz, olvidarse de semejante recompensa y temblar con la ansiedad de un temor deshonroso? Cristo, que, aunque hubiera sido concebido con nuestro origen pecaminoso, habría sido Dios en la cruz, que había de juzgar al mundo y reinar por los siglos de los siglos.

XLVI

Daniel, cuya comida era la escasa porción de un profeta (Dn 1,8-16), no temió el foso de los leones. Los apóstoles se regocijaron en el sufrimiento y la muerte por el nombre de Cristo. Para Pablo su sacrificio fue la corona de justicia (2Tm 4,6). Los mártires cantaban himnos mientras ofrecían sus cuellos al verdugo, y subían con salmos a los leños ardientes apilados para ellos. La conciencia de la fe quita la debilidad de la naturaleza, transforma los sentidos corporales de modo que no sienten dolor, y así el cuerpo se fortalece por el propósito fijo del alma, y no siente nada excepto el impulso de su entusiasmo. El sufrimiento que la mente desprecia en su deseo de gloria, el cuerpo no lo siente, mientras el alma lo vigoriza. Es un efecto natural en el hombre que el celo del alma, que brilla por la gloria, lo haga inconsciente del sufrimiento, despreocupado de las heridas e indiferente a la muerte. En el caso de Jesucristo, el Señor de la gloria, nos encontramos con que su manto puede sanar, y su saliva y palabra pueden crear. El hombre que tenía la mano seca, por ejemplo, a su orden la extendió entera, y el que nació ciego no sintió más el defecto de su nacimiento, y la oreja herida se hizo sana como la otra. ¿Nos atrevemos a pensar, por tanto, en su cuerpo traspasado en ese dolor y debilidad, de los cuales el espíritu de fe en él rescató a los gloriosos y benditos mártires?

S
La humanidad de Cristo, no ajena al sufrimiento y pecado

XLVII

El Dios unigénito sufrió en su persona los ataques de todas las enfermedades a las que estamos sujetos; pero las sufrió en el poder de su propia naturaleza, así como nació en el poder de su propia naturaleza, porque al nacer no perdió su naturaleza omnipotente por el hecho de nacer. Aunque nació en condiciones humanas, no fue concebido así, y aunque su nacimiento estuvo rodeado de circunstancias humanas, su origen fue más allá de ellas. Padeció en su cuerpo a la manera de nuestro cuerpo enfermo, pero soportó los sufrimientos de nuestro cuerpo en el poder de su propio cuerpo. De este artículo de nuestra fe da testimonio el profeta, cuando dice: "Él lleva nuestros pecados y se duele por nosotros. Fue azotado, herido y afligido; fue herido por nuestras transgresiones y debilitado por nuestros pecados". Es una opinión equivocada del juicio humano, por tanto, pensar que sintió dolor porque sufrió. Él llevó nuestros pecados (es decir, asumió nuestro cuerpo de pecado), pero él mismo era sin pecado. Fue enviado en semejanza de carne de pecado, llevando el pecado en su carne, pero nuestro pecado. Así también sintió dolor por nosotros, pero no con nuestros sentidos; se encontró en forma de hombre, con un cuerpo que podía sentir dolor, pero su naturaleza no podía sentir dolor; porque, aunque su forma era la de un hombre, su origen no era humano, sino que nació por concepción del Espíritu Santo. Por las razones mencionadas, fue considerado "herido, herido y afligido". Tomó la forma de un siervo: y "hombre nacido de una Virgen" nos transmite la idea de uno cuya naturaleza sintió dolor cuando sufrió. Pero aunque fue herido fue "por nuestras trasgresiones". La herida no fue la herida de sus propias trasgresiones: el sufrimiento no fue un sufrimiento por sí mismo. Él no nació hombre por su propio bien, ni transgredió en su propia acción. El apóstol explica el principio del plan divino cuando dice: "Os rogamos por medio de Cristo que os reconciliéis con Dios", y: "A aquel que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros. Para condenar el pecado por medio del pecado en la carne, el que no conoció pecado se hizo pecado". Es decir, por medio de la carne, para condenar al pecado en la carne, se hizo carne por nosotros, pero no conoció carne. No obstante, fue herido por nuestras trasgresiones.

XLVIII

A este respecto, el apóstol nada sabe en Cristo acerca del temor al dolor. Cuando quiere hablar de la dispensación de la pasión, la incluye en el misterio de la divinidad de Cristo. Perdonándonos todos nuestros pecados, anulando el vínculo escrito en ordenanzas que había contra nosotros, que nos era contrario; quitándolo y clavándolo en la cruz; despojándose de sí mismo su carne, hizo exhibir públicamente a los principados y potestades triunfando sobre ellos en sí mismo (Col 2,13-15). ¿Pensáis que fue ese el poder el ceder a la herida del clavo, el encogerse bajo el golpe penetrante, el convertirse en una naturaleza que puede sentir dolor? Sin embargo, el apóstol, que habla como portavoz de Cristo (2Cor 13,3), al relatar la obra de nuestra salvación por medio del Señor, describe la muerte de Cristo como despojándose de sí mismo su carne, avergonzando con valentía a los poderes y triunfando sobre ellos en sí mismo. Si su pasión fue una necesidad de la naturaleza y no el don gratuito de vuestra salvación; o si la cruz fue sólo el sufrimiento de las heridas y no la imposición sobre él del decreto de muerte emitido contra vosotros; o si su muerte fue una violencia hecha por la muerte y no el despojamiento de la carne por el poder de Dios; o si su muerte misma fue otra cosa que una deshonra de las potencias, un acto de audacia, un triunfo... entonces atribuidle la debilidad, porque en ella estuvo sujeto a la necesidad y a la naturaleza, a la fuerza, al temor y a la desgracia. Pero si es exactamente lo contrario en el misterio de la pasión, tal como nos fue predicado, ¿quién, por favor, puede ser tan insensato como para repudiar la fe enseñada por los apóstoles, para invertir todos los sentimientos de religión, para distorsionarlos en la deshonrosa acusación de debilidad natural? ¿Qué fue un acto de libre voluntad, un misterio, una exhibición de poder y de audacia, un triunfo? ¡Y qué triunfo fue cuando se ofreció a los que buscaban crucificarlo, y no pudieron soportar su presencia! ¡Y cuando estuvo bajo sentencia de muerte, quien pronto se sentaría a la diestra del poder! Cuando oró por sus perseguidores, mientras los clavos lo atravesaban; y cuando completó el misterio al beber el trago de vinagre; y cuando fue contado entre los transgresores; y cuando fue levantado en el madero, mientras la tierra tembló; y cuando colgó de la cruz, y el sol y el día fueron puestos en fuga; y cuando dejó su propio cuerpo, al tiempo que llamaba a la vida los cuerpos de otros; y cuando fue enterrado como cadáver... como hombre sufrió todas las debilidades por amor a nosotros, mas como Dios triunfó en todas ellas.

XLIX

Los herejes dicen que hay otra confesión de debilidad, grave y de gran alcance, tanto más cuanto que está en boca del Señor mismo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46). Lo interpretan como una expresión de amarga queja, porque él fue abandonado y entregado a la debilidad, mas ¡qué interpretación tan violenta de una mente irreligiosa! ¡Qué repugnante para todo el tenor de las palabras de nuestro Señor! El Señor se apresuró a la muerte, por supuesto, pero sabiendo que ésta habría de glorificarlo, y llevarlo a la diestra del poder. Así pues, con todas estas benditas expectativas ¿podía temer la muerte, y quejarse de que Dios lo había traicionado y obligado a ella, cuando era la entrada a la bienaventuranza eterna?

T
La herejía anima a tergiversar, para comprender

L

El ingenio herético sigue el camino preparado por su propia impiedad, hasta llegar a la absorción total de Dios, el Verbo, en el alma humana, y la consiguiente negación de que Jesucristo, el Hijo del hombre, fuera el mismo Hijo de Dios. Así pues, dicen los herejes, o bien el Verbo de Dios dejó de ser él mismo mientras desempeñaba la función de un alma (al dar vida a un cuerpo), o bien el hombre que nació no era el Cristo en absoluto (sino que el Verbo habitaba en él, como el Espíritu habitaba en los profetas). Estos errores absurdos y perversos han crecido en audacia e impiedad, hasta que afirman que Jesucristo no era Cristo hasta que nació de María, y que Aquel que nació no era un ser preexistente, sino que comenzó a existir en ese momento. De aquí se sigue también el error de creer que el Verbo de Dios, como si fuera una parte del poder divino que se extendía en una continuidad ininterrumpida, habitó en aquel hombre que recibió de María el principio de su ser y lo dotó del poder del obrar divino, aunque aquel hombre vivía y se movía por la naturaleza de su propia alma.

LI

Por esta doctrina sutil y perniciosa, los hombres se ven arrastrados al error de creer que el Verbo de Dios se convirtió en alma del cuerpo, obrando su naturaleza por su propia humillación, y el cambio en sí misma, y de este modo el Verbo dejó de ser Dios. O bien, dicen que el hombre Jesús, en la pobreza y lejanía de Dios de su naturaleza, estaba animado sólo por la vida y el movimiento de su propia alma humana, en la que residía el Verbo de Dios (es decir, el poder de su voz pronunciada). De este modo, se abre el camino a toda clase de teorías irreverentes, cuyo resumen es: o bien el Verbo de Dios se fundió en el alma (y dejó de ser Dios), o bien Cristo no tenía existencia antes de su nacimiento de María (ya que Jesucristo, un simple hombre de cuerpo y alma ordinarios, comenzó a existir sólo en su nacimiento humano, y fue elevado al nivel del poder, que actuó dentro de él, por la fuerza externa del Verbo divino que se extendió a él). También dicen que, cuando el Verbo de Dios se retiró de él, Jesús exclamó: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Y que cuando la naturaleza divina del Verbo dio lugar en él a un alma humana, aquel que hasta entonces había confiado en la ayuda de su Padre, ahora separado de él y abandonado a la muerte, lamentó su soledad y reprendió a su desertor. De este modo, en todos los sentidos surge un peligro mortal de error en la creencia, ya se piense que el grito de queja denota una debilidad de la naturaleza en el Verbo de Dios, o bien lleva a pensar que el Verbo de Dios no era preexistente porque, o que el nacimiento de María fue el comienzo de su ser.

LII

En medio de estas teorías irreverentes y mal fundadas, la Iglesia, inspirada por la enseñanza de los apóstoles, reconoce un nacimiento de Cristo, pero no un principio. Conoce la dispensación, pero no la división. Se niega a hacer una separación en Jesucristo, por la cual Jesús es uno y Cristo otro. No distingue al Hijo del hombre del Hijo de Dios, para que tal vez el Hijo de Dios no sea considerado también como Hijo del hombre. No absorbe al Hijo de Dios en el Hijo del hombre, ni por una creencia tripartita desgarra a Cristo (cuya túnica tejida de arriba abajo no estaba partida, dividiendo a Jesucristo en el Verbo, un cuerpo y un alma), ni absorbe al Verbo en cuerpo y alma. Para la Iglesia, él es perfectamente Dios (el Verbo) y perfectamente Jesús (el hombre). A esto sólo nos aferramos en el misterio de nuestra confesión. Es decir, en la fe de que Cristo no es otro que Jesús, y en la doctrina de que Jesús no es otro que Cristo.

U
La Iglesia anima a creer, aun sin comprender

LIII

No ignoro hasta qué punto la grandeza del divino misterio desconcierta a nuestro débil entendimiento, de modo que la lengua apenas puede expresarlo, ni la razón definirlo, ni el pensamiento siquiera abarcarlo. El apóstol, sabiendo que la tarea más difícil para una naturaleza terrena es comprender, sin ayuda, el modo de obrar de Dios (pues entonces nuestro juicio sería más agudo para discernir de lo que Dios es poderoso para efectuar), escribe a su verdadero hijo según la fe, que había recibido la Sagrada Escritura desde su niñez: "Como te exhorté a que te quedaras en Efeso, al partir para Macedonia, para que mandases a algunos que no enseñen otra doctrina, ni presten atención a fábulas y genealogías interminables, que acarrean disputas más bien que la edificación de Dios que es por la fe" (1Tm 1,3-4). Le ordena que se abstenga de manejar genealogías y fábulas verbosas, que acarrean disputas interminables. La edificación de Dios, dice, está en la fe, y limita la reverencia humana al culto fiel al Todopoderoso, y no permite que nuestra debilidad se esfuerce en el intento de ver lo que sólo deslumbra la vista. Si miramos el brillo del sol, la vista se tensa y se debilita; y a veces, cuando escudriñamos con una mirada demasiado curiosa la fuente de la luz brillante, los ojos pierden su poder natural e incluso se destruye el sentido de la vista. Así sucede que por tratar de ver demasiado, no vemos nada en absoluto. ¿Qué debemos esperar entonces en el caso de Dios, el Sol de Justicia? ¿No será la necedad su recompensa, si alguien quiere ser demasiado sabio? ¿No usurpará el estupor embotado y sin cerebro el lugar de la luz ardiente de la inteligencia? Una naturaleza inferior no puede comprender el principio de una superior; ni el modo de pensar del cielo puede revelarse a la concepción humana, porque todo lo que está dentro del alcance de una conciencia limitada, es en sí mismo limitado. El poder divino excede, por lo tanto, la capacidad de la mente humana. Si el limitado se esfuerza por llegar tan lejos, se vuelve aún más débil que antes. Pierde la certeza que tenía: en lugar de ver las cosas celestiales, sólo queda cegado por ellas. Ningún espíritu puede comprender plenamente lo divino, así que castiga la obstinación de los curiosos privándolos de su poder. Si queremos mirar al sol, debemos quitarle tanto brillo como sea necesario para verlo; si no, al esperar demasiado, nos quedamos cortos de lo posible. De la misma manera, sólo podemos esperar comprender los propósitos del cielo, hasta donde nos lo permita. Debemos esperar sólo lo que él concede a nuestra aprehensión: si intentamos ir más allá del límite de su indulgencia, se retira por completo. Hay algo en Dios que podemos percibir: que es visible para todos, si nos contentamos con lo posible. Así como con el sol podemos ver algo (si nos contentamos con ver lo que se puede ver), si nos esforzamos más allá de lo posible lo perdemos todo. Pues bien, lo mismo sucede con la naturaleza de Dios: que hay cosas que podemos entender, si nos contentamos con entender lo que podemos. Así pues, apunta más allá de tus poderes, y perderás incluso el poder de alcanzar lo que estaba a tu alcance.

LIV

No voy a tratar el misterio de ese otro nacimiento sin tiempo, pues su tratamiento exige un espacio más amplio que éste. Por ahora, sólo hablaré de la encarnación. Decidme, os lo ruego, vosotros que escudriñáis los secretos del cielo: el misterio de Cristo nacido de una Virgen y su naturaleza, ¿cómo explicáis que fue concebido y nació de una Virgen? ¿Cuál fue la causa física de su origen según vuestras disputas? ¿Cómo se formó en el seno de su madre? ¿De dónde su cuerpo y su humanidad? Y por último, ¿qué significa que el Hijo del hombre descendió del cielo y permaneció en el cielo? (Jn 3,13). No es posible, según las leyes de los cuerpos, que el mismo objeto permanezca y descienda: uno es el cambio del movimiento descendente; el otro, la quietud del estar en reposo. El niño llora, pero está en el cielo; el niño crece, pero sigue siendo siempre el Dios inmensurable. ¿Con qué percepción del entendimiento humano podemos comprender que él ascendió donde estaba antes, y descendió Quien permaneció en el cielo? El Señor dice: "¿Qué pasaría si vieran al Hijo del hombre ascender allí donde estaba antes?". El Hijo del hombre "asciende donde estaba antes", mas ¿pueden los sentidos comprender esto? El Hijo del hombre "desciende del cielo", mas ¿puede la razón comprender esto? El Verbo "se hizo carne", mas ¿pueden las palabras expresar esto? El Verbo se hace carne (es decir, Dios se hace hombre), el hombre está en el cielo (es decir, Dios es del cielo). Asciende quien descendió, pero desciende y sin embargo no desciende. Él es como siempre fue, pero nunca fue lo que es. Pasamos por alto las causas, pero no podemos explicar la manera. Percibimos la manera, pero no podemos entender las causas. Sin embargo, si entendemos a Cristo Jesús incluso así, lo conoceremos. Si tratamos de entenderlo más, no lo conoceremos en absoluto.

V
El llanto de Cristo, inexplicable pero cierto

LV

¡Qué gran misterio de palabra y de acción es el que Cristo haya llorado, que sus ojos se hayan llenado de lágrimas por la angustia de su mente! (Lc 19,41). ¿De dónde vino este defecto en su alma, para que el dolor arrancara lágrimas de su cuerpo? ¿Qué amargo destino, qué dolor insoportable, pudo mover a un torrente de lágrimas al Hijo del hombre que descendió del cielo? Además, ¿qué fue lo que lloró en él? ¿Dios, el Verbo? ¿O su alma humana? Porque aunque el llanto es una función corporal, el cuerpo no es más que un siervo; las lágrimas son, por así decirlo, el sudor del alma agonizante. Además, ¿cuál fue la causa de su llanto? ¿Debía a Jerusalén la deuda de sus lágrimas, Jerusalén, la parricida impía, a quien ningún sufrimiento podría compensar por la matanza de los apóstoles y profetas, y el asesinato de su Señor mismo? Él podría llorar por los desastres y la muerte que sobrevienen a la humanidad, mas ¿podría afligirse por la caída de esa raza condenada y desesperada? ¿Qué era, pregunto, este misterio del llanto? Su alma lloró de dolor, mas ¿no era acaso el alma que envió a los profetas? ¿O el alma que tan a menudo habría reunido a los polluelos bajo la sombra de sus alas? Pero el Verbo de Dios no puede entristecerse, ni el Espíritu puede llorar, ni su alma podía hacer nada antes de que existiera el cuerpo. Sin embargo, no podemos dudar de que Jesucristo verdaderamente lloró, y que no menos reales fueron las lágrimas que derramó Jesús por Lázaro (Jn 11,35). 

LVI

La primera pregunta aquí es: ¿Por qué había que llorar en el caso de Lázaro? No por su muerte, porque no era para muerte, sino para la gloria de Dios, pues el Señor dice: "La enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de él". La muerte que fue la causa de que Dios fuera glorificado no podía traer dolor y lágrimas. Tampoco hubo motivo para llorar en su ausencia de Lázaro en el momento de su muerte, pues él dice claramente: "Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis". Su ausencia, pues, que ayudó a la creencia de los apóstoles, no fue la causa de su dolor, porque con el conocimiento de la omnisciencia divina, él declaró la muerte del enfermo desde lejos. No podemos encontrar, pues, necesidad de lágrimas, pero él lloró. Así pues, pregunto de nuevo: ¿A quién debemos atribuir el llanto? ¿A Dios, al alma o al cuerpo? El cuerpo, por sí mismo, no tiene lágrimas excepto las que derrama por orden del alma afligida. Mucho menos puede haber llorado Dios, porque él iba a ser glorificado en Lázaro. Tampoco es razonable decir que su alma sacó a Lázaro de la tumba: ¿puede un alma ligada a un cuerpo, por el poder de su orden, llamar a otra alma de regreso al cuerpo muerto del que ha partido? ¿Puede afligirse quien está a punto de ser glorificado? ¿Puede llorar quien está a punto de devolver la vida a los muertos? Las lágrimas no son para aquel que está a punto de dar vida, ni el dolor para aquel que está a punto de recibir la gloria. Sin embargo, aquel que lloró y se afligió fue también el dador de la vida.

W
Las dos naturalezas de Cristo, unidas en una única persona

LVII

Si hay muchos puntos que trato escasamente no es porque no tenga nada que decir, o no sepa lo que ya se ha dicho. Mi propósito es, absteniéndome de un proceso de argumentación demasiado laborioso, hacer que los resultados sean lo más atractivos posible para el lector. Conocemos los hechos y las palabras de nuestro Señor, pero no los conocemos completamente. No los ignoramos, pero no se pueden entender. Los hechos son reales, pero el poder que hay detrás de ellos es un misterio. Lo probaremos con sus propias palabras: "Por esto me ama el Padre, porque doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo la doy de mí mismo. Tengo poder para darla y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento lo recibí del Padre". Él da su vida de sí mismo, pero yo pregunto: ¿Quién la da? Confesamos sin vacilación que Cristo es el Verbo de Dios. Por otra parte, sabemos que el Hijo del hombre estaba compuesto de un alma y un cuerpo: compare las palabras del ángel a José: "Levántate, toma al niño y a su madre, y vete a tierra de Israel, porque han muerto los que buscaban el alma del niño" (Mt 2,20). ¿De quién es el alma? ¿De su cuerpo o de Dios? Si es de su cuerpo, ¿qué poder tiene el cuerpo para dejar el alma, cuando es sólo por la obra del alma que es vivificada a la vida? Además, ¿cómo podría el cuerpo, que separado del alma está inerte y muerto, recibir una orden del Padre? Si, por otra parte, alguien supone que el Verbo de Dios dejó a un lado su alma, para poder tomarla de nuevo, debe probar que el Verbo de Dios murió. Es decir, que permaneció sin vida, sintiéndose como un cuerpo muerto, y tomó su alma nuevamente para ser vivificado una vez más a la vida por ella.

LVIII

Nadie que esté dotado de razón puede atribuir a Dios un alma, aunque está escrito en muchos lugares que el alma de Dios odia los sábados y las lunas nuevas, y también que se deleita en ciertas cosas. Pero esto es meramente una expresión convencional que debe entenderse de la misma manera que cuando se habla de Dios como poseedor de cuerpo, con manos, ojos, dedos, brazos y corazón. Como dijo el Señor, "un espíritu no tiene carne ni huesos" (Lc 24,39), y "aquel que es y no cambia" (Mal 3,6) no puede tener los miembros y partes de un cuerpo tangible. Él es una naturaleza simple y bendita, un todo único, completo y que lo abarca todo. Por lo tanto, Dios no es vivificado, como los cuerpos, por la acción de un alma que mora en él, sino que él mismo es su propia vida.

LIX

¿Cómo, pues, pone Cristo su alma, o la vuelve a tomar? ¿Qué significa este mandato que recibió? Dios no podía ponerla (es decir, morir), ni tomarla de nuevo (es decir, volver a la vida). Pero tampoco el cuerpo recibió el mandato de tomarla de nuevo. No podía hacerlo por sí mismo, porque él dijo del templo de su cuerpo: "Destruiré este templo, y al cabo de tres días lo resucitaré" (Jn 2,19). Así pues, es Dios quien levanta el templo de su cuerpo. ¿Y quién pone su alma para volverla a tomar? El cuerpo no la vuelve a tomar por sí mismo, sino que es resucitado por Dios. Lo que resucita debe haber estado muerto, y lo que está vivo no pone su alma. Entonces Dios no estaba ni muerto ni sepultado; y sin embargo dijo: "Al derramar este ungüento sobre mi cuerpo, lo hizo para mi sepultura" (Mt 26,12). En cuanto a que fue derramado sobre su cuerpo, fue hecho para su sepultura; pero el suyo no es lo mismo que él. Es un uso completamente diferente del pronombre cuando decimos "fue hecho para su sepultura", y cuando decimos "su cuerpo fue ungido". Tampoco es el mismo el sentido en "su cuerpo fue sepultado" y "él fue sepultado".

LX

Para comprender este misterio divino, debemos ver en él a Dios (sin ignorar al hombre y al hombre (sin ignorar a Dios). No debemos dividir a Jesucristo porque "el Verbo se hizo carne". Sin embargo, no debemos llamarlo sepultado, pues sabemos que resucitó. No debemos dudar de su resurrección, aunque no nos atrevamos a negar que "fue sepultado". Jesucristo "fue sepultado" porque murió. Él murió, e incluso gritó en el momento de la muerte: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Sin embargo, él, que pronunció estas palabras, dijo también: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). Tras prometer el paraíso al ladrón, clamó en voz alta: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Y habiendo dicho esto, "entregó el espíritu".

LXI

Vosotros que triseccionáis a Cristo en Verbo, alma y cuerpo, o que degradáis a todo Cristo (es decir, al Verbo de Dios) en un solo miembro de nuestra raza, reveladnos este misterio de gran piedad que "se manifestó en la carne" (1Tm 3,16). ¿Qué espíritu entregó Cristo? ¿Quién encomendó su espíritu en manos de su Padre? ¿Quién iba a estar en el paraíso ese mismo día? ¿Quién se quejó de que Dios lo había abandonado? El grito de los abandonados presagia la debilidad de los moribundos; la promesa del paraíso, el poder soberano del Dios viviente. Encomendar su espíritu denotaba confianza, e implicaba su partida por la muerte. ¿Quién, entonces, fue el que murió? Seguramente, el que entregó su espíritu. Y ¿quién entregó su espíritu? Ciertamente, el que lo encomendó a su Padre. Y si el que encomendó su espíritu es el mismo que lo entregó y murió, ¿fue el cuerpo el que encomendó su alma, o Dios quien encomendó el alma del cuerpo? Digo alma porque no hay duda de que a menudo es sinónimo de espíritu, como se puede deducir simplemente del lenguaje usado aquí. Jesús "entregó su espíritu" cuando estaba a punto de morir. Si, por lo tanto, tienes la convicción de que el cuerpo encomendó el alma, que lo corruptible encomendó lo viviente, lo corruptible lo eterno, lo que debía resucitar, lo que permanece inmutable, entonces, ya que el que encomendó su espíritu al Padre también debía estar en el paraíso con el ladrón ese mismo día, quisiera saber si, mientras el sepulcro lo recibió, estaba en el cielo, o si estaba en el cielo cuando gritó que Dios lo había abandonado.

LXII

En todas estas palabras se expresa el mismo Señor Jesucristo, el Verbo hecho carne, que es hombre cuando dice que está abandonado a la muerte. No obstante, mientras el hombre todavía gobierna en el paraíso como Dios, y aunque reina en el paraíso, como Hijo de Dios encomienda su espíritu a su Padre, como Hijo del hombre entrega a la muerte el espíritu que encomendó al Padre. ¿Por qué, entonces, consideramos una vergüenza lo que es un misterio? Lo vemos quejarse de que lo dejen morir porque es hombre; lo vemos, al morir, declarar que reinó en el paraíso porque es Dios. ¿Por qué debemos insistir, para apoyar nuestra irreverencia, en lo que dijo para hacernos comprender su muerte, y callar lo que proclamó para demostrar su inmortalidad? Las palabras y la voz son igualmente suyas cuando se queja de la deserción y cuando declara su gobierno, luego ¿por qué método de lógica herética dividimos nuestra creencia y negamos que aquel que murió fue al mismo tiempo el que gobierna? ¿No dio testimonio igualmente de sí mismo cuando encomendó su espíritu y cuando lo entregó? Pero si es el mismo aquel que encomendó su espíritu y lo entregó, si muere cuando gobierna y gobierna cuando está muerto, entonces el misterio del Hijo de Dios y del Hijo del hombre significa que es uno, que muriendo reina y reinando muere.

X
Las dos naturalezas de Cristo, frente a la sabiduría mundana

LXIII

Apartaos, pues, todos los impíos incrédulos, para quienes el misterio divino es demasiado grande. Vosotros no sabéis que Cristo no lloró por sí mismo, sino por nosotros, para demostrar la realidad de su humanidad asumida cediendo al sentimiento común a la humanidad. Vosotros no percibís que Cristo murió no por sí mismo, sino por nuestra vida, para renovar la vida humana por la muerte del Dios inmortal. Vosotros no sabéis conciliar la queja de los abandonados con la confianza del Soberano. ¿Que queréis, enseñarnos que porque él reina como Dios y se queja de que está muriendo, tenemos aquí un hombre muerto y un Dios reinante? El que muere no es otro que el que reina, el que encomienda su espíritu no es otro que el que lo entrega. El que fue sepultado resucitó, y tanto si asciende como si desciende, es uno solo.

LXIV

Escuchad la enseñanza del apóstol, oh herejes, y ved en ella una fe instruida no por el entendimiento de la carne, sino por el don del Espíritu. Los griegos buscan la sabiduría, dice Pablo, y los judíos piden una señal, pero "nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos piedra de tropiezo, y para los gentiles locura, mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo Jesús, poder de Dios" (1Cor 1,23-24). ¿Se divide aquí a Cristo de modo que Jesús el crucificado es uno, y otro el Cristo que es poder y sabiduría de Dios? Esto es para los judíos piedra de tropiezo, y para los gentiles locura, mas para nosotros Cristo Jesús es poder de Dios y sabiduría de Dios. Sabiduría, sin embargo, no conocida por el mundo, ni entendida por una filosofía secular. Y si no, escuchemos al mismo bendito apóstol, cuando declara qué no ha sido entendido: "Hablamos la sabiduría de Dios, que ha sido escondida en un misterio y Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo ha conocido, porque si la hubieran conocido no habrían crucificado al Señor de la gloria" (1Cor 2,7-8). ¿No sabe el apóstol que esta sabiduría de Dios está escondida en un misterio  y no puede ser conocida por los gobernantes de este mundo? ¿Divide a Cristo en un Señor de gloria y un Jesús crucificado? No, sino que más bien contradice esta idea más tonta e impía con las palabras: "Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado".

Y
Las dos naturalezas de Cristo, explicables por los hechos

LXV

El apóstol no sabía nada más y se propuso no saber nada más. Nosotros, hombres de un ingenio más débil y de una fe más débil, dividimos y duplicamos a Jesucristo, constituyéndonos en jueces de lo desconocido y blasfemando del misterio oculto. Para los herejes, en efecto, uno es Cristo crucificado, y otro Cristo sabiduría de Dios. Y el Cristo que fue sepultado es diferente del Cristo que descendió del cielo, y el Hijo del hombre no es al mismo tiempo Hijo de Dios. Nosotros, en cambio, enseñamos lo que no entendemos, y tratamos de refutar lo que no podemos comprender. Los herejes quieren mejorar la revelación de Dios, y no se contentan con decir con el apóstol: "¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica, ¿quién es el que condena? Cristo Jesús, que murió, más aún, que resucitó de entre los muertos, que está a la diestra de Dios, que también intercede por nosotros (Rm 8,33-34). ¿Acaso el que intercede por nosotros es distinto del que está a la diestra de Dios? ¿No es el que está a la diestra de Dios el mismo que resucitó? ¿Acaso el que resucitó es distinto del que murió? ¿El que murió es distinto del que nos condena? Por último, ¿no es el que nos condena también Dios que nos justifica? Distingue si puedes, oh hereje, al Cristo nuestro acusador del Dios nuestro defensor, al Cristo que murió del Cristo que condena, al Cristo que está sentado a la diestra de Dios y ora por nosotros del Cristo que murió. Por tanto, ya sea muerto o sepultado, ya haya descendido al hades o haya ascendido al cielo, todo es uno y el mismo Cristo, como dice el apóstol: Ahora bien, este subió, ¿qué es, sino que también descendió a las partes más bajas de la tierra? En efecto, "el que descendió es el mismo que también ascendió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo" (Ef 4,9-10). ¿Hasta dónde, pues, llevarán los herejes su ignorancia balbuceante y blasfemia, pretendiendo explicar lo que está escondido en el misterio de Dios? El que descendió es el mismo que también ascendió. ¿Podemos dudar más de que el hombre Cristo Jesús resucitó de entre los muertos, ascendió por encima de los cielos y está a la diestra de Dios? No podemos decir que su cuerpo descendió al hades, que yacía en la tumba. Si, pues, el que descendió es uno con aquel que ascendió; si su cuerpo no descendió al hades, sino que realmente se levantó de entre los muertos y ascendió al cielo, ¿qué queda, excepto creer en el misterio secreto? Queda esto: que está oculto al mundo y a los gobernantes de este siglo. Y confesar que, subiendo o bajando, él es uno solo, un solo Jesucristo por nosotros, Hijo de Dios e Hijo del hombre, Dios Verbo y hombre en carne, que sufrió, murió, fue sepultado, resucitó, fue recibido en el cielo y está sentado a la diestra de Dios: que posee en su único y único ser, según el plan y naturaleza divinos, en forma de Dios y en forma de siervo, lo humano y lo divino sin separación ni división.

LXVI

El apóstol Pablo, moldeando nuestras ideas ignorantes y azarosas para que se ajusten a la verdad, dice de este misterio de fe: "Fue crucificado por debilidad, pero vive por el poder de Dios" (2Cor 13,4). Predicando al Hijo del hombre y al Hijo de Dios, el hombre por el plan divino, y Dios por su naturaleza eterna, dice Pablo que el que fue crucificado por debilidad es el que vive por el poder de Dios. Su debilidad surge de la forma de siervo, su naturaleza permanece a causa de la forma de Dios. Tomó la forma de siervo, aunque tenía la forma de Dios. Por tanto, no puede haber duda en cuanto al misterio según el cual sufrió y vivió. Existían en él tanto la debilidad (para sufrir) como el poder de Dios (para dar vida) y, por tanto, el que sufrió y vivió no puede ser más que uno, u otro que él mismo.

Z
La debilidad humana, asumida y levantada por Cristo

LXVII

El Dios unigénito sufrió todo lo que los hombres pueden sufrir, según las palabras del apóstol, que dice: "Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras. Y fue sepultado y resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras" (1Cor 15,3-4). No se trata ésta de una declaración sin fundamento, sino de una advertencia para que confesemos que Cristo murió y resucitó de una manera real y no nominal, puesto que el hecho está certificado por todo el peso de la autoridad de las Escrituras. Así pues, debemos entender su muerte en el sentido exacto en que la Escritura la declara. En su consideración por las perplejidades y escrúpulos del creyente débil y sensible, añade Pablo estas solemnes palabras finales ("según las Escrituras") a su proclamación de la muerte y la resurrección. ¿Por qué? Porque no quiere que nos debilitemos, llevados por todo viento de doctrina vana, ni que nos dejemos atormentar por sutilezas vacías y falsas dudas. El apóstol quiere llamar a la fe a volver, antes de que naufrague, al puerto de la piedad, creyendo y confesando la muerte y resurrección de Jesucristo, Hijo del hombre e Hijo de Dios. Y quiere hacerlo según las Escrituras, como salvaguardia de la reverencia contra el ataque del adversario, y para entender así la muerte y resurrección de Jesucristo, como está escrito de él. No hay peligro, pues, en la fe, pues la confesión reverente del misterio escondido de Dios es siempre segura. Cristo nació de la Virgen, pero fue concebido del Espíritu Santo según las Escrituras. Cristo lloró, pero según las Escrituras lo que le hizo llorar fue también causa de alegría. Cristo tuvo hambre, pero según las Escrituras usó su poder como Dios contra el árbol que no daba fruto, cuando no tenía alimento. Cristo sufrió, pero según las Escrituras estaba a punto de sentarse a la diestra del poder. Se quejó de que lo habían abandonado para morir, pero según las Escrituras en el mismo momento recibió en su reino en el paraíso al ladrón que lo confesó. Murió, pero según las Escrituras resucitó, y está sentado a la derecha de Dios. En la creencia de este misterio está la vida, y esta confesión resiste a todo ataque.

LXVIII

El apóstol tiene cuidado de no dejar lugar a dudas, y por eso hoy podemos decir que Cristo nació, padeció, murió, fue sepultado y resucitó. No obstante, ¿cómo, con qué poder, con qué división de partes de sí mismo? ¿Quién lloró? ¿Quién se alegró? ¿Quién se quejó? ¿Quién descendió? ¿Y quién ascendió? Pablo basa los méritos de la fe enteramente en la confesión de una reverencia incuestionable. Realmente, es de justicia preguntarse: ¿Quién subió al cielo (es decir, para traer a Cristo abajo)? ¿O quién descendió al abismo (es decir, para hacer subir a Cristo de entre los muertos)? ¿Qué dice la Escritura? Pues bien, la Escritura dice esto mismo: "La Palabra está cerca de ti, en tu boca y en tu corazón. Es la palabra de fe que predicamos. Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rm 10,6-9). La fe perfecciona al justo, como está escrito: "Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia". ¿Acaso Abraham impugnó la palabra de Dios, cuando se le prometió la herencia de los gentiles y una posteridad perdurable tan numerosa como la arena y las estrellas? Para la fe reverente, que confía implícitamente en la omnipotencia de Dios, los límites de la debilidad humana no son barrera. Despreciando todo lo que es débil y terrenal en sí mismo, cree en la promesa divina, aunque exceda las posibilidades de la naturaleza humana. Sabe que las leyes que gobiernan al hombre no son obstáculo para el poder de Dios, que es tan generoso en el cumplimiento como es misericordioso en la promesa. Nada es más justo que la fe, y así como en la conducta humana es la equidad y el autocontrol lo que recibe nuestra aprobación, así también en el caso de Dios, ¿qué es más justo para el hombre que atribuirle omnipotencia a Aquel cuyo poder percibe como ilimitado?

LXIX

El apóstol, al buscar en nosotros la justicia que es la fe, corta de raíz la duda incrédula y la incredulidad impía. Nos prohíbe admitir en nuestros corazones las preocupaciones del pensamiento ansioso, y señala la autoridad de las palabras del profeta: "No digas en tu corazón: ¿Quién subió al cielo?". Más adelante, completa el pensamiento de las palabras del profeta con la adición: "Para traer a Cristo abajo". La percepción de la mente humana no puede alcanzar el conocimiento de lo divino; pero tampoco puede una fe reverente dudar de las obras de Dios. Cristo no necesitó ayuda humana para que alguien ascendiera al cielo para bajarlo de su bendita casa a su cuerpo terrenal. No fue una fuerza externa la que lo empujó a la tierra. Debemos creer que vino, tal como vino: es verdadera religión confesar que Jesucristo no fue bajado, sino descendido. El misterio tanto del tiempo como del método de su venida le pertenece solo a él. No podemos pensar que, porque él vino recientemente, debió haber sido derribado, ni que su venida en el tiempo dependió de otro que lo hizo descender. El apóstol no da lugar a la incredulidad en el sentido contrario. Cita inmediatamente las palabras del profeta (que "descendió al abismo"), y añade inmediatamente la explicación ("para hacer volver a Cristo de entre los muertos"). Él es libre de volver al cielo, quien era libre de descender a la tierra. Toda vacilación y duda desaparecen entonces. La fe revela lo que planea la omnipotencia: la historia relata el efecto, Dios todopoderoso fue la causa.

LXX

En esto último, se nos exige una certeza inquebrantable. Por ello el apóstol, exponiendo todo el secreto de la Escritura, añade: "Cerca está tu palabra, en tu boca y en tu corazón" (Dt 30,14). Las palabras de nuestra confesión no deben ser tardías ni deliberadamente vagas; no debe haber intervalo entre el corazón y los labios, para que lo que debería ser la confesión de verdadera reverencia no se convierta en un subterfugio de infidelidad. La palabra debe estar cerca de nosotros y dentro de nosotros; ninguna demora entre el corazón y los labios; una fe de convicción así como de palabras. El corazón y los labios deben estar en armonía, y revelar en pensamiento y expresión una religión que no vacila. Aquí también, como antes, el apóstol añade la explicación de las palabras del profeta: "Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Dt 30,15). La piedad consiste en rechazar la duda, la justicia en creer, la salvación en confesar. No os metáis con ambigüedades, no os dejéis llevar por vanas palabrerías, no discutáis de ningún modo los poderes de Dios, ni impongáis límites a su poder, dejad de buscar una y otra vez las causas de los misterios inescrutables. Confesad más bien que Jesús es el Señor, y creed que Dios le resucitó de entre los muertos, pues en esto está la salvación. ¡Qué locura es depreciar la naturaleza y el carácter de Cristo, cuando esto sólo es salvación, saber que él es el Señor! Además, ¡qué error de vanidad humana es discutir sobre su resurrección, cuando es suficiente para la vida eterna creer que Dios le resucitó! En la sencillez está, pues, la fe, en la fe la justicia, y en la confesión la verdadera piedad. Porque Dios no nos llama a la vida bienaventurada mediante arduas investigaciones. No nos tienta con las variadas artes de la retórica. El camino a la eternidad es sencillo y fácil: creer que Jesús fue resucitado de entre los muertos por Dios, y confesar que él es el Señor. Por tanto, que nadie use como ocasión de impiedad lo que se dice por nuestra ignorancia. Era necesario que se nos demostrara que Jesucristo murió para que vivamos en él.

LXXI

Cristo dijo "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mc 15,34), y "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46), para que tuviéramos la certeza de que murió. ¿No fue esto, en su cuidado por nuestra fe, más una dispersión de nuestras dudas que una confesión de su debilidad? Cuando estaba a punto de restaurar a Lázaro, oró al Padre. No obstante, ¿qué necesidad tenía de oración el que dijo: "Padre, te doy gracias porque me has oído; y sé que siempre me oyes; pero lo dije por la multitud, para que crean que tú me enviaste" (Jn 11,41-42)? Entonces oró por nosotros, para que le conociéramos como el Hijo. Las palabras de la oración no le sirvieron de nada, pero las dijo para el avance de nuestra fe. Él no necesitaba ayuda, sino nosotros, enseñanza. Nuevamente oró para ser glorificado. En seguida se oyó desde el cielo la voz de Dios Padre que lo glorificaba. Y como ellos se maravillaron de la voz, dijo: "Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros". Se ruega al Padre por nosotros, él habla por nosotros: ¡que todo esto nos lleve a creer y a confesar! La respuesta del glorificador no se concede a la oración de gloria, sino a la ignorancia de los presentes. ¿No debemos entonces considerar la queja del sufrimiento, cuando él encontró su mayor gozo en el sufrimiento, como destinada a la edificación de nuestra fe? Cristo oró por sus perseguidores, porque no sabían lo que hacían. Prometió el paraíso desde la cruz, porque él es Dios. Se regocijó en la cruz, porque todo estaba terminado cuando bebió el vinagre, porque había cumplido toda la profecía antes de morir. Nació por nosotros, sufrió por nosotros, murió por nosotros, resucitó por nosotros. Esto es lo único necesario para nuestra salvación: confesar al Hijo de Dios resucitado de entre los muertos. ¿Por qué entonces moriríamos en este estado de incredulidad sin Dios? Si Cristo, siempre seguro de su divinidad, nos hizo evidente su muerte, indiferente a la muerte, pero muriendo para asegurarnos que era la verdadera humanidad la que había asumido, ¿por qué deberíamos usar esta misma confesión del Hijo de Dios de que por nosotros se hizo Hijo del hombre? ¿Y murió como arma principal para negar su divinidad?