GREGORIO DE NISA
Sobre la Vida Común
Pienso haber dicho lo suficiente sobre la meta que esperan aquellos que abrazan la vida monacal. Queda por precisarse cómo deben vivir juntos, qué ejercicios elegir, cómo correr la carrera compitiendo los unos con los otros, hasta que alcancen la ciudad de arriba.
I
La pobreza, perfecta
Es necesario que, menospreciando absolutamente los espejismos de esta vida, y renunciando a sus padres, y renunciando a todas las glorias de aquí abajo, y prendado de la gloria celestial, y unido espiritualmente a sus hermanos según Dios, el monje reniegue aun de su propia alma para ganar la vida eterna. Renegar del alma consiste en no buscar de ninguna manera su voluntad propia, sino más bien la voluntad de Dios, teniendo ésta como el buen piloto que dirige a toda la asamblea de los hermanos, en la unanimidad, hacia el puerto de la voluntad de Dios. Que dicho monje no posea nada, y que no considere nada como propio al margen de la comunidad, salvo el vestido que cubre su cuerpo. Si no tiene nada, si se encuentra desnudo, si está despojado de la preocupación de su propia vida, dicho monje servirá al bien común y ejecutará de buen grado las órdenes de los superiores, en la alegría y la esperanza, como un servidor de Cristo bien dispuesto, que comparte la necesidad común de los hermanos. Esto es lo que quiere el mismo Señor, y lo que él ordena cuando dice: "Aquel que quiera ser grande, y el primero entre todos, que sea el último y el servidor de todos" (Mc 9,34).
II
El servicio, humilde y gratuito
Este servicio debe ser, pues, gratuito. Y no dará ningún honor y gloria al servidor, a fin de que éste no parezca "servir para ser visto y agradar a los hombres", como dice la Escritura (Ef 6,6). Al contrario, que el monje sirva como si sirviera al Señor en persona. Que camine por el camino angosto, y cargue sobre sí con fervor el yugo del Señor. Si él lo sostiene desde el comienzo hasta el fin, él mismo será llevado hasta el fin con alegría y buena esperanza. Debe ubicarse más abajo que todos, y servir a sus hermanos como si fuera deudor de un crédito. Que deje caer en su alma las preocupaciones de todos, y que cumpla la caridad en toda su amplitud, porque es debida.
III
Los superiores, más servidores que los demás
Los superiores de este coro espiritual deben considerar la grandeza de este cargo, prever los artífices del mal que construyen trampas a la fe, y correr la carrera de la manera que conviene a su autoridad, sin que nunca el poder les inspire ideas de grandezas. En efecto, allí reside un peligro, y algunos que parecían ser superiores a los demás, y dirigirles hacia la vida celestial, se perdieron en secreto por su orgullo. Es conveniente, pues, que aquellos que están establecidos en el cargo de superiores se sacrifiquen más que los demás, tengan sentimientos aún más humildes que sus subordinados, y presenten a sus hermanos, por sus propias vidas, el mismo tipo de servicio. Que miren a los que les son confiados como depósitos pertenecientes a Dios. Si actúan así, forjando el coro sagrado por sus cuidados cotidianos, y manifestando la doctrina según la necesidad de cada uno para salvar la disposición que distinga a cada uno (y si en lo secreto tienen en el pensamiento un sentimiento humilde, como buenos servidores que vigilan sobre la fe), ganan para ellos mismos, por medio de una vida tal, una gran recompensa. Ocúpense, pues, de aquellos que dependen de ellos, como los buenos pedagogos se ocupan de niños jóvenes confiados por sus padres, estudiando el temperamento de los niños y usando la vara con unos y la exhortación con otros, o los elogios si hace falta. Los pedagogos no hacen nada de esto por favor o por enemistad, sino que adaptan sus medios a los casos que se presentan y al carácter del niño, para prepararlo con seriedad a la vida. Que los superiores también, dejando toda animosidad contra los hermanos, y toda presunción, ajusten sus palabras a las fuerzas e inteligencias de cada uno. Den a uno muestras de estima, avisen al otro, exhorten tal otro. Un buen médico procura remedios según la necesidad de cada uno, y observa a sus pacientes, y aplica a uno remedios benignos y a otro más violentos, y no agobia a ninguno de los que necesitan sus cuidados, sino que adapta su arte a las almas y a los cuerpos. Que los superiores, conformándose a las necesidades de la causa, eduquen bien el alma del discípulo que tiene ante los ojos, presentando al Padre la virtud resplandeciente de esta alma, como digna heredera de sus dones. Si se comportan así los unos con los otros (los que están establecidos como superiores, y aquellos que los tienen por maestros), los unos obedeciendo con alegría a los superiores, los otros conduciendo con felicidad a los hermanos hacia la perfección, honrándose recíprocamente (Rm 12,10), entonces vivirán sobre la tierra la vida de los ángeles. Que ningún humo de orgullo se manifieste entre los superiores; sino que la simplicidad, la armonía, un porte franco, forjen el coro. Y que cada uno se persuada no solamente de que es inferior al hermano que vive con él, sino que es inferior a todo hombre. Cuando haya entendido esto, será verdaderamente discípulo de Cristo. Como ha dicho el Salvador, "el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado" (Lc 14,11), y "si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20,28; Mc 23,12). Por su parte, el apóstol dice: "No nos predicamos a nosotros mismos, sino al Señor Jesucristo, siendo para ustedes servidores por amor a Jesús" (2Cor 4,5). Conociendo, pues, los frutos de la humildad, y el castigo del orgullo, que los superiores imiten al Maestro amándose los unos a los otros. Por el bien común, que no vacilen más frente a la muerte que frente a cualquier otro sufrimiento. Que caminen para Dios sobre el camino por donde éste marchó entre nosotros. Que avancen como un solo cuerpo y una sola alma, hacia la llamada de arriba. Que amen a Dios y se amen los unos a los otros, porque la caridad y el temor del Señor es el más alto cumplimiento de la ley.
IV
El orden de la caridad
Cada uno de los monjes debe establecer el temor y la caridad como un fundamento robusto y firme en su alma, e irrigarla sin cesar con buenas acciones y con la oración perseverante. Porque la caridad hacia Dios no nace ni se desarrolla naturalmente en nosotros por azar, sino con penas y con grandes cuidados, y con la ayuda de Cristo. Así dice la sabiduría: "Si la buscas como se busca la plata, cual si excavaras un tesoro, entonces comprenderás el temor de Dios y hallarás el conocimiento de Dios" (Prov 2,4-5). Encontrando el conocimiento de Dios, el monje tomará el temor con facilidad, y cumplirá felizmente lo que viene después (quiero decir, la caridad para con el prójimo). Una vez adquirido, con trabajo, el amor de Dios, que es el primero y el más grande, el otro que es menor se agrega al primero con menos dificultad. No obstante, si el primero falla, el segundo no puede existir con autenticidad. ¿Cómo, en efecto, aquel que no ama a Dios con todo su corazón y todo su espíritu, podría darse con sinceridad y asiduamente al amor de sus hermanos, puesto que no cumple para Dios esta caridad a la que uno puede aplicarse solamente para él? El inventor del pecado encuentra desarmado a este infeliz que no entrega a Dios su alma entera ni comulga con su caridad, y entonces le hace dar un traspié, y pronto lo domina por medio de golpes pérfidos. Una vez le hará parecer pesados los mandamientos de la Escritura, e insoportable el servicio de la comunidad. Otra vez le exaltará, llevándolo a la jactancia y al orgullo, a propósito de este servicio que hace a sus co-servidores:. Otra vez lo convencerá de que cumplió ampliamente los mandamientos del Señor, y que es grande en los cielos. Por ello, el servidor ferviente, y que busca hacer el bien, debe confiar al maestro el juicio a aplicar a su buena voluntad. Que no se haga juez en lugar del maestro, ni tampoco panegirista de su propia vida, porque si es él quien se vuelve juez menospreciando la verdad, no obtendrá recompensa, ya que se recompensó a sí mismo con sus propias alabanzas, y con su presunción sustituyó el juicio del superior.
V
El testimonio del Espíritu
Es el Espíritu de Dios quien debe dar testimonio a nuestro espíritu (como dice San Pablo), y no nos corresponde a nosotros la evaluación de nuestros actos según nuestro propio juicio. Como dice el apóstol, "no es el que a sí mismo se recomienda quien está aprobado, sino aquel a quien recomienda el Señor" (2Cor 10,12). Por ello, cualquiera que no espera con paciencia la recomendación del Señor, sino que se adelanta al juicio de éste, se pierde en las opiniones humanas, organizando con su propia industria su propia gloria entre sus hermanos, y haciendo la obra de un infiel. También es infiel aquel que persigue las obras humanas en lugar de las del cielo, como el mismo Señor recordó al decir: "¿Cómo vais a creer, si recibís gloria unos de otros y no buscáis la gloria que procede del único Dios?" (Jn 5,44), y: "¿Con quién podría compararos? Tal vez con los que purifican el exterior de la copa y del plato, pero tienen el interior lleno de vicios" (Mt 23,25). ¡Vigilad en no soportar nada parecido! Vosotros habéis dado vuestras almas al Altísimo, así que tened tan sólo un pensamiento: agradar al Señor, sin perder el recuerdo del cielo ni recibir los honores de esta vida. Corred, pues, escondiendo a la estima de los demás vuestra carrera espiritual. Así el tentador, que sugiere los honores de la tierra, no tendrá la oportunidad de arrancar vuestro espíritu de las verdaderas cosas que le ocupan, ni de postrarlo sobre cosas vanas y llenas de mentiras. Si no encuentra ninguna oportunidad para entrar, ni para seducir a aquellos que por medio del alma viven arriba, el tentador está perdido y yacerá muerto, sobre todo si comprueba que su maleficencia es ineficaz y no obtiene resultado.
VI
Los ojos, siempre hacia Dios
Si la caridad de Dios está presente en nosotros, el resto vendrá necesariamente con ella (el amor a los hermanos, la dulzura, la sinceridad, la perseverancia, el celo en la oración y todas las virtudes). Este tesoro es grande. Por eso, para adquirirlo, son necesarios grandes trabajos, que no apunten a ser vistos por los hombres sino a agradar al Señor que ve en lo secreto. A él debemos mirar siempre, y para ello es necesario explorar el interior de nuestra alma, y meditar los argumentos de la piedad, a fin de que el adversario no encuentre ninguna entrada falsa, ni una plaza libre para sus maquinaciones, que no se ocupe en educar y conducir al "conocimiento del bien y del mal" las partes débiles del alma. El espíritu dócil a Dios sabe educar estas partes débiles, y asocia toda el alma, y la torna hacia el Señor. Con su amor para con Dios, y con reflexiones secretas de la virtud, y con la obediencia a los preceptos, dicho espíritu saca el remedio para sanar las partes heridas y apoyar las que permanecen sólidas. Al final, hay una sola guardia del alma, una sola vigilancia, que consiste en acordarse de Dios con un deseo constante y estar siempre ocupados con buenos pensamientos. No nos sustraigamos a este esfuerzo, ni cuando comamos, ni cuando bebamos, ni cuando estemos descansando, ni cuando hagamos las tareas, ni cuando hablemos;. De hacerlo así, todo lo que venga de nosotros convencerá y terminará en la gloria de Dios (y no en la nuestra), y nuestra vida no tendrá ninguna mancha que venga de la maquinación del Maligno. Por otra parte, para aquellos que aman a Dios, el trabajo de los mandamientos será fácil y agradable, porque el amor de Dios hará la carrera amable y ligera. Por eso el Maligno lucha también, de todas formas, para ahuyentar de nuestras almas el temor del Señor y disolver la caridad hacia Dios. Él rivaliza con el alma a través de los placeres prohibidos, y a través de incentivos que seducen. Si sorprende al alma desprovista de sus armas espirituales y sin guardia, él anula todos nuestros trabajos. Él trata de hacer brillar la gloria de la tierra, dejando a la sombra la del cielo. En la imaginación de los engañados, él hace turbias las cosas que son realmente buenas, y hace brillar las que sólo lo son en apariencia. En definitiva, el diablo es hábil, y si encuentra la guardia adormecida aprovecha la oportunidad. Él entra, y salta por encima de los trabajos de la virtud, y siembra por encima del trigo su cizaña. Es decir, el orgullo, el insulto, la vanagloria, el deseo de los honores, la contestación y el resto de obras del mal. Hay que vigilar, pues, si no queremos vernos acechados por todas partes por el enemigo. De hacerlo, cualquier artefacto que nos lance el enemigo será rechazado, o no tocará el alma.
VII
El sacrificio, aceptado voluntariamente
Acordaos también de esto y medítadlo: Abel ofreció al Señor un sacrificio de los primogénitos de su rebaño y de su grasa, mientras que Caín ofreció frutos de la tierra, pero no los primeros frutos. Según la Escritura, Dios aceptó los sacrificios de Abel y no los dones de Caín. ¿Qué nos enseña este relato? Que Dios acepta lo que se le presenta con temor y con fe, y que no acepta una ofrenda hecha sin caridad. Más tarde, Abraham recibió la bendición de Melquisedec, solamente después de haber ofrecido al sacerdote de Dios las primicias y las partes principales de todo lo que poseía (Hb 7,4; Gn 14,18). Por primicias y mejores frutos hay que entender a la misma alma y el mismo espíritu. La Escritura nos invita, pues, a ofrecer a Dios nuestras alabanzas y nuestras oraciones sin escatimarlas, y a presentar al Señor no cualquier cosa sino lo que hay de principal en el alma. O más bien, elevar el alma enteramente hacia Dios, con toda nuestra caridad y todo nuestro fervor. Así, alimentados por la gracia del Espíritu, y atrayendo hacia nosotros el poder de Cristo, correremos con facilidad la carrera de la salvación, y ésta nos parecerá liviana y agradable, porque Dios vendrá en nuestro socorro alentando el ardor de nuestros esfuerzos. A través de nosotros, él cumplirá las obras de la justicia.
VIII
Las virtudes, relacionadas entre sí
En cuanto a las partes de las virtudes, y cuáles son las principales para hacerlas pasar en primer lugar, y luego las que vienen en segundo lugar, y así sucesivamente, esto es algo que no se puede precisar. En efecto, las virtudes están relacionadas, y entre ellas se van elevando hasta el coronamiento de aquel que las cultiva. La sencillez, en efecto, lleva a la obediencia, y la obediencia a la fe, y ésta a la esperanza, y la esperanza a la justicia, y la justicia lleva al servicio caritativo, y éste servicio a la humildad. La dulzura recibe de la humildad y lleva a la alegría, y la alegría a la caridad, y la caridad a la oración. Así recibiéndolo todo unas de otras y atándose unas a otras, las virtudes llevan al alma y la hacen subir hasta la cumbre de su deseo (mientras que la malicia hace caer a sus adeptos hasta la última perversidad, pasando por todos sus niveles).
IX
La oración, cumbre de las virtudes
Sobre todo, perseveremos en la oración, porque ella es el corifeo del coro de las virtudes y el medio para obtener de Dios todas las demás. Aquel que persevera en la oración comulga con Dios, y éste le está unido por una consagración mística, y una fuerza espiritual, y una disposición que no se puede expresar. Tomando al Espíritu como guía y como sostén, la oración hace arder en la caridad del Señor y hace hervir los deseos, buscando saciarse en más oración. Más y más enciende la oración en el amor al bien, y reaviva el fervor de un alma según esta palabra de la Escritura: "Aquellos que me comen tendrán más hambre, aquellos que me beben tendrán más sed" (Sb 24,20), y: "En mi corazón me has dado la alegría" (Sal 4,8). De hecho, el mismo Señor ha dicho: "El reino de los cielos está dentro de vosotros" (Lc 17,21). ¿Cuál es ese reino dentro de nosotros? ¿Y qué podría ser distinto de esta felicidad que, "desde arriba", nace en las almas por medio del Espíritu? No es más que la imagen de las arras, y la señal de la felicidad eterna que gozarán las almas de los santos en la eternidad. El Señor nos consuela, pues, por la fuerza del Espíritu, en todas nuestras tribulaciones. Es así como nos salva, y nos hace partícipes de los bienes espirituales y de los carismas del Espíritu. Es lo que nos recuerda la Escritura, cuando dice: "Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones" (2Cor 1,4), y: "Mi corazón y mi carne se lanzan alegres hacia el Dios viviente" (Sal 83,3), y: "Es como un festín que mi alma saborea" (Sal 62,6). Todo esto nos sugiere en símbolos la oración, en la alegría y la consolación que vienen del Espíritu. De tal manera nos muestra la oración la meta de la piedad, y de tal manera la propone a aquellos que abrazan "la vida preciosa a los ojos de Dios". Esta vida se resume en la purificación del alma y en la inhabitación del Espíritu, en la medida que progresan las buenas obras. Que cada uno de vosotros prepare su alma según estos ejemplos. Que llegue hasta llenar el alma del amor de Dios, y que se consagre a la oración y a los ayunos según la voluntad de Dios. Que cada uno guarde presente en su memoria las palabras del apóstol que nos ordena: "Orad sin cesar" (1Ts 5,17), "perseverando en la oración" (Rm 12,12). Y también las del Señor en el evangelio, cuando dice: "¿Cuánto más Dios hará justicia a sus elegidos que gritan hacia él día y noche?" (Lc 18,6-7). Dice la Escritura que Jesús propuso esta parábola para enseñar que "hay que orar siempre, sin cansarse nunca" (Lc 18,1). El celo por la oración nos procura grandes bienes, y hace que el mismo Espíritu habite en nuestras almas. Esto es algo que el apóstol demuestra con sagacidad, animando a "la oración constante y la súplica, rezando en el Espíritu en todo tiempo, vigilando, vueltos hacia él, con toda perseverancia y oración (Ef 6,18). Si alguno de los hermanos se da a esta parte de las virtudes (quiero decir, a la oración), estará ofreciendo un hermoso tesoro a su alma, y la estará cuidando, y estará adquiriendo una conciencia recta y firme, y no flotará voluntariamente al capricho de su pensamiento. Lejos de saldar un pago del cual no puede sustraerse, a través de la oración estará dando curso libre al amor y al deseo de su alma, y hará sentir a todos sus hermanos los buenos frutos de su constancia.
X
La oración de uno, bendición para todos
Todos los hermanos, por tanto, deberán dar tiempo a la oración del novato, y regocijarse por su asiduidad en la oración. Así tendrán ellos mismos parte en sus buenos frutos, y se harán socios de su vida por el hecho de cooperar con ella. Por otra parte, el Señor dará el medio para rezar a todos aquellos que se lo piden, según esta palabra: "Aquel que da al orante la oración". Hay que pedir, pues. Sabed también que, para perseverar en la oración, habrá que empeñar todos los esfuerzos. Las grandes recompensas exigen grandes trabajos, sobre todo sabiendo que el mal acecha por todas partes, y pone trampas por todos los lados, y corre alrededor de ellos, esforzándose en desviar su celo. De allí viene la torpeza, el agobio del cuerpo y del alma, la indolencia, la acedía, la dejadez, la impaciencia, y todos los demás movimientos y obras del vicio. Por ellos, el alma se pierde, desde el momento en que es tomada por algún resquicio, y por él se abandona y se reúne con su propio enemigo. Es necesario, pues, encargar al alma el control de la razón (como un sabio piloto), y nunca entregar el pensamiento a las agitaciones del espíritu malo, y no dejarse llevar sobre sus aguas, sino mirar derecho hacia el refugio "de arriba", y ofrecer el alma a Dios (quien la confió en depósito y quien la vuelve a pedir). Esto no consiste en arrojarse de rodillas al suelo, sino en mostrarse asiduo y celoso para la oración, y no dejar al pensamiento vagar lejos de Dios. ¡No! No haced eso, sino rechazad toda distracción del pensamiento, toda reflexión intempestiva, y entregar el alma entera a la oración, junto con su cuerpo. Los superiores deben colaborar a la resolución de aquel que reza así, y mantener su deseo con todo celo y aliento. Que los superiores vigilen con cuidado para purificar esa alma, porque el fruto de las virtudes de aquellos que rezan así está invisible para el entorno y se vuelve extremadamente útil, y no solamente para el hermano que progresa rápidamente, sino también para los demás jóvenes, o para los que tienen necesidad de aprender. El hermano que corre delante arrastra a los demás, y a éstos no les queda más que mirar e imitar. El fruto de esta oración es la sencillez, la caridad, el espíritu de humildad, la paciencia, la inocencia, y el resto de virtudes desde esta vida. Mucho antes que los frutos eternos, está el esfuerzo del hermano asiduo en la oración. Con tales frutos, la oración se hace bella, y si éstos faltan, ella pierde su esfuerzo. Lo que es verdad de la oración lo es de toda la vía monacal. Si ella tiene esta fecundidad, abrirá verdaderamente el camino de la justicia, y conducirá hacia su fin auténtico. Si permanece sin fecundidad, vaciará la vida monacal de toda significación, y se asemejará a las vírgenes locas que se quedaron sin aceite para las bodas, cuando había llegado el momento. Ellas no tenían en el alma la luz (el fruto de la virtud), ni en el pensamiento la lámpara del Espíritu. Por eso la Escritura las llama locas, y con razón, porque su virtud se apagó antes de la llegada del esposo. Por eso las excluyó el Señor de la recompensa (es decir de las bodas de arriba), porque no tenían la fuerza del Espíritu, y no habían tomado en cuenta el celo de su virginidad. En efecto, ¿de qué sirve trabajar una viña, si no da frutos? Es para obtener frutos para lo que el viñador asume su trabajo. ¿Y para qué el ayuno, la oración y las vigilias, si no hay paz, ni alegría, ni caridad, ni los demás frutos de la gracia del Espíritu que el santo apóstol enumera (Gál 5,22)? Para ellos, el hermano prendado de la alegría de arriba asume todo su esfuerzo, y por ellos atrae desde arriba al Espíritu, y tomando consigo la gracia lleva frutos y goza con felicidad de la cosecha, que la gracia del Espíritu ha cultivado en la humildad de sus sentimientos y en su coraje en el trabajo.
XI
La oración de uno, fuente de alegría
Es necesario que pongáis todo vuestro ánimo, y toda vuestra caridad, y toda vuestra esperanza, en los trabajos de la oración, del ayuno y de los demás ejercicios. Sin embargo, estad convencidos de que las flores y los frutos de este trabajo son obra del Espíritu. Si alguien, en efecto, pone el éxito a su cuenta, y atribuye todo a sus esfuerzos, la jactancia y el orgullo crecerán en él en lugar de los buenos frutos. De ser así, sus pasiones se propalarán como una podredumbre en sus almas, y las corromperán y anularán su trabajo. ¿Qué debe hacer, pues, aquel que vive para Dios y para su esperanza? Esto mismo: sostener alegremente los combates de la virtud, y fundar sólo en Dios la libertad del alma, la liberación de las pasiones y su ascensión hacia la cima de las virtudes. También habrá de poner sólo en él la esperanza de la perfección, y creer que en Dios está la verdadera filantropía. El hermano que está en estas disposiciones gozará de la gracia de Aquel en quien creyó de una vez para siempre. Correrá sin fatiga y menospreciará la maleficencia del enemigo, y éste le será en adelante un extraño, y la gracia de Cristo lo liberará de sus malas pasiones (que se introducen en la naturaleza de los buenos a través de la negligencia, y por ella los va haciendo caer sobre una pendiente fácil y rápida, y les hace producir como fruto la codicia, la envidia, la depravación y las demás partes del mal de nuestro enemigo), y le dará la gracia del Espíritu y otros bienes que están por encima de su naturaleza. El hermano que esté en esta disposición llevará frutos con una inefable alegría, y realizará la caridad sin esfuerzo, fingimiento o retorno, y tendrá una fe inquebrantable, y una paz inviolable, y la verdadera bondad, y todas las demás perfecciones. Este hermano se volverá cada vez mejor a sí mismo, y más fuerte que la maldad de su enemigo, y se presentará adorable al Espíritu, y mantendrá su habitación pura y santa. Recibirá la inconmovible paz de Cristo, por medio de la cual se adherirá al Señor y se unirá definitivamente con él.
XII
La cumbre de la alegría: participar de la pasión de Cristo
Cuando el alma recibió la gracia del Espíritu, se unió por medio de ella al Señor, y se hizo un solo espíritu con él. Y no sólo ejecuta rápidamente las obras de la virtud (sin tener que luchar contra el enemigo, puesto que en adelante ella es más fuerte que los asaltos de su mal designio), sino que las sobrepasa. Cuando esto sucede, dicha alma recibe en sí misma los sufrimientos de la pasión del Salvador, y los desea porque le dan felicidad por ella, y se aficiona a ellos más que a los honores y glorias de los hombres. En efecto, para el cristiano que recibió la gracia del Espíritu y el buen gobierno de su vida, progresa "hacia la medida de la edad del conocimiento". En él, la gloria, la satisfacción y el gozo sobrepasa toda voluptuosidad, y se va asimilando al querer ser odiado a causa de Cristo, y a querer ser perseguido, y aguantar todos los ultrajes y humillaciones por la fe en Dios. La esperanza de un hombre así, en la resurrección y en los bienes futuros, es total, y por ello todos los ultrajes, o tormentos, o suplicios, o sufrimientos cualesquiera que sean, o hasta la misma cruz, le son bienestar, descanso y prenda de tesoros celestiales. Felices vosotros, dice el Señor, "cuando todos los hombres os maldigan y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por mi nombre". Regocijaos y estad alegres, porque "vuestra recompensa será grande en el cielo" (Mt 5,11-12; Lc 6,22-23). Por su parte, el apóstol dice: "Me regocijo en las tribulaciones" (Rm 5,3), y: "Con gusto me gloriaré de mis debilidades, para que viva en mí la fuerza de Cristo", y: "Por eso me complazco en mis debilidades, en los ultrajes, en los contratiempos, en los encarcelamientos, porque cuando soy débil entonces soy fuerte" (2Cor 12,9-10), y: "Como servidores de Dios, con inagotable paciencia" (2Cor 6,4). La gracia del Espíritu Santo, en efecto, tomó posesión completa de esa alma, y llenó su morada con alegría y con fuerza. Por eso, dicha alma saca, en medio de la esperanza de los bienes futuros, el sentimiento del dolor presente, y se hace dulce a los sufrimientos de la pasión del Señor. Conducios, pues, hermanos, con esa fuerza del Espíritu, como "ciudadanos del cielo". Llevad con alegría todos vuestros trabajos y todos vuestros combates, y así seréis juzgados dignos de ser "morada del Espíritu" y "coherederos de Cristo". No os dejéis llevar nunca por el relajamiento, ni por la desidia, ni por la pendiente de la facilidad, porque caeríais y os volveríais para los demás una ocasión de pecado. Si algunos no han alcanzado todavía la intensidad de la oración más alta, ni la energía y la fuerza que son obligatorias en este asunto, y si se ven atrasados en esta virtud, que sigan cumpliendo la obediencia, "sirviendo con buen ánimo, trabajando alegremente, ocupándose de lo necesario con gusto". Pero que no sueñen con ser recompensados por la estima y la opinión de los hombres. No os entreguéis a vuestros trabajos con indiferencia y negligencia, ni como si sirvierais a cuerpos y almas que os son extraños, sino como si sirvierais a los servidores de Cristo y socorrierais "nuestras propias entrañas". Así es como vuestra obra aparecerá pura y sin fraude, delante del Señor. Que nadie se borre frente al esfuerzo de las buenas obras, como si fuera incapaz de ejecutar estas acciones que salvan al alma. ¿Por qué? Porque Dios no prescribe a sus servidores cosas imposibles, y él mismo nos dio el ejemplo de su caridad y de su bondad divinas (ricas y desparramadas con profusión sobre todos), y da a cada uno, según su voluntad, el hacer el bien que puede. Ninguno de aquellos que quieren, firmemente, ser salvados, fracasan. Como dice el Señor, "quien quiera que dé un vaso de agua fresca a uno de los míos por ser mi discípulo, no perderá su recompensa" (Mt 10,42; Mc 9,41). ¿Qué hay más fácil que este mandamiento? Por un vaso de agua fresca, una recompensa celestial. Fijaos en la desmedida de este negocio, y en lo que sigue: "Lo que habéis hecho a uno de estos, me lo habéis hecho a mí" (Mt 25,40). El mandamiento es pequeño, pero el salario de la obediencia es grande, y está pagado por Dios con magnificencia.
XIII
Seremos juzgados en el amor
Cristo no pide, pues, nada que supera vuestras fuerzas. Así pues, sea que hagáis una cosa pequeña, sea que hagáis una grande, el salario resultará según vuestra intención: Si actuáis en nombre y por el temor de Dios, el don vendrá a vosotros resplandeciente e inamisible. Si actuáis para la pompa y la gloria humana, "ya habéis recibido vuestra paga" (Mt 6,2). Para preservarnos de semejante desgracia, advierte Jesús a sus discípulos, y a nosotros mismos, a través de ellos: "Cuidaos de hacer vuestra limosna, oración y ayuno delante de los hombres, porque entonces no tendréis recompensa de vuestro Padre del cielo" (Mt 6,1).
XIV
La gloria está en el Padre
El Señor ordena evitar, y aun huir, de estas alabanzas muertas que vienen de los mortales, y de la gloria efímera que viene de nosotros, y buscar la única gloria cuya belleza es indecible y no tiene fin. Que podamos, por medio de esta gloria que nos será dada, glorificar también nosotros al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos.